octubre 2021 / Inéditos

De cuando fuimos dinosaurios

Masetero

El día que aprendí las consonantes oclusivas
murió mi madre.
Esa noche se estrechó el tiempo,
contuve el aire cerrando los órganos articulatorios,
y en los molares atrancados
se posó la temperatura de su cuerpo.

El masetero se expande y se contrae
en el grito de esa niña que traga líquido amniótico,
justo en el instante en el que la embiste el mundo.
Movimiento apenas perceptible
para decir lo que olvidamos o para no decir.
El músculo de la contención nocturna
—de los gestos que disimulan la rabia—
lidera el despojo de mi aliento.

Estamos por llegar a la Meseta de Anáhuac:
coyotes uniformados despedazan los cuerpos
que bordan la historia de un lago perdido.
Mi madre murió en la Meseta de Anáhuac
con dos surcos paralelos en el pecho.
Mi abuela murió en la Meseta de Anáhuac
por una grieta en el diagnóstico.
Ahora no queda nadie.

El masetero se complace de la retracción de mi Meseta,
y el viento estremece la tierra de su cuenca baldía:
llevo polvo de meseta atascado entre los dientes.

 

Buccinador

Hay un momento en la infancia,
cuando de tanto intentarlo
el aire que expulsamos por la boca
produce por fin un sonido melodioso.
Aprendimos a silbar porque olvidamos el lenguaje de las aves.

En la ciudad, el cemento se encarga de desviar el sonido.
Entre sus calles pervive un ruido artificioso,
mezcla de sirenas policiales
y tamales oaxaqueños,
de ambulancias donde se pierde el aire
y la grabación de una niña
que sueña castillos de fierro viejo.

No sé chiflar como ambulancia,
mi cuerpo se empeña en conservar
una pizca melodiosa de las aves.
Nunca debimos perder esos recuerdos.
En cambio, existen otros, que en realidad no importan.
Para qué queremos nuestro último cumpleaños,
el sabor a pastel tres leches, el amor hundido.
Más valdría acordarnos de cuando fuimos dinosaurios,
recordar que fuimos la abuela
y la abuela de la abuela.
Para qué queremos silbar,
si perdimos el habla de las aves.

Te gusta saludar desde la calle
con un chiflido que anuncia tu llegada.
Si te dijera que en realidad los pájaros no silban
aunque los escuches cantar.
Si te dijera que hay un músculo en el rostro apoderado del silbo
de la buccina, del deseo de algún día levantar el vuelo.
Si te dijera que olvidé cómo silbar,
que hace meses no escucho el trino de las aves.

 

Espinoso

Un níspero marchito
de espinas puntiagudas y frutos muertos
clavado a la mitad de mi dorso
finge equilibrar las futilidades del mundo.
El músculo que erige la columna
hace semanas dejó de sostenerme.

Cuando éramos niños mi hermano amaba el chicozapote
—fruto del árbol sagrado—,
lo comía sin recato sentado en su periquera roja.
Yo nunca comí tanto,
siempre me negué al placer de la fruta
que escurre por las manos y lo mancha todo.
A veces, el chicozapote es también un níspero espinoso.

Resulta casi imposible levantarme de la cama
cientos o miles de fibras puntiagudas
—púas de la calamidad, mecanismos de defensa—
infestan el músculo erector de mi columna.

Será que nunca comí frutas con entusiasmo,
que a temprana edad me consternó el peso del cuerpo,
que muy pronto se murió mi madre.

 

Risorio

Una tarde me caí de un columpio
y perdí el izquierdo frontal.
Mamá miraba sentada en una banca.
Papá, aterrado, tomó la pieza del suelo
y la incrustó como pudo.
No recuerdo con detalle aquel día,
me quedan la historia contada
y el diente frontal izquierdo por encima del límite natural
del resto de mi dentadura.

Después, una adolescencia de aparatos bucales,
de dientes rectos hasta que se impuso la memoria.
Soy historia rebelada contra las modificaciones estéticas del cuerpo,
un músculo obstinado en delatar
las imperfecciones adquiridas en la infancia,
el vuelo frustrado de una niña que salta
de un columpio azul y se estampa contra el cemento.
Cada risa trae consigo el golpe de esa tarde de verano,
a mi madre sentada en una banca
y a mi padre tratando de restaurarme el cuerpo.

El músculo risorio pesca los labios
y tira de ellos hacia la altura de las orejas.
Una risa de paisaje accidentado,
explosión que se burla del ahogo por el puro accionar
—consciente y vengativo—
de esa isla griega que llevamos inserta en el rostro.
La risa es también la tracción de lo que rabia:
perder altura en el primer intento,
una madre muerta después del verano,
una parte del cuerpo extraviada por un golpe en la infancia.

 

Platisma

Llevo un manto bordado alrededor del cuello
de hilos rojizos que arropan, pero no serenan.
Por las noches, sus fibras enmarañadas tiran hacia mis hombros;
despierto con la asfixia en la garganta
y un sabor metálico en la lengua.
Me visto con la lástima de un cuerpo.

Ojalá trajera conmigo la cuna-rebozo de mi infancia
la cadencia del pecho de mi madre
los colores brillantes del bordado.

El manto de mi cuerpo aprieta hasta el quebranto y
no me carga: un regazo de flores marchitas,
de balas disparadas antes de tiempo
—en días de revolución y soldaderas—,
de niñas que perdieron el aire y no lloran más.

Un manto hecho cuerda, hecha mano
que se aferra a la tráquea del condenado a muerte.
Un músculo enfrentado contra el organismo
se interpone entre el aire y mis alvéolos:
una plasta que lastima.

 


Autor

Lucía Pi Cholula

/ Ciudad de México, 1987. Poeta, ensayista y narradora de viajes. Sus textos han aparecido en Revista de la Universidad Nacional, Revista Común, Periódico de Poesía, Nexos, Gatopardo, Intervención y Coyuntura y en libros colectivos. Es autora del libro Este mapa no es de Berlín (2023). Sus intereses giran en torno a la literatura urbana, el archivo, la escritura sobre el cuerpo y la enfermedad, la crítica literaria, el feminismo y la militancia política. Es licenciada, maestra y doctora en Letras por la UNAM. En 2022 fue becaria del programa Jóvenes Creadores, en la disciplina de poesía, del Sistema de Apoyos a la Creación y Proyectos Culturales del FONCA.

octubre 2021