Denise León, Nostalgias del Imbat. Poesía reunida, San Miguel de Tucumán, Argentina, Edunt, 2023, 441 pp.

“La lentitud es belleza”, escribe la poeta Blanca Varela. La insistencia de este verso me acompaña mientras leo Nostalgias del Imbat, la cuidada edición de la poesía reunida de Denise León (Tucumán, Argentina, 1974) publicada recientemente por la editorial de la Universidad Nacional de Tucumán. Precedida de un riguroso prólogo a cargo de Adriana Kanzepolsky, que enuncia los temas centrales de la obra de la poeta argentina, este volumen incluye los siete libros publicados por la autora entre 2008 y 2019, cada uno acompañado por breves y delicados prólogos escritos por poetas y críticos especialmente para esta obra reunida, además de un libro inédito, una sección de “Materiales dispersos” que contiene poemas no reunidos en libro, un fragmento de escritura en progreso con borradores en los que se pueden leer distintas versiones de un único poema y, finalmente, el apartado “Caligrafías” donde se leen distintas versiones en solitreo de un poema que pertenece al libro inédito.
En la poesía de León ni las palabras ni sus sentidos se precipitan. La lentitud oficia como una clave de lectura al tiempo que forma parte de esa tradición, más allá de la familia, en la que la poeta rescata sobre todo a las mujeres. “Mujeres que dejan pasar los días/ lentamente”, escribe en el inédito De muerte ke no manke; mujeres que cargan cosas al ritmo moroso y melancólico de los días en los que transcurren las tareas cotidianas. Si hay densidad en las imágenes que componen el universo poético de León, no se traduce en agobio: las imágenes alumbran el paisaje que atesoran para que brille lo esencial.
“La muerte es rápida con los muertos pero con los vivos es lenta”, dice Luisa, una de las tres mujeres que toman la palabra en El saco de Douglas (2011). Para no olvidarlas ni olvidar la travesía que las trajo hasta América escapando del ejército turco, quien escribe entrama las distintas hablas de hombres y mujeres que fueron expulsados de su tierra para salvarlos de un nuevo exilio. Así, la herida se convierte en ocasión de memoria.
“Estamos vivos y muertos”, escribe la poeta, “buscando entre las horas/ bajo el dardo podrido/ de la lluvia/ y la luz/ que roe la memoria” (El tigre y otros poemas, 2011). Entonces la poesía es búsqueda de un tiempo en el tiempo percibido siempre hacia atrás, donde la vida y la muerte se entrecruzan. Sólo así se puede construir y cuidar una memoria común. Para forjar la memoria es necesario cambiar de estado, transmutarse en “un animal perseguido/ que se percibe otro/ en su sombra/ y salta el cerco/ —no por saltar/ sino para estar del otro lado” (El trayecto de la herida, 2011). A la vez, “el tiempo sólo existe hacia atrás”, escribe la autora en un fragmento de El diario de Alicia (2008).
Desde su primer libro León inaugura una poética de la transmisión en la que la memoria es causa y a la vez enigma: cómo es que se puede cumplir con los muertos. La memoria se cifra como apuesta para que el hilo que condujo a quienes huyeron obligadamente de una patria para refugiarse en otra, no deje de tensarse. Pero la apuesta también está en la lengua. La poesía de la tucumana transcurre en más de una lengua: el ladino que la poeta escuchaba en su infancia testimonia ese origen que a cada rato vuelve, y es efecto de una tradición que cobra una fuerza renovada en su escritura. “Tengo que llevar/ —hasta combarme—/ la hojarasca, la herencia./ Inevitable,/ lame mi corazón/ como un verso/ que vive sin mí/ y se aleja” (Poemas de Estambul, 2008). No es posible evadir la tradición, la sangre, sin desaparecer, aunque se vacile y se tarde en aceptarla.
El judeoespañol es la lengua materna. Porque todo empieza con la madre, y a partir de ahí en el mapa que configuran sus antecesores. La madre silenciosa, “la palabra que quita el miedo” y también la que lo cita como en un sueño, pero también aquella que dice lo que se debe hacer: “Las mujeres deben cubrirse el pelo cuando los hombres piadosos rezan” en un pasaje impensado de la madre a la hija, la donación en presente de un modo de recordar. Pronto la muerte de la madre será una isla “donde todo lo que llega se lo come el aire”. “Para qué cerramos las puertas. No hay nada que podamos dejar afuera”, escribe la poeta. Se trata del ejercicio anticipado de un duelo que siempre tendrá aspectos sin eliminación posible. “Me hice grande pero mi madre es más grande/ y siempre será así.”
El poema como antesala de lo inexorable se convierte así en lo inexorable mismo, tal como se lee en Sala de espera (2013), en el diario de la enfermedad de la madre dividido en secciones ordenadas bajo el nombre de las drogas que sostienen el tratamiento de la madre. Carboplatino-Paclitaxel. Doxorrubicina Liposomal… La poeta empuja las palabras para convertir la espera en un encuentro, el lenguaje en algo “que no fracase del todo”, para constatar finalmente que “ser hija y estar presa son lo mismo.” ¿Cómo salir de este encierro cuando la madre es el ritmo, una entonación que invade a la hija más allá de la muerte? Sin embargo, la muerte es un principio fecundo: “Donde ellos [los muertos] terminan/ comenzamos nosotros”, escribe la poeta.
En la pérdida hay una potencia que, para desplegarse, necesita del desierto que provoca la ausencia. Sólo allí, “cuando todos han partido”, quien escribe puede escuchar su propio grito y trabajar para que no se pierda “la terrible insistencia”. Tal como lo señala Kanzepolsky en el prólogo mencionado, los libros de León articulan la pérdida mientras tejen con ella un reparo en el que algo se conserva, una duración que se vuelve posible a condición de no olvidar lo perdido: la casa de la infancia, los muertos enlazados en una tradición que insiste en la lengua que viaja de un continente a otro, la espera, el silencio agazapado en las voces de los ausentes.
La infancia que se ha cerrado definitivamente, como un jardín al que no se puede volver, enseña. Así, en algunos de sus libros, como en Mesa de pájaros (2019), un “nosotros” más fuerte retoma la soledad y el miedo de los hermanos ante la ausencia. Los niños aprenden que la naturaleza puede ser cruel, que “Sólo hay/ quien escapa/ y quien persigue”, que los grandes animales devoran a los pequeños, pero éstos, aun en su precariedad, resisten… Sin embargo, en la naturaleza hay alguna verdad, “alguna cosa/ a mitad de camino/ entre los muertos/ y la felicidad”. Entre juegos y cacerías transcurre un pasado común, “de clan”, “de secta”; un tiempo espeso, oscuro y secreto que trastorna el presente tan “irreal” como frágil.
¿Adónde volver entonces cuando “todo/ puede ser perdido”? ¿Cómo volver a ser lo que se era cuando la velocidad de la muerte no se detiene? La poesía de León sabe capitalizar la herida, el dolor “que no puede ser mirado”, el vacío que se registra en la incertidumbre, y vuelve la lentitud que deja la pérdida una experiencia auténtica; la memoria, un gesto que se une a “la insistencia de escribir” acerca de lo ido.
También Dios es lento. Es a él a quien la que escribe insta a cumplir con sus promesas. Él mismo es un medio para formular las preguntas que los vivos se hacen: “¿No escucha Dios a los muertos?”, ¿no conoce sus leyes secretas, sus recetas? “Cumple tus promesas, Señor:/ No te despiertes de mí/ ni me prohíbas/ el dolor/ con tu razón traidora”, escribe en Templo de pescadores (2013). Dios es un interlocutor ante quien la poeta no se empequeñece sino que le opone su “desconfiado corazón”, le ofrece su melancolía con la serenidad de quien se encuentra lejos, donde la pérdida continúa trabajando. Invocación e imprecación construyen la distancia que permite nombrar el desamparo y la injusticia. Dios no alcanza, está enlazado dudosamente al silencio. “Dos cosas/ no podemos decir/ en la escuela:/ que somos judíos/ y que tenemos/ una hermana muerta”, se lee en De muerte ke no manke. El judaísmo como identidad y la muerte de la hermana se presentan en su condición lingüística de mitos. La prohibición de mencionarlas presenta aquello que es efecto insoslayable de la contingencia como natural y, por lo tanto, eterno.
Una vez más leemos: “Vamos a ver a los muertos./ Caracoleamos entre las tumbas/ como comensales ceremoniosos./ Hay que tocarlos/ uno por uno./ Dejarles su piedra./ Y es como si me saliera un árbol del pecho,/ ahora de cara al cielo/ y con los muertos adentro”. La suspensión con la que termina el poema da lugar a una hoja en blanco. Un poema en blanco roza ese luto que no impide que algo parecido a la alegría de lo vivido, aunque inestable, aparezca: “alguna vez fuimos/ una familia/ y en todas las familias/ suceden prodigios”. No todo es pérdida, parece decir —mientras rodea sus bordes con paciencia— la poesía de Denise, convertida en memoria.
Autor
Julieta Lopérgolo
/ Rosario, Argentina, 1973. Poeta y psicoanalista. Autora de los libros de poesía Para que exista esa isla (2018), Más lento que la noche (2019), Agua de pozo (2020) y Pero en el aire (2020, Premio de Poesía de la Convocatoria del Fondo Nacional de las Artes en 2019). Vive en Montevideo desde 2017, donde coordina un Taller Experimental de Escrituras Psicoanalíticas.