Este texto es la segunda entrega de la serie “México 500”.
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La idea de historiar la caída de Tenochtitlan y el proceso de la conquista, acariciada por una parte de las comunidades letradas de México, la cimbró la publicación de History of the Conquest of Mexico, de W. H. Prescott, en 1843. Y la reacción fue inmediata. En menos de un año Vicente García Torres imprimió la traducción de José María González de la Vega, anotada por Lucas Alamán, y el impresor Ignacio Cumplido sacó el primero de tres tomos con la traducción de Joaquín Navarro. Joaquín García Icazbalceta, entre los estudiosos más jóvenes, optó por acercarse a Prescott. El poeta José María Rodríguez y Cos (1823-1899), casi tan joven como este último, se propuso ensayar en verso a partir del tema de la Conquista de México.
El sentido de esta empresa de Rodríguez y Cos, según él mismo, lo confió a la Poética (1843) de Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862). Además, según sus propias notas, estudió a Prescott, desde luego, y también obras como la Historia de la conquista de México de Antonio de Solís (1610-1686), las páginas del abate Raynal (1713-1796), los tomos de la Historia de América de William Robertson (1721-1793), la Historia antigua de México de Francisco Javier Clavijero (1731-1787), la Historia universal de Louis Phillippe Segur (1753-1830), la Historia de México de Phillippe Françoise de la Renaudière (1781-1845), así como las cartas de Hernán Cortés, la relación del Conquistador Anónimo y la Historia verdadera de Bernal Díaz del Castillo. Tras consultar al filólogo Faustino Galicia Chimalpopoca, el último religioso que ocupó la cátedra de mexicano en la Universidad de México, Rodríguez y Cos se atrevió a confiar a la imprenta el extenso manuscrito titulado El Anáhuac: Ensayo épico en trece cantos en romance heroico.
El Anáhuac empezó a circular en forma de libro en 1853, diez años después de la Historia de la conquista de México de Prescott, con crédito para el establecimiento de M. Murguía, y tal parece que ninguno de sus contemporáneos reparó en el ingenio anacrónico de Rodríguez y Cos, ni en la clave neoclásica que ayuda a entender las quinientas páginas de extensión de este su primer ensayo histórico.
—Antonio Saborit
El Anáhuac
José María Rodríguez y Cos
Canto IV (fragmento)
Por diez veces la perla de los cielos,
Astro de paz, cuyo fulgor platea
Los seculares cedros de los bosques,
De los abismos las lejanas quiebras:
Por diez veces su disco, que apacible
La faz amabilísima semeja,
De un ángel, que vigila por él triste,
Desde el cenit de la cerúlea esfera:
Por diez veces, repito, se mostrara
A presidir las fúlgidas estrellas,
Tras dilatadas, misteriosas noches
Que tienden espantables sus tinieblas;
Y aquel astro divino, por diez veces,
Volvió a mirar de Anáhuac las praderas
Sembradas de cadáveres sangrientos
Que enrojecían la inocente yerba.
¡Víctimas desgraciadas! ¿qué se hicieron
Vuestro porte gentil, vuestra grandeza,
Y aquel brillar de vuestros negros ojos,
La javelina al esgrimir tremenda?
¿En dónde están las ricas armaduras,
Chapas de oro y prefulgentes piedras,
Que los colores del nitente iris
Entre plumas finísimas mintieran?
¡Ah, que estos viles, pérfidos objetos,
Pábulo han sido de la injusta guerra!
¡Ellos armaron del puñal la mano
Que desgarró vuestras entrañas tiernas!
¡Ellos, allende dilatados mares,
Alzaron de exterminio la bandera,
Que do quier tremolara la avaricia,
Llevando en pos la abrasadora tea!
Y vosotras, campiñas deliciosas,
Donde en el sauce se enredó la hiedra,
Do el chupa-rosa susurró bebiendo
Del cáliz de la flor el dulce néctar;
Do, enamorado, salpicó el rocío
De aljófares la cándida azucena;
Do alegre el cervatillo cosquilloso
Triscaba huyendo a la cercana vega:
¿Qué se hicieron tan mágicos encantos?
¿Qué se hicieron delicias tan risueñas?
¿En dónde están las pompas de natura?
¿En dónde están sus galas, su opulencia?
¡Ah, todo huyó des que asentó su planta
Sobre la virgen, venturosa tierra,
El hijo corrompido de la Europa
Matrona impura, cortesana infecta!
(…)
¡He aquí, mirad: del insaciable tigre
Doquier se ve la ensangrentada huella!
¡De Yucatán a Zempoala, un rastro
Todo de sangre que, aun caliente, humea!
¡Todo es desolación! ¡Todo las llamas
Lo devoraron, de arrasar sedientas!
¡Enemigo el país, u hospitalario.
Muerte y perfidia encontraréis doquiera!
¡Otra faja de sangre se dilata
De los postreros muros totonacas,
A Tlaxcallam, la corte populosa
De la joven república, altanera!
¡Allí, escalada la trinchera altiva,
Tal vez inaccesible con defensa,
Cuántas víctimas, cuántas, derramaron
De su sangre la gota postrimera!
¡Mas, ay, que al lado de heroísmo tanto
Se deslizaba la traición rastrera…
Y pérfido el senado les vendía,
Mientras la clava esgrime Xicoténcatl!
¡Ah, Xicoténcatl, joven animoso,
Tú eres, tú, la excepción más bella
De la traidora, envilecida patria
Do viste, por tu mal, la luz primera!
¡Tu nombre brilla en la imparcial Historia,
Sobre el borrón infame de la afrenta,
Cual brilla, solo, en la enlutada noche
El reverbero limpio de una estrella!
¡Sí; que luchaste cual león invicto
En desigual, mortífera pelea;
Y en la tribuna resoné tu acento.
Del alma patria, siempre en la defensa!
¡Mas en la pugna sucumbieron, tristes,
Los que sus fuertes brazos te ofrecieran!
Y en el senado, tu heroísmo, en vano
Su llama alzara en medio de la vileza!
¡Y de esta patria infiel, que tanto amaste,
Dejó también cabe sus viles puertas,
En vano, el invasor la odiosa marca
Siempre de sangre y de brutal fiereza!
En vano, sí: porque tornóse indigna
En cómplice servil de sus empresas…
¡Y fratricida, su puñal sepulta
En el sencillo corazón azteca!
Así, tal vez al ímprobo leopardo
Suele asociarse a dividir la presa,
Traidor el zorro, y a mansalvo hiere,
Mientras la postra la implacable fiera!
¡Ah, tu patria! ¡Tu patria, del Anáhuac,
Raza menguada, maldecida tierra!
¡Ella engrosó las impotentes filas
De un enemigo colosal sin fuerzas!
(…)
¡Y, tú, débil monarca, Moteuczoma!
¿En dónde está tu majestad inmensa?
¿Do el poderío del invicto cetro
Que empuña aun tu formidable diestra?
¿Cómo al influjo mágico que tiene
De un polo al otro, de las altas sierras
No se desprenden raudas tus falanges…
Aquellas huestes ínclitas, guerreras?
¿Y envuelven en su curso a los traidores
Y a los viles ingratos, que las prendas
Acogen de amistad, que les envías,
Mientra en tus pueblos su furor se ceba?
¡Que sedientos de sangre, la una mano
Mata, destroza y sin piedad incendia,
Mientras la otra del regalo regio
Valúa el oro y las hermosas perlas!
¡Ah, y tus humildes súplicas desoyen…
Y alterarán la paz, que dulce reina
En la infantil Tenochtitlan, que arrulla
La clara linfa, como madre tierna!
(…)
Pero helos allí… Del Iztacíhuatl
Y el Popocatepétl, que allá descuellan
Entre las nubes sus gigantes frentes
Coronadas de blancas cabelleras,
Osan pisar las faldas misteriosas.
Ya en sus bosques horrísonos se internan.
El Popocatepétl brama, y su suelo
Treme al sentir las plantas extranjeras.
Mas el Señor, que de lo alto empuña
El fuerte rayo, cuya saña enfrena
Al leve pestañar de su pupila,
Miró al volcán, y el terremoto cesa:
Aunque allá en sus entrañas cavernosas
Hierve la lava comprimida, humea,
Y produce un rugido sufocado
Al revolver sus encendidas piedras.
¡E incólumes trasponen las montañas!
¡El Dios de las naciones lo quisiera!
Escrito estaba, y el Señor no borra
Lo que su mente divinal decreta.
Autores
José María Rodríguez y Cos
Tulancingo, Hidalgo, 1823 – Ciudad de México, 1899. Escritor, dramaturgo, traductor y profesor de la Escuela Nacional Preparatoria. Autor de El Anáhuac, de un poema histórico sobre la Revolución Francesa y de un libreto de ópera sobre Cuauhtémoc, entre otras obras.
Antonio Saborit
Torreón, Coahuila, 1957. Ensayista, historiador, traductor y editor mexicano. Doctor en Historia y Etnohistoria por la Escuela Nacional de Antropología e Historia, es Director del Museo Nacional de Antropología desde 2013. Ha traducido a autores como David A. Brading, Robert Darnton y Thomas Carlyle, y ha dedicado estudios y monografías a otros como Marius de Zayas, José Juan Tablada y Tina Modotti.