Cuerpo
Ventanas al mundo exterior
abiertas al sol como mis venas
ojos gárgolas ciudadelas
los remordimientos vienen a cebarse
como vienen las moscas a las heridas del perro.
Pero ya no tengo huesos que darles.
Esta costilla fue una jaula,
esta boca,
fue un pensionado para señoritas.
(Yo las recorría de noche, desnudas).
Ahora soy un largo país
por el que caminan las hormigas
y la luz intrusa, sin sensualidad.
Un órgano no cabe en una mesa de disección
Un cuerpo está hecho para ser una catedral
aunque se convierta en una casa de demolición.
Y aún en la casa de demolición hay algo de catedral:
la luz que sube por los escombros, una cierta música
en el estertor de quien ha representado todos los papeles:
arquitecto, albañil, campanero, Dios, su Nada.
Un órgano no cabe en una mesa de disección.
Se extingue, fuego, sol,
de una manera feroz.
Maldita la tierra que necesita héroes
La gente quiere héroes
en camiseta
cargando cubos de agua
respirando
sin respiración.
Señuelos.
Pájaros de cetrería.
De carroña.
La gente quiere mirarse
en el charco del héroe.
De la inmolación.
La gente quiere una causa.
No quiere nada.
Quiere comer.
La fraternidad al fin no es una idea revolucionaria
Es una cosa que uno aprende
por la vida adelante,
donde tiene que tolerarlo todo
y llega a encontrar gracioso
lo que tiene que tolerar
y casi acaba llorando de ternura
sobre lo que toleró.
Tiananmen y los tanques
de Praga.
Nadie es el héroe.
El héroe es una monstruosidad
que arrastra por todos
su cabeza deforme.
Pessoa
Muchas veces quise ir a Lisboa
para encontrarme con Pessoa.
Pero cómo encontrarme con Pessoa,
el más desconocido,
en un lugar que no fuera
una plaza, una estatua,
o una fuente de soda con palomas?
Siempre en la foto,
aparece un hombre pequeñito, de lentes,
cruzando rápido una calle, sin querer hacerse notar.
En la curva del camino,
siempre otro,
hay un fingidor.
Alguien come chocolatines, sin filosofía,
y tira el envoltorio a la calle.
Y la calle está llena de pessoas
que más bien parecen heterónimos.
Solo el mar relincha allí
como un poeta o un hombre.
La rosa blanca
Busco a mi Padre. Me he sentado junto a él que ha perdido la cabeza y a veces no recuerda que soy su hijo. Se lo digo, se lo repito, cuando lo llevo al baño y lo limpio, cuando lo lavo y me pregunta qué cosa es un calzoncillo, cómo se pone, cuando le doy el beso de buenas noches y me golpea y me tira un manotazo, y me dice que lo quiero envenenar con las pastillas que conseguí a sobreprecio y que él escupe.
Estoy sentado solo, engendrándome. Como se engendra la tierra a sí misma.
Como se engendran los animales mitológicos. Bestialmente. Sin nostalgia del cielo.
Esa carne entre mi madre y yo: mi padre. No me reconozco, no nos parecemos, aunque algo en común debemos de tener. El nombre. Me llamo como mi padre. Pero el acento español me suena raro. Esa jota despótica. Y un aire de Galicia y Santander que desconozco.
Tiro de ese cuerpo. Lo arrastro. Lo siento junto a la enfermera.
—Es mi Padre, le digo, le falta el aire.
—A toda la isla le falta el aire —Y sigue de largo.
Me quedo junto al cuerpo de Ese, que, como si fuera toda la isla, se hincha como una ballena, intentando respirar. Los pulmones de mi Padre: tienen una mancha. Los pulmones de todos tienen manchas, como si los disparos a quemarropa, en las piernas, en la cara, se reflejaran en los pulmones.
La ballena se infla: un trapo, la vela de una embarcación menor.
Los Doctores dicen que le puncionarán el estómago, que le sacarán el líquido, el agua que rodea la isla. Le meten levines, cuchillas, lo faenan.
No sé quién es, no distingo, pero grito igual Es mi Padre, no lo dejen morir, a ese cuerpo, ahora morado, violáceo, cetáceo. Ya no me siento a mí mismo, no siento el dolor del grillete. Solo veo gente que corre, solo veo al animal inmenso, que se levanta y se sacude y boquea, y finalmente se desploma. Y los doctores corren y las enfermeras y le aplican corriente al cuerpo de mi Padre y le hacen un masaje cardíaco, pero ya no se levanta más. El cuerpo yace como una estrella apagada.
Entonces llegan los otros hijos de mi Padre: mi hermano, ciego, tanteando las paredes, Su Hija, que se pone a llorar a gritos. Y yo le digo que un poco más de recato, que aquí muere gente a cada minuto y todo el mundo recoge su cadáver.
Recogeré las cenizas de mi Padre, o de quien sean, de un negro, un chino, un mahometano, cuando me las entreguen como si fueran las de mi Padre.
Caminaré sin mirar atrás, sin nostalgia del cielo, y las esparciré allí donde me pidió: donde antes había un rosal, y ahora, solo cardos secos.
Autor
Damaris Calderón Campos
/ La Habana, Cuba, 1967. Ha publicado numerosos libros de poesía, entre ellos, Las pulsaciones de la derrota, El tiempo del manzano, Mi memoria es un perro obstinado, La sombra del pájaro e Y qué? Entre otros reconocimientos, obtuvo en 2014 el Premio Altazor, la beca John Simon Guggenheim en 2011 y, en 2019, el Premio a la Trayectoria por la Fundación Pablo Neruda. Reside en Chile desde 1995.