Cuando murió, el dolor estaba hecho para durar. Y el terror. La sensación de indigencia, de estar en la calle, de ser inmaterial, transparente.
De su muerte casi habían transcurrido ocho meses cuando empecé a escribir: una elegía, el lamento clásico de los poetas frente a la muerte. Una elegía: una, es decir yo, elegía, del verbo elegir en pasado indefinido, modo durativo. La elección llegaba entonces hasta el momento de la escritura.
Este uso de la polisemia elegía/elegía, creo, decidió el resto del poema. Lo escribí rápido, en un par de días. Está hecho de sentimientos recordados (en los espejos no podía abarcar su imagen con mis ojos), de relatos de ella misma (cuando iba a buscar a su padre al trabajo en Santa Fe, y le decían “tu hija es un biscuit”). Mi madre, como toda su generación, tenía gusto por el francés (ella era un biscuit, su perro pomerania se llamaba Bijou). Yo estudié inglés. A partir de sus dichos, una elegía.
Pero la pieza central del poema es la fotografía. La de ella a los ocho años, luego la de la mujer bella que sostiene el libro ante a la hija de un año en el engaño de la lectura, y la rima con “dura”, porque esa foto parece haber decidido —dado que “una elegía”— mi destino futuro entre letras de los libros.
Su muerte, queda dicho, me convertía en yo, en la que definitivamente encuentra consuelo porque puede relatarla. Y consuelo en la gramática, la sintaxis, los recovecos intrincados de la semántica, en todos esos peldaños del poema que elegí para ser más alta en mi dolor y llegar a ella. Para poder vivir con su ausencia.
Una elegía
En la época de mi madre
las mujeres eran probables.
Mi madre se sentaba junto a mi abuela
y las dos eran completamente de carne y hueso.
Yo soy apenas una secuela estable
de aquel exceso de realidad.
Y en la ansiedad del pasado indefinido,
en el aspecto durativo de elegir,
escribo ahora: una elegía.
En la época de mi madre
las mujeres eran perdurables,
completamente hueso y carne.
Mi madre se ponía el collar
de plata y de turquesas
que mi padre le había traído de Suecia
y se sentaba a la mesa como una especia exótica,
para que todo se volviera más grande que la vida,
y cualquier ficción fuera posible.
En la época de mi madre, las mujeres
eran un quid: mi madre nos contó
a mi hermano y a mí: “cuando salía de la escuela,
iba a buscar a mi padre al trabajo,
en Santa Fe, y los compañeros le decían es un biscuit,
tu hija es un biscuit, y nunca supe qué querían decir,
qué era un biscuit”, un bizcocho estando muy enferma,
una porcelana exquisita todavía para nosotros,
y mi hermano apurándola: “¿Y?”
No sé qué es un biscuit, ¿una especia exótica,
algo de todos modos, especial? Igual
andaba delicadamente por la casa, rozando los ochenta
como se roza una herida
con una gasa.
En la época de mi madre
las mujeres eran muy visibles.
Mi madre se miraba en los espejos
y yo no llegaba a abarcar
su imagen con mis ojos. Me excedía,
la intuía a lo lejos como algo que se añora.
Como ahora,
una elegía.
A la criatura adorable
fijada en lo remoto de la foto,
que ya a los ocho años parecía
más grande que la vida: te extraño,
aunque no te conocía. Eso fue antes
que a mí me dieras vida
en un tamaño apenas natural.
Igual,
una elegía.
Y a la otra de la foto que espero
conservar, la mujer bella que sostiene
el libro ante la hija de un año
en el engaño de la lectura:
te quiero por lo que dura, y es suficiente
leer en el presente, aunque se haya apagado
tu estrella.
Por ella,
una elegía.
Ahora soy la fotografía
y vos el líquido revelador. Tu muerte
me convierte en yo: como una ciencia aplicada
soy la causa y el efecto,
el ensayo y el error, este vacío
de la nada que golpea el corazón
como cáscara vacía.
Una elegía,
cada vez con más razón.
Autor
Mirta Rosenberg
/ Rosario, Argentina, 1951. Poeta y traductora. Integró el consejo directivo de Diario de Poesía desde su fundación, en 1986, hasta su cierre, en 2011. Este año, la editorial Bajo la Luna publicó su obra reunida en El árbol de palabras. Obra reunida 1984 / 2018. Ha traducido a Marianne Moore, William Shakespeare, Katherine Mansfield, Cynthia Ozick, Louise Glück y Anne Carson, entre otros autores.