Rodolfo Mata, Desescribir, Ediciones del Lirio / Postypographika, México–Buenos Aires, 2021, 183 pp.

Dicen que ser poeta es, de por sí, cosa rara y a veces hasta incómoda. Quizá por eso Platón expulsó de su República perfecta a poetas y artistas: porque no hay forma de mantenerlos alineados, desobedecen, transgreden y ponen en peligro las buenas costumbres.
Y qué mejor ejemplo que el de un poeta que escribe poesía con imágenes, donde las palabras adquieren significaciones inimaginables porque están atrapadas en el terreno de lo visual; una poesía que desobedece a la propia poética, en la que cada acto de escritura se permea dentro de un acto de desescritura. Al escribir una palabra, Rodolfo Mata (Ciudad de México, 1960), voluntariosamente, desescribe miles de ellas. Escribe con palabras y desescribe con imágenes. Pronuncia y no pronuncia. Y en el momento de la no-pronunciación, de lo desescrito, su poesía adquiere relevancia y se inflama de una potencia que supera a la escritura misma.
En ese proceso de construcción y destrucción de las cadenas de sintagmas, queda plasmada una especie de incertidumbre que habita siempre en el lenguaje. Porque algo hay de ambiguo en todo lo que decimos. Aquello que con seguridad creemos que hemos nombrado y que reconocemos por su nombre, no es más que una pura ilusión: la de creer que tenemos certezas cuando nos enfrentamos al lenguaje. Nombramos las cosas para apropiarnos del mundo, así como lo describió Mark Twain en su Diario de Adán y Eva, donde el ingenuo y joven Adán no entiende ese afán de Eva de nombrarlo todo y, apesadumbrado, reflexiona: “La actividad de esta criatura de poner nombres a todas las cosas avanza de manera temeraria, a pesar de lo que yo haga… Es el colmo de la arbitrariedad”, se queja Adán.
Y nada más arbitrario que la poesía porque no solo nombra las cosas, sostenida en la ilusión de la adecuación entre la palabra y aquello que se ve, sino que, además, recrea el mundo a partir de lo que no existe, de lo que no vemos a simple vista. Y es pura ilusión porque, en el terreno de la lengua, todo es imaginación. Y cada imaginación es un mundo, y cada mundo es un terreno, liso o pedregoso, pero siempre íntimo e individual.
La imaginación, he de confesar, es un territorio problemático para los filósofos; no sabemos bien cómo abordarla y mucho menos describirla. La imaginación, decía Benito Pérez Galdós, “es la loca de la casa”. Porque lo imaginario no se muestra como tal; no puede ser observado o aprehendido, puesto que es una creación única del sujeto. La conciencia imaginaria es espontaneidad total, es súbita y simbólica.
La imaginación creadora, decía Gaston Bachelard, “deviene en lenguaje para poder expresarse”. No obstante, entendamos que devenir es aquello que supone una continuidad pero que no acontece nunca. De ahí que la imaginación creadora suponga una llegada al lenguaje, pero que se quede en estado de suspensión entre dos voluntades del ser humano: la de expresarse y la de soñar.
Y es en ese terreno suspendido entre la arbitrariedad, la ilusión y la imaginación desde donde podemos abordar la poesía de Mata, en la que las palabras y las imágenes se cocinan dentro de un mismo caldo sazonado con lo simbólico, donde se van articulando relaciones y juegos mentales que nos pueden llevar desde la más pura subjetividad hasta el objeto mismo, siempre con un sutil toque de humor. Dice Mata:
El yo es de Baudelaire
El centro no es mío
La pérdida es de la gramática
El montaje es tuyo
El marco es blanco
La idea es de quien la trabaja.
Y en esa última sentencia, “la idea es de quien la trabaja”, es donde Mata da en el clavo de aquello que ya había declarado Sol LeWitt cuando dijo que “las ideas pueden ser obras de arte, pues se encadenan unas con otras y, en ocasiones, acaban por materializarse en forma de obra de arte, pero no todas las ideas requieren de ser objeto de tal materialización”. Así sucede también en la poesía, y particularmente en este poemario: las ideas trabajadas nos conducen a la reflexión en torno a la imagen, que va de la mano con el lenguaje, con la semiótica y, también, con la filosofía.

Parecería que la poética de Mata tiene como tarea desacomodar las cosas del mundo, donde la manera de abordar las palabras no coincide con las palabras mismas porque hay una imagen que las niega, las confronta o las distorsiona. Es la “Ilusión ilocutiva” en la que la intencionalidad del acto del habla se revienta ante la imagen velada del propio poeta, de ese “ser hablante” que nos reta con sarcasmo a descubrir la ambigüedad del “Yo soy yo / Yo soy Otro / Tu eres Tú y entonces… ¿Quién es el Burro?”

La palabra como signo, en la poesía de Mata, debe entenderse entonces desde lo visual, en un proceso de abstracción del significado y del significante que se manifiestan en la imagen. Sus poemas nos remiten a ideas, paradójicamente separadas de lo que deberíamos entender; los nombres comunes y las referencias cotidianas pasan a un segundo plano para abrir lugar a una colección de memorias e ideas abstractas que servirán de detonantes del pensamiento y la emoción.
La lectura visual a la que nos obliga este poemario nos conduce a una búsqueda de sentidos y referentes que podría parecerse a la labor del analista al interpretar un sueño. Estos poemas no representan explícitamente el contenido real; se requiere de un trabajo interpretativo que nos lleva a descubrir el punto clave del poema, ya sea en la imagen, en su color o forma, o bien por la cadencia de las palabras y de los textos que van unidos a las imágenes.
Al igual que en el proceso de descubrir el contenido latente de un sueño, en estos poemas partimos de lo manifiesto para buscar lo oculto. En este sentido, si el poema no puede entenderse exclusivamente por lo que es manifiesto, debemos considerar los elementos que lo conforman. Desde los convencionalismos lingüísticos y culturales hasta el descubrimiento del contexto en que podemos ubicarlo. Sigmund Freud dice que el proceso de condensación en el sueño adviene por vía de la omisión, pues el sueño no es una proyección fidedigna de los pensamientos, sino un reflejo en "extremo incompleto y lagunoso". Es por ello que esos actos de interpretación no son definitivos. Parafraseando a Walter Benjamin, se trata de "el simple reflejo de la realidad que revela todo menos la realidad misma".
De ahí que toda lectura (sea de un texto o de una imagen) esté siempre sujeta a una nueva interpretación. No se puede dar por hecho que haya una lectura verdadera. En cierto modo, podríamos decir que la interpretación es una forma en la que el lector interviene en la propia obra, como un proceso de construcción o alteración del objeto y del poema. Y así como “las ideas son de quien las trabaja”, las palabras son de quien las pronuncia, tal como lo dice “El poema sonámbulo”:
no tienen
memoria
de a qué boca
pertenecieron
Pero no todo es ambiguo en la relación entre texto e imagen. Hay un elemento compartido entre la lectura de un texto y la lectura de una imagen, y es la mirada.
Todo comienza con el acto de mirar: el sujeto existe en relación a una mirada imaginaria, la del Otro. Porque lo cierto es que, en el principio, no fue el verbo sino la mirada. Tal como lo apuntó John Berger: “La mirada viene antes que las palabras. El niño ve y reconoce su mundo mucho antes de ser capaz de hablar”.
En el espectáculo del mundo miramos y somos mirados. Y ante estos poemas y sus imágenes, tenemos la posibilidad de asumir diversas actitudes. Podemos simplemente verlos, poner en juego la mirada plena y pensar, fascinarnos y dejarnos llevar por los sentidos. De ahí que hasta el propio poeta apunte literalmente a sí mismo —al colocarse junto a una señal que lo identifica— como un “Mirador”.

Desescribir es un libro que, con soltura y cierta simplicidad —o más bien, con una aparente transparencia semántica—, nos permite transitar por territorios diversos: desde la naturaleza, la ciudad, la tecnología, la moda y la muerte hasta algunas extrañas y recurrentes divagaciones del propio poeta. Su obra desescribe lo escrito para fantasear con una otredad a partir de la transformación poética, donde no deja de sentirse, a la distancia, cierta idea romántica de una posible reconciliación con el mundo y su compleja naturaleza.
Ya lo decía Bachelard: “La vida imaginaria, la verdadera vida, debe girar siempre en torno a la imagen poética”.

Autor
Gabriela Galindo
/ Ciudad de México, 1962. Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras (UNAM) y en la Escuela de Diseño y Artesanías (INBA). Es Maestra en Filosofía y es candidata a Doctora en Filosofía, en el área de Estética. Ha trabajado por más de veinte años en el área del diseño editorial impreso y digital. En 1995 fue una de las fundadoras de la Editorial Tule Multimedia, empresa pionera en la edición electrónica y proyectos multimedia. En 2003 recibió una beca para participar en el programa de Residencias Artísticas de la Scuola Internazionale di Grafica di Venezia, donde realizó una especialidad en impresión gráfica y grabado. Fue una de las fundadoras y colaboradora de la revista electrónica sobre artes visuales Réplica21 que se mantuvo en línea por más de 18 años. Actualmente es la fundadora y coordinadora editorial de El Rizo Robado.