El año de los polacos
Tomé el prensil de una caja de música:
corchea maravillosa apenas renaciente.
Había nieve en duermevela.
Un sabio enano
me anunció que era hora para callar.
Polonia es blanca como el tallo de una cebolla seca.
Abrí el portón hacia el árbol sanguíneo.
Desencadené vivos eslabones.
Primera señal, un grafiti:
“Somos de Polonia”.
A mitad del sendero tiré la saburra sobre una pared,
emprendí un éxodo dentro.
Empezaron a surgir entre vapor o estima los polacos.
Maciej me enseñó a descender
con arnés altas montañas de cuarzo
en las que revientan criques con agua láctea:
el vértigo despertó demontres en mi ombligo,
solté el control sin soltar la cuerda umbilical
que me sujetaba al encino.
Luego,
Marianka me inició en la pericia de avanzar hacia atrás,
cangrejear para desandar
en la victoria que encierra todo huir.
Este año ha sido la calenda de la gens perdida,
la rodzina desconocida completándome.
Escucho conversaciones en polaco.
Palpo vocablos que comprendo.
Me voy llevando en dejarme,
hundiéndome en la sangre disipada.
Logro dar sosiego
al mohoso rencor de mis ancestros.
Aparecen como hongos amanitas.
Brotan por todas las esquinas de mi cuerpo los polacos,
intrusos primos escuchadores.
Mañana cierto polaco
me entregará música de Pomerania.
Yendo por Managua,
me encontraré con una joven polaca en el autobús,
voy a notar que porta respectivo violín,
igual al de mi madre muerta,
con un sarcófago plagado de pegatinas infantilmente tenebrosas.
De seguir así esta ondulación vibracional,
habrá una anciana polaca que me hablará
del Bosque de Tuchola, los árboles antiguos.
Me dirá:
“Vos sos tu propia puerta hacia nosotras”.
Los polacos son el rito,
la vida es solo una portezuela.
Y sí. Este es el año de mis tristes,
entrañables escuchadores polacos.
La arquera
—esquela funeraria—
Me arrié a mí mismo como rústico hipogrifo.
Desierto de los enterramientos.
Mi cadera circuló
por un laberinto tupido de nieblas:
¡Un Zatunzat!
Especulé algo sobre nuestro ya truncado viaje a Tuchola.
Pensé en el Valle de los Caídos.
Vislumbré un león lloroso, triste, monumental.
Me detuve frente a Yvonne.
Exangüe, hecha cenizas: ¿para qué?
Una piedra con jaspe falso estaba allí
cercada por otros nichos.
Vi.
Leí con voz grave:
Yvonne Leigh
(* 2002 – ꭥ 2020)
Solemne e idiota,
tocando mi mollera, susurré:
“Vine a despedirte de mí, Yvonne”.
El soplo de un aire hielo-huraño
discutió algo indecible contra mi piel.
Me poseyó ese espasmo propio
de nosotros, orates vagabundos,
cuando nos acomodamos entre raíces de ceibones.
Apenas conocí su voz.
En sus gestos me vi pasar.
Ella me bordea como brisa indefinida.
Niña cuerpecito-de-adobe-precipicio.
Sucumbida arquera de todas mis muertes.
Autor
Ezequiel D’León Masís
/ Masaya, Nicaragua, 1983. Poeta y artista multidisciplinar. Autor de los libros Trasgo (2000), La escritura vigilante (2005), El sinónimo antónimo (2002) y Ciudad sin álamos (2009), La esfera (2016) y Caligrafías del vacío (2017), entre otros.