En una época marcada por un mandato de austeridad —sin duda material, pero también retórica—, los poemas de Alberto Carpio (Sevilla, España, 1983) se destacan por su inusual fruición. Rumiativa y de tránsito difícil, la poesía de Carpio hace del paladeo su tema y su sistema. Los comensales (Pre-Textos, 2013) debe su título a un concepto de la ciencia biológica, utilizado para designar a aquellos organismos que se benefician de los desechos producidos por otros seres vivos, que les sirven de huéspedes y les brindan alimento. El préstamo del término científico es evidentemente metafórico, y refiere de forma distanciada —aunque sin ningún viso de cinismo— a las asimetrías que constituyen toda relación entre humanos: una hospitalidad a veces nutricia y otras, ominosa. Además de dejar el tono fúnebre por una entonación vitalista, Los privilegios reales (Pre-Textos, 2017) abandona el pulso rítmico más tradicional de su predecesor y también la marcada preferencia por la claridad expresiva, o al menos la comunicabilidad como requisito irrenunciable —y, con ella, la idea de que el poema debiera constituir una entidad autónoma y cerrada en sí misma—. Aunque a primera vista estos procedimientos que provienen de una tradición más experimental aporten fluidez, los poemas insisten, desde la forma y el contenido, en la masticación y digestión, e incorporan fragmentos coloniales en español antiguo, que parecen quedar a la manera de un resto indigerible incrustado en los márgenes.
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¿Cómo empezaste a leer poesía? ¿Fue un descubrimiento o un gusto adquirido? ¿Y cómo empezaste a escribirla?
Quizás empecé a escribirla casi antes de leer, al menos de leer poesía con atención. Escribía poemas de amor imitando los poemas que me iban llegando por la escuela. Luego, a los catorce, tuve la suerte de que una compañera de trabajo de mi padre, profesora de literatura, me empezó a pasar libros de poesía cuando se enteró de que escribía, con la premisa de que lo que leyera estuviera en español hasta que hiciera oído. Para mí la poesía es algo que suena, el sonido no tiene por qué concordar con la métrica clásica, ni debe sonar lindo si se pretende hacer un poema que no lo sea, pero es inexcusable para mí atender a cómo suena, leerlo en voz alta, escucharlo. Pienso en San Juan, Góngora, Lorca, Claudio Rodríguez, en poetas muy diferentes entre sí, que me parecen poetas modelo por amor y aprendizaje, y creo que, entre otras virtudes, los une una sonoridad distintiva de cada uno.
Tu primer libro, Los comensales, si bien se distanciaba de la poesía de la experiencia —bastante hegemónica en tu país y muy exportada a América Latina—, todavía compartía con ella tres de sus procedimientos básicos: un pulso principal endecasilábico, generalmente salpicado de otros metros imparisílabos; una marcada preferencia por la claridad de la expresión o, al menos, la comunicabilidad; y la idea de los poemas como unidades autónomas y cerradas en sí mismas, amén de las relaciones que puedan establecerse entre uno y otro. Tu último trabajo publicado, Los privilegios reales, rompe espectacularmente con esa tradición. ¿Cómo lo explicarías?
No sé si podría explicarlo; se me ocurren algunas ideas asociadas a sensaciones que tuve tras la publicación de Los comensales. Creo que aciertas al ver una continuidad, a pesar de que hacía ya mucho que en mi país, y en mi caso, la llamada poesía de la experiencia se consideraba fuera de juego (quizá precisamente porque no recogía ni producía ninguna experiencia, menos aún una lingüística) y dominaban la escena poetas mucho más interesantes como Abraham Gragera, que también sigue en la tradición a su manera. Deteniéndome en lo que comentas del uso del ritmo endecasilábico, creo que depende de un desarrollo personal, Claudio Rodríguez o Góngora, por seguir esos ejemplos, no repiten o son usados por un ritmo. Por eso creo que no es asociable el endecasílabo y la poesía de la experiencia: hay una tradición que va desde mucho antes y que continúa después, que sí creó con endecasílabos, no sólo los usó. Aun así, en Los privilegios reales me distancié un poco de la métrica más fijada porque necesitaba poner mi oído acorde a un proceso de experimentación que, espero, parta de la sintaxis. Y desde ahí podría acercarme a los otros dos rasgos, sin criticar que se pueda hacer poesía clara. Lo que hoy no me convence es que solo se deba hacer poesía clara. Exigir claridad puede tener distintas implicaciones, como tomar por incapaz a quien lee, desconfiar de sus posibilidades. A veces parece que se parte de enfoques de lectura que sólo creen en lo semántico, que no oyen los poemas o prestan atención a otras opciones. Creo que se puede disfrutar inmensamente el Romancero gitano o Poeta en Nueva York sin comprenderlos en un sentido tradicional de comunicación.
El giro fue también consecuencia de una fuerte convicción política, relacionada con la idea de participación, con la sensación de falsedad de la representación a muchos niveles. Llegué a sentir como peligrosamente engañoso —en primer lugar, para mí mismo— el menospreciar las cualidades del otro, apostar por una idea de lo comunicable en la que la comunicación se reduce a lo parafraseable. Como si quien lee no pudiera aproximarse al poema sin entender por completo (pensemos en lo que esto significaría en libros como Trilce). En esta línea, lo que me hizo apostar por otras vías fue la convicción de estar usando una fraseología ya gastada, un lenguaje “común”. Sentí que estaba siendo escrito, en lugar de escribiendo, y que para hablar de lo común no podía dejarme usar por un lenguaje que transporta tantas cargas no escogidas. Tratando de lidiar con esa situación, empecé un libro que no funciona con poemas independientes, aunque pueden leerse por separado, porque —supongo— era un proceso abierto, una asimilación constante. Además hay otros muchos motivos: derivas inesperadas, como la aproximación a la escritura del siglo XVI y colonial, o factores personales como haber dado clases en secundaria, salir de mi país y entrar en contacto con muchos poetas latinoamericanos de distintos lugares, con sus tradiciones y sus lenguas.
La muerte es una presencia constante en Los comensales. Los privilegios reales es un libro mucho más vitalista. Pienso, por ejemplo, en la importancia que tiene la comida. Es verdad que en tu trabajo anterior ya aparecía desde el título, pero su presencia era más borrosa y propiamente léxica, a partir del préstamo de un término de las ciencias biológicas. En Los privilegios reales, por el contrario, el lugar central que ocupa la comida —y el sexo y hasta la defecación, me atrevería a agregar— apuntan a una erótica que, finalmente, es una erótica de la lengua, construida a partir de lo que las palabras hacen las unas con las otras y no necesariamente, como insinuabas antes, con lo que se espera que comuniquen.
Creo que tras terminar el libro lo único que me quedaba claro es que no quería escribir más sobre la muerte. No fui consciente durante la escritura del libro de cuánto estaba presente la muerte, pero sí que los últimos poemas que escribí fueron sobre la muerte de dos mujeres, mi abuela y una profesora amiga que, en distinta forma, admiraba y quería. Luego sentí que había mucho placer en mi vida y que quería que apareciera en mi escritura. No es que vea la escritura como un reflejo de la biografía, pero sí que me parecía un falseamiento no dar entrada a otras emociones o cuestiones. Ya estaba bastante obsesionado con la comida, más allá de mi gusto personal, por sus implicaciones sociales y por cómo creo que pone de manifiesto nuestra relación con los otros, o la condiciona. Y cómo, incluso, es una de las pocas maneras en que entra, materialmente, lo ajeno en nuestro cuerpo. Después no llegaron tantos poemas en los que apareciera la comida de manera explícita, pero en casi todos hay algo de ese mundo: la cocina, la ingesta, la digestión, la lengua, el placer. Y desde luego esto se relaciona con lo que comentas de la forma de sentir la lengua, de que no se transparente, de buscar una forma de escribir que no persiga reflejar o dar cuenta de unas sensaciones, sino que ocurra en el lenguaje.
Hay algo del orden de la masticación en este libro, a pesar de que a primera vista —por la soltura que aportan los procedimientos que discutíamos antes— esa insistencia casi rumiante pueda quedar disimulada ante la fluidez de la lengua que construís. ¿Fue un efecto buscado? Y en relación con ello —digestiones e indigestiones—, ¿a qué se debe que incluyas textos coloniales, en español antiguo, que a veces —corregime si me equivoco— están fuertemente manipulados o son apócrifos?
Sí, es así, van de citas parciales intervenidas a recreaciones personales. Creo que me atrae mucho la indigestión como metáfora política. Una idea de que lo que vivimos, vemos y leemos no sea consumido, deglutido y olvidado, sino que deje huella y nos impacte, que no podamos pasar adelante sin más. En el caso de los escritos en español antiguo hay una fluidez que trabajé para que los textos funcionasen como poemas, para que sonaran. Pero también hay un placer de sentir las posibilidades inmensas de esa lengua, de una de nuestras muchas lenguas aún sin coagular, y una violencia que recoge una experiencia de destrucción, que también encuentro en la alimentación. Y de alguna manera, esa violencia que sentimos en la vida cotidiana quiero que se traslade o irradie en los otros poemas o textos del libro.
Quiero que se sienta una extrañeza ante la propia lengua porque no es natural, porque cada uso y elección implica sensaciones, actitudes. De ahí que encontrarme con esos textos, sobre todo los coloniales (que además remiten a una historia de opresión que aún permanece —recodificada pero muy activa, sobre todo en mi país—) fuera clave, precisamente también por el contraste con nuestra concepción cerrada de la lengua, en virtud de unas actitudes conservadoras que encierran una violencia por pensar, por reorientar. Si bien la idea no era crear un diálogo o un libro temático, histórico o político, sí quería que ese cruce tensionara a varios niveles algunas de las recurrencias de los otros poemas. Por eso, si me preguntas por la fluidez, no estoy seguro de si no preferiría que se produjera el efecto contrario: de choque, de freno, de conflicto, de enfrentamiento.
Huésped
Llegas,
llego a sentirte como un cardenal,
no una herida en la piel o un golpe externo,
un cardenal sin límites precisos,
a cada muerte vuelves,
te heredé demasiado de golpe
como para saber de qué exilio
me hacía dueño,
no sé qué herencia trato de imponerme,
sé que te invento o te diluyo cuando
se me acercan los muertos que no duelo,
no si crecen o marcan mis humores,
me preocupa perderlos o mentírmelos,
confundir a mi abuela y a Isabel
como si todo muerto fuera parte
de un solo muerto inmenso.
mantiene se y vive en nuestro cuerpo con manjares y viandas corporales. Las quales es menester que perezcan, y se consuman para que el cuerpo se sustente, y que mueran y pierdan la vida, las aves del cielo, y los animales de la tierra, y los peces que andan en las aguas porque el cuerpo del hombre no muera. Vive nuestro cuerpo muriendo muchos animales, de suerte que otros han de perder la vida.
avía oro, avía oro
dizque avía oro muy más, avía ruibarbo y serenas
no tan bellas como dicen
que tienen cara como de hombre
y los árboles de allí diz que eran tan viciosos
que las hojas dejaban de ser verdes
y eran prietas de verdura
que para hacer la relación
de las cosas que vían no bastaran
mill lenguas a referillo
ni su mano para lo escribir
que le parecía que estaba encantado
dando nombre de nombres recibidos
Primer presagio funesto: una como espiga de fuego, una como llama de fuego, una como aurora: se mostraba como si estuviera goteando, como si estuviera punzando en el cielo, de la panza abierta, de la rasgada panza saliendo yema roja: una como densa agua de venas
Vienen los ciervos que traen en sus lomos a los hombres. Con sus cotas de algodón, con sus escudos de cuero, con sus lanzas de hierro. Sus espadas, penden del cuello de sus ciervos.
Estos tienen cascabeles, están encascabelados, vienen trayendo cascabeles. Hacen estrépito los cascabeles, repercuten los cascabeles.
Esos caballos, esos ciervos, bufan, braman. Sudan a mares: como agua de ellos destila el sudor. Y la espuma de sus hocicos cae al suelo goteando: es como agua enjabonada con amole: gotas gordas se derraman.
Cuando corren hacen estruendo; hacen estrépito, se siente el ruido, como si en el suelo cayeran piedras. Luego la tierra se agujera, luego la tierra se llena de hoyos en donde los ciervos pusieron su pata. Por sí sola se desgarra donde pusieron la mano o pata.
aplomándose flor en la semilla
o la semilla cadáver seco, osario concentrado
huesos que podrían dar un cuerpo nuevo
a guisa de ciervo que al menor crujido
tu mirada a poco que abres el párpado
justo antes de entrar
sin coordenadas ni amenazas
no hay de qué
alejarse o llegar, tu párpado
medio dormido
las pestañas apenas tiemblan
tu cabeza se acomoda
a guisa de hierba sobre la hierba
cortada
por más que sea sólo será fue
que ya es ahora que escribo y tu cabeza
no sé dónde estará, besarte
fue sencillo, es más sencillo aún
desaparecer
y permanecer
dulces pero no unidos, no devorar
separarse, lo complicado fue no darnos
una imagen a medias
en aplomo
de los relatos
que escuchamos y decían
que debíamos darnos imagen
como un relato compartido, único
sencillo, sin compartimentos
ni líneas secundarias, con una línea lógica
antes solos, ahora
una línea ordenada de semilla a flor
nada de frutas, nada en paralelo, un árbol de la flor
a la semilla, el diminuto cadáver
seco de la osamenta
concentrada al hijo
el apio, el hueso del puchero
dando sabor al caldo
los ojos de la vaca
pastan, miran
el primer brote de apio, tu sonrisa al despertar
extrañada de volver a estar ahí
desde el olvido deseado
resistimos
el necesario olvido, la línea
que exige la promesa, la conducta
conmigo y luego nada y más allá
como sin antes
querernos
en guisa de mimos
darnos de horas
el tiempo que no pasamos ni pasaremos
como si se hubiera estado condensando
en un delta o en una salsa
tiempo antes del tiempo, tiempo después
que no hay
como no ha ni habrá imagen
hijo, hija, elegía o lamento
a guisa
de ciervo en paz afluentes compartidos
se condensan en una alegría sin destrucción que me alimenta
Autor
Ezequiel Zaidenwerg
/ Buenos Aires, Argentina, 1981. Autor de los libros de poemas Doxa (2007); La lírica está muerta (2011, 2017); Sinsentidos comunes, ilustrado por Raquel Cané (2015); Bichos: Sonetos y comentarios, en colaboración con Mirta Rosenberg e ilustrado por Valentina Rebasa y Miguel Balaguer (2017); 50 estados: 13 poetas contemporáneos de Estados Unidos (2018 y 2020), y El camino. Versiones del Tao Te Ching (2024). Ha traducido a Mark Strand, Ben Lerner, Anne Carson, Weldon Kees, Robin Myers, Joseph Brodsky, Mary Ruefle, Denise Levertov y Kay Ryan, entre otros autores. Compiló y prologó la muestra de poesía argentina Penúltimos (2014). Desde 2005 administra el sitio www.zaidenwerg.com, dedicado a la traducción de poesía.