Segunda parte de dos. Puedes leer aquí la primera parte de este ensayo.
3.
Bajtín definió la novela como el género que puede engullir todos los géneros. La novela puede nutrirse de poemas, pero también de ensayos y de teatro y de cuanto la palabra pueda hacer. Ello se ve con toda claridad en el Quijote —para muchos la primera novela moderna—. La incorporación de versos en un entramado prosístico no es, sin embargo, invención de Cervantes: para confirmarlo, basta acudir a algunos de los modelos que siguió para la conformación de su obra maestra. Porque, lejos de lo que se piensa, el Quijote no solo dialoga con los libros de caballerías, a los cuales parodia; tras bambalinas descubrimos la picaresca, la novela pastoril, la ficción sentimental, la novela bizantina, la tradición celestinesca, las novellas italianas renacentistas, el romancero, Garcilaso, Petrarca, Ovidio y un largo etcétera. En cuanto a la unión de prosa y verso, son paradigmáticas la ficción sentimental y, sobre todo, la novela pastoril. Fue esta un invento renacentista italiano: la primera del género es la Arcadia, de Sannazaro, derivación de la poesía bucólica, donde la prosa se encargará de narrar las acciones y describir actantes y lugares, mientras que la poesía les da voz a los personajes pastores, quienes solo se expresan cantando. En la evolución del género, esa paridad se rompería y la prosa iría ganando terreno. En la Diana, de Montemayor, la primera novela pastoril en suelo español, vemos que los personajes ya se expresan también en prosa —aunque todavía cantan muchísimo—. Un peligro corría la novela pastoril —peligro, al menos, según nuestra visión moderna de la ficción—: volverse más un cancionero con una historia leve de fondo que una narración donde los actantes tuvieran una voz clara y distintiva. A menudo ocurría que había solo una voz poética discernible: la del autor de toda la obra, por más que en el mundo ficticio se quisiera pretender otra cosa. Es, en ese sentido, un equivalente a los frescos que adornan ciertas iglesias medievales: hay muchos personajes, pero el pintor ha sabido dibujar un único fenotipo, que se repite en cada rostro.
Cervantes ingresó a la novelística por la puerta pastoril: su Galatea, de 1585, pertenece justamente a ese género. No obstante, desde entonces comienza su lucha por tomar esos modelos heredados y subvertirlos. Ello se ve, por ejemplo, a nivel de la trama, en el asesinato que ocurre en esa opera prima —algo impensable en los cánones neoplatónicos pastoriles—, pero también a nivel estructural, en el uso que allí hace de la poesía. Más adelante, el diálogo con la novela pastoril será fundamental asimismo en el Quijote: uno de los episodios más espectaculares de la primera parte, por ejemplo, el que va del capítulo XI al XIV, donde se narra la historia de la inigualable Marcela, está inspirado claramente en el género fundado por Sannazaro. Las diferencias son tantas, sin embargo, que es imposible no sentirlo como un “estremecimiento nuevo”. Vemos allí el fruto de profundas reflexiones sobre temas que empezaban a ser cruciales y que definirían la literatura del porvenir, como la verosimilitud: los pastores de Sannazaro y Montemayor eran entelequias etéreas que poco tenían que ver con los pastores verdaderos, cosa con la que Cervantes está evidentemente en contra. Si el Quijote es la primera novela moderna lo es porque, heredera del Lazarillo, le arranca el micrófono a la nobleza y el clero para hablar, desde su escaño burgués, de una realidad más vasta. Es la toma simbólica de la realidad —que pasa por una representación global de los diversos registros del habla— lo que nos sigue atrapando, cuatrocientos años después. Los pastores que en el capítulo XI reciben a don Quijote y a Sancho hablan como pastores: con una gracia formidable, pero con evidentes discrepancias con la norma culta de la lengua. Están cansados luego de trabajar todo el día. No entienden el habla pomposa del hidalgo. Se accidentan por la rudeza de sus labores. No saben tocar instrumentos ni cantar —con una excepción: el zagal Antonio, sobrino de un cura—. Gozan con canciones medio picantes, casi “vulgares” por momentos. Contrastarán con Marcela y con Grisóstomo —ella burguesa y muy rica; él noble y menos rico (pero rico al fin y al cabo)—, los pastores fingidos cuya historia es central en el episodio.
Marcela decide volverse pastora, en un gesto muy similar a la locura de don Quijote, por influencia literaria: harta de que la quieran casar a sus quince años, y dado que el matrimonio no le atrae en lo más mínimo, huye del encierro en que la tiene su tío —es huérfana y heredera de la fortuna de sus padres— para vivir entre los árboles. La suya es la renuncia total al mundo de los hombres. Estos, sin embargo, al verla aparecer en público, enloquecidos por su inmensa belleza, no la dejan en paz. Allí entra Grisóstomo en escena: el bachiller deja sus hábitos de estudiante y se viste también él de pastor para seguir a Marcela por los campos; junto con él, muchos otros mancebos —su amigo Ambrosio, en primer lugar— se disfrazan y emprenden esa performance del todo descabellada. Sus modelos pastoriles son, de nueva cuenta, los que habitan los libros. Por eso componen y cantan endecha tras endecha entre los árboles; por eso escriben en sus cortezas el nombre de su amada en común, a quien todos requiebran y desean, y de quien todos esperan verse correspondidos. El arrebato literario de Marcela ha poblado las serranías de pastores que parecen salidos de las páginas de Sanazzaro o Montemayor, y que poco tienen que ver con Pedro y sus compañeros, los pastores de carne y hueso con los que don Quijote y Sancho han compartido la cena en el capítulo XI, los cuales no viven en un mundo libresco e ideal, sino que sufren las penurias de esa vida estrecha y demandante.
A Marcela le importa poco que todos afirmen haber enloquecido de amor por ella: es dulce y amable con todos, como es su naturaleza, pero no quiere a nadie como esposo. Ella quiere ser libre; no orbitar, ahora en calidad de esposa, otro planeta masculino. En un mundo regido por hombres, que la mujer diga “no” lo trastoca todo. ¿Cómo es posible que Marcela no quiera casarse con Grisóstomo si el muchacho es un partidazo? Es guapo, inteligente, educado, sensible, gran poeta, de buena familia, rico. Lo tiene todo. Que Marcela lo rechace va en contra de cualquier razón, y corroe por completo el entramado social que sustenta la vida del estudiante y su comunidad. Tal es el febril enamoramiento de Grisóstomo, su desconcierto, que él, como los otros rechazados de Marcela, ha llegado al término “de desesperarse”, de no querer vivir más. Vale la pena apuntar que el episodio empieza cuando un pastor llega a anunciar que Grisóstomo ha muerto de amor por la muchacha, con el fin de invitar a todos sus compañeros a asistir al entierro. Aunque la expresión “morir de amor” nos suena hoy a puro melodrama expresivo, en la tradición literaria que precedió a Cervantes era una muerte perfectamente posible. No obstante, el alcalahíno estaba en constante pelea con esos modelos literarios: su imitatio no es mecánica sino siempre crítica. De hecho, la muerte de Grisóstomo, casi desde su primer anuncio, comienza a corroer, y de una forma terrible, los modelos platónicos de las vidas pastorales literarias: se nos dice primero que murió de amores, muerte legítima para un pastor enamorado en la tradición bucólica; pero luego la ambigüedad de un simple verbo comienza a sembrar la duda. Me refiero al verbo “desesperarse”, el cual tenía en la época dos acepciones: la que hoy conserva y como eufemismo del suicidio. “Llegar a términos de desesperarse” es una manera de decir que se ha llegado al grado máximo de desesperación, a un paso de quitarse la vida. Pero era moneda de uso emplear la expresión en registro metafórico —es decir, como mera figura retórica—. Por eso hablo de ambigüedad. En el caso de Grisóstomo, aunque la palabra comienza a meter un ruido macabro, no es hasta su entierro cuando, de esos dos posibles significados, nos vemos obligados a elegir el más tremendo: mientras se abre la tumba, uno de los asistentes salvará del fuego alguno de sus muchos papeles —el mozo, como Virgilio o Kafka, había pedido que a su muerte se quemaran sus escritos— y leerá un extenso poema donde el pastor estudiante, además de reclamarle a Marcela por todas sus desdichas, da cuenta de haber tomado la decisión de suicidarse. Nos cuenta hasta el método: se colgará de un duro lazo y ofrecerá al viento su vida. Esto es importantísimo: el poema viene a remendar un hueco inmenso que había quedado en la anécdota. Si no supiéramos del suicidio de Gristóstomo, el episodio no sería el mismo, y sin el poema no nos enteraríamos del suicidio. Los poemas del Quijote no son mero ornamento verbal. Son discursos novelescos también porque completan la diégesis.
El suicidio, además de un terrible pecado, era un tabú como pocos. Cervantes tuvo que ser muy cuidadoso para tratar el asunto sin molestar a la opinión inquisitorial. Acaso por eso el de Grisótomo solo aparezca mencionado en su “Canción desesperada”, salvada del fuego.1 Ni antes ni después se hablará abiertamente de suicidio, y nadie, ni sus amigos, confirma esa verdad de la que ya no dudamos después de la lectura del poema. Ellos, sus amigos, se empeñarán hasta el último momento en conservar la fama de Grisóstomo intacta: por ello insisten en afirmar que murió de amores. Pero Antonio, el más cercano al suicida, y sus cofrades hacen algo más: vierten su dolor, convertido en rabia, contra Marcela, pues para ellos la pastora es la homicida de su amigo. Su arma fue la crueldad.
El largo discurso de Marcela que responde a los insultos de Ambrosio, injustos a todas luces, es una de las piezas retóricas más hermosas que se han escrito. Lo he dicho antes: la renuncia absoluta que Marcela emprende del mundo de los hombres, apuntalada y problematizada por su discurso, le dan una estatura de sujeto mayor a la de cualquier otro personaje del Quijote hasta ese punto de la novela —más allá de Sancho y don Quijote, por supuesto—, y la convierten en una de las heroínas más radicales de la literatura de su época. Marcela toma para sí lo que se pretendía solo privilegio de los hombres: la soledad y el raciocinio. Lo hace porque puede: tres buenos siglos antes de que Virginia Woolf teorizara sobre lo indispensable de la independencia económica para que una mujer se dedicase a lo que se le diera la gana, ya Marcela descubre esa libertad que da el dinero y la ejerce. En un mundo determinado por los designios de la auctoritas religiosa y filosófica, Marcela se atreve a usar su “natural entendimiento” para trastocar todos y cada uno de los designios sociales que quieren imponerle. De los hombres no espera mucho: les devuelve su responsabilidad por haberse enamorado de ella tan solo por ser hermosa (les dice, pues, que se hagan cargo ellos de sus emociones); esquiva con toda elegancia los absurdos epítetos con que la nombran; y echa por tierra todas sus vanas exigencias y demandas.
Pero el impresionante discurso de Marcela logra tan tremendo impacto no solo por su construcción como pieza retórica independiente. Si revisamos las páginas que anteceden a su aparición, veremos que la visión que tenemos de la muchacha es la de esa cofradía masculina, que la juzga por no ceder a sus designios. Esa visión tendrá su punto más alto en el poema de Grisóstomo que ya he mencionado, uno de los mejor logrados de cuantos pueblan el Quijote. Es excesivo y chocante, tremebundo y tosco, lúgubre y misógino. Pero esos adjetivos no van en contra de su ejecución como pieza artística, y menos como discurso novelesco, interpendiente de su contexto de aparición. No hay que perder de vista algo fundamental: lo ha escrito un suicida momentos antes de quitarse la vida. ¿Vamos a pedirle serenidad, distancia crítica, ecuanimidad o mesura verbal? El poema es desgarrador como tenía que serlo. Es injusto con Marcela, porque es la crisis del pensamiento masculino contra el que ella se rebela. Heredero de Salicio y Nemoroso, Grisóstomo abandona toda melodía platónica para hacer un ruido desbocado, como sus emociones. Si don Quijote es el reverso patético de la virilidad caballeresca, el pastor estudiante no lo es menos de la poesía de desamor. En el poema queda un indicio, sin embargo, de la notable calidad del poeta que la compuso: la invención de una estrofa, peculiar y de difícil ejecución, con dieciséis versos endecasílabos, siete rimas consonantes típicas, una mezza rima (es decir, que el final de un verso rima con la primera mitad del verso siguiente), y una pausa obligada en el sexto verso, que divide la estrofa asimétricamente.2 Para muestra, unos botones:
el temeroso aullido, el silbo horrendo
de escamosa serpiente, el espantable
baladro de algún monstruo, el agorero
graznar de la corneja, y el estruendo
del viento contrastado en mar instable;
del ya vencido toro el implacable
bramido, y de la viuda tortolilla
el sentible arrullar; el triste canto
del envidiado búho, con el llanto
de toda la infernal negra cuadrilla,
salgan con la doliente ánima fuera,
mezclados en un son, de tal manera,
que se confundan los sentidos todos,
pues la pena crüel que en mí se halla
para cantalla pide nuevos modos.
Para cantarla pide nuevos modos: eso nos dio Cervantes. Nuevos modos de entender la literatura, en prosa y en verso. Acaso una de las mayores aportaciones de la poesía en la historia de la literatura fue la de acompañar a este manco genial en toda su trayectoria creativa, e impulsarlo a reflexiones que cristalizaron en la mayor novela que jamás se ha escrito. Allí, tanto trabajo. Allí, tanto desvelo.
1 Sí: es homónima del poema nerudiano de juventud. Desconozco si el poeta chileno tomó del Quijote el título. Sé que, en el caso de Cervantes, proviene de un modelo italiano, la “canzone disperata”, un género exuberante de exceso petrarquista.
2 Esa es otra de las grandes aportaciones del Cervantes poeta: su inventiva capacidad estrófica. Su mayor logro en ese sentido fue el ovillejo, cultivado memorablemente por Sor Juana entre muchos otros, y cuya primera aparición en la historia está justo en el Quijote, en voz de otro personaje poeta: Cardenio.
Autores
Emiliano Álvarez
Ciudad de México, 1987. Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del FONCA. Ganador del Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 2017 con el libro Sólo esto. Ese mismo año publicó Nômen (Ediciones Sin Nombre). Desde 2011 es subdirector de La Dïéresis (editorial artesanal), donde también ha publicado algunos libros de autor y libros de artista. Actualmente trabaja en dos libros de poesía, uno de los cuales, Salir el cuerpo, está próximo a editarse bajo el sello de la UAQ.
Sandra Beasley
/ Virginia, Estados Unidos, 1980. Poeta. Autora de los libros de poesía Count the Waves (2015), I Was the Jukebox (2010, Premio Barnard Women Poets) y Theories of Falling (2008, Premio New Issues Poetry). También publicó las memorias, Don't Kill the Birthday Girl: Tales from an Allergic Life (2011). En 2015, recibió una beca del National Endowment for the Arts. Beasley enseña en el programa de Maestría en Bellas Artes en la Universidad de Tampa.