22 agosto, 2022

La alfabetización del éter

de Nuno Gonçalves Pereira | Traducciones

 
Versiones y notas de Guadalupe Correa Chiarotti

La alfabetización del éter [A alfabetização do éter] es un poema narrativo que se inserta en una larga serie poética sobre los temas del trauma y de la cura. En ella confluyen las aguas de los sueños, las memorias y las expectativas sobre el futuro. Es también un camino de sedimentación y amalgama de un conjunto de experiencias particulares que remiten a las ausencias de la infancia y a las ausencias de un reencuentro laberíntico. Siento que este poema funciona como una secuencia fotográfica que cuenta una historia o como un breve tratado de geología que procura dar sentido al paso del tiempo, revisando bajo tierra y disolviendo la imagen estática de la estratigrafía y de la cronología. Es también un poema sobre la búsqueda y sobre las ilusiones perdidas. Es volátil, árido y, aun así, preserva ciertos elementos de una mística del fuego propia de los hijos de los pueblos del Aire.

La alfabetización del éter fue escrito en un momento en que el país donde nací y vivo transitaba de una emergencia de fuerzas fascistas a la consolidación de la hegemonía fascista institucional; cuando se consolidaba una biopolítica necrológica. Aunque no exista ninguna relación evidente entre este tiempo y el tiempo del poema, presiento que existe una contaminación atmosférica inevitable de uno sobre el otro. La alfabetización del éter es un relato en versos sobre los afectos, la sobrevivencia y la afirmación de la vida. Es una felicidad oceánica que haya sido vertido a la lengua castellana por una profesora tan cuidadosa y atenta con quien tengo la alegría de compartir innumerables afinidades estéticas, éticas y personales. Escribir con letras desaparecidas es como grafitear nubes en la esperanza de que las fuerzas astrales que nos acompañan en nuestra jornada nos mantengan firmes lo suficiente para seguir caminando aún después de que el último cielo se haya derrumbado sobre la tierra. ¡Saravá!

—Nuno Gonçalves Pereira

 
 
Para traer estos versos a nuestra lengua debí atravesar algunos puentes. El pasaje del portugués nordestino al español fue quizás el primero: dos idiomas hermanos con sonoridades afines en ciertos tramos y significados tramposos en otros. Luego, el siempre delicado equilibrio entre las diferentes modulaciones de nuestra propia lengua, donde debí conjugar los modos rioplatenses con las cadencias propias del valle de México. Espero que la mezcla, la combinación de ambas, lejos de aspirar a la neutralidad, confluyan en cauce armónico.

Me acompañó en este tránsito con magisterio sutil e inspirador Edite Carlesso: agradezco la paciencia y la pasión con que ha colaborado en estas traducciones.

Guadalupe Correa Chiarotti

 
 
La alfabetización del éter

Mi padre por fin murió.
Más de treinta años después de haber sido abatido su cuerpo como un animal.

Aquella noche no dormí y salí a las cuatro y media de la mañana en busca de cigarros.
Hacía un frío intenso y no había nada en la calle.
Ni perros. Ni vendedores de tacos. Ni vendedoras de flautas doradas.
Los encontré en una cantina a las orillas de un lago y volví echando humo.
Pasos rápidos. Una patrulla policial. El camión de la basura.
A la espera mía un cuarto en paz profunda.
El sueño de las mujeres después del milagro.

La paz profunda del cuerpo de mi padre en la bodega del avión.
Finalmente.
Más de treinta años después.
Me senté en la escalerita donde mi abuela estuviera sentada siete días atrás.
El cuerpo en la bodega del avión como años antes el cuerpo de mi madre.
Belém-Recife-Fortaleza.
No recuerdo si había luna en el cielo.
No recuerdo sentir frío a pesar del intenso frío que hacía.
Solo la paz del sueño posparto.
El cigarro entre los dedos.
Y el silencio que siempre antecede el amanecer en los pueblos1 mexicanos.

La muerte sonriendo con la boca atascada de chile.
Don Abel Hernández agarrando la manija del ataúd.
Embarcando el cuerpo en el avión.
Bajo el mirar espantado de los policías del aeropuerto.
Es el silencio que antecede el tiro del cazador contra el cuerpo de la cigüeña que trae a los bebés.
Y yo ahí. Parado. Fumando.
En la misma escalera en que mi abuela estuvo siete días atrás.
Enterrando a mi padre en la misma tumba donde estaba enterrada mi madre.
Esperando el amanecer del día para escuchar la canción que María, recién nacida, entonaría.

El alfabeto escribiendo con éter el destino en el último instante de calma.
 
 
A alfabetização do éter

Meu pai por fim morreu.
Mais de trinta anos depois de seu corpo ter sido abatido como um bicho.

Naquela noite não dormi e saí às quatro e meia da manhã em busca de cigarros.
Fazia um frio intenso e não havia nada na rua.
Nem cães. Nem vendedores de tacos. Nem vendedoras de flautas douradas.
Encontrei numa cantina às margens do lago e voltei fazendo fumaça.
Passos rápidos. Uma viatura de polícia. O carro do lixo.
À minha espera um quarto em paz profunda.
O sono das mulheres depois do milagre.

A paz profunda do corpo de meu pai no bagageiro do avião.
Finalmente.
Mais de trinta anos depois.
Sentei na escadinha onde minha avó estivera sentada sete dias atrás.
O corpo no bagageiro do avião como anos antes o corpo de minha mãe.
Belém-Recife-Fortaleza.
Não lembro se havia lua no céu.
Não lembro de sentir frio apesar do tanto de frio que fazia.
Só a paz do sono pós-parto.
O cigarro entre os dedos.
E o silêncio que sempre antecede o amanhecer nos pueblos mexicanos.  

A morte sorrindo com a boca atascada de pimenta.
Don Abel Hernández segurando a alça do caixão.
Embarcando o corpo no avião.
Sob o olhar assustado dos policiais do aeroporto.
E o silêncio que antecede o tiro do caçador contra o corpo da cegonha que traz os bebês.
E eu ali. Parado. Fumando.
Na mesma escada em que minha vó esteve sete dias atrás.
Enterrando meu pai na mesma cova onde estava enterrada minha mãe.
Esperando o dia amanhecer para escutar a canção que Maria, recém nascida, entoaria.

O alfabeto escrevendo com éter o destino num último instante de calmaria.
 
 
 
 
Ocultismo

Demoré más de veinte años para volver a la ciudad de Recife.
Las lágrimas de Tía Tania entregándome el proceso criminal.
El cariño de Julia entregándome el sándwich en el autobús.
Antes la ciudad de Recife era solo carnaval.
Mentira.
Una vez me llevaron allá cuando niño.
Yo miraba los edificios mientras el carro deslizaba por Boa Viagem.2
Yo quería bajar y tocar en la puerta de cada uno de aquellos departamentos.
Yo quería encontrar a alguien que tuviese en las venas mi misma sangre.

Hasta los dieciséis no soportaba pensar al respecto.
Después nunca más podría olvidar.
Solo tengo un recuerdo en toda mi vida.
El día que comemos camarones.
El día que tuve mi bicicleta.
El día que lloré escondido debajo de la cama.
Mentira.
Tengo dos o tres recuerdos más.
La muerte de mi abuelo.
El que jamás comía gallina en restaurantes.
El nacimiento de María.

El resto no es recuerdo o no es consciente.
El vino de Porto.
El interrogatorio de mi abuela.
La mirada recriminatoria de Tía Silvia.
La extraña acogida de Hermes.
La distancia. El dolor. La furia.
Demoré toda la vida escribiendo el mismo poema.
Y ayer casi no sobreviví al paso del ferrorama3 sobre los rieles de mi cuerpo.
 
 
Ocultismo

Demorei mais de vinte anos para voltar à cidade do Recife.
As lágrimas de Tia Tânia me entregando o processo criminal.
O carinho de Júlia me entregando o sanduíche no ônibus.
Antes a cidade do Recife era só carnaval.
Mentira.
Uma vez me levaram lá quando criança.
Eu olhava os prédios enquanto o carro deslizava por Boa Viagem.
Eu queria descer e tocar na porta de cada um daqueles apartamentos.
Eu queria encontrar alguém que tivesse nas veias o meu sangue.

Até os dezesseis não suportava pensar sobre.
Depois nunca mais poderia esquecer.
Só tenho uma memória consciente em toda a vida.
O dia que comemos camarões.
O dia que ganhei minha bicicleta.
O dia que chorei escondido debaixo da cama.
Mentira.
Tenho mais duas ou três memórias conscientes.
A morte do meu avô.
Para sempre o que não comia galinha em restaurantes.
O nascimento de Maria.

O resto não é memória ou não é consciente.
O vinho do Porto.
O interrogatório de minha avó.
O olhar recriminatório de Tia Silvia.
O estranho acolhimento de Hermes.
A distância. A dor. A fúria.

Tardei toda a vida escrevendo o mesmo poema.
E ontem quase não sobrevivi à passagem do ferrorama sobre os trilhos do meu corpo.
 
 
 
 
La jaula, el cementerio y el santuario

El departamento era enorme —un laberinto.
Las piezas anticuarias creaban una atmósfera contaminada.
Eran muchas y estaban por todos lados y no paraban de hablar.
Me miraban con un mirar de opresión.
Preta, la empleada, queriendo protegerme de lo que escapaba a mi entendimiento.
El pasillo era largo como el pasillo de la casa del río.
Y sesenta veces yo pedí que hubiese un río al final.
Había un santuario y una foto mía con menos de dos años.
Separado de un segundo santuario donde estaban las fotos de todos los otros nietos.
Todo eso fue después del vino de Porto y del interrogatorio.
¿Su nombre completo?
¿Nombre de su padre?
¿Ciudad en que vive?
¿Con quién vive?
Entonces yo sentía que la muerte acosaba a mi padre.
Hasta hoy mis manos tiemblan a la hora de llenar el más ordinario de los formatos.
Todo gesto burocrático es un gesto de muerte.
Y no paro de temblar y de pensar en los innumerables ante los cuales tuve que doblegarme.
Como la campana oxidada de la vieja catedral donde vive el Ángel Rojo.
Como la campana oxidada de la torre desde donde el Séptimo vigila toda y cualquier vacilación.
Ahora yo puedo cambiar tu foto de lugar.
Nunca tuve dudas de tu regreso.
Solo dudaba de estar todavía viva.
Pedí papel y pluma en un baño.
Escribí. Escribí. Escribí.
Me acordé de la farmacia. De la guía telefónica que la chica me prestara.
De la voz de Hermes al teléfono.
De los pasos hasta la puerta del cine São Luís.
De Hermes llegando en el carro.
De todo el olvido que yo quería olvidar y no podía.
De la mujer que vendía frituras y que sin saber me abrió la puerta de la mazmorra.
De la jaula de arrogancia y prepotencia.
De los dominios de Lord sin polvo en las manos.
Su madre saltó de un edificio en la ciudad de Recife.
Años después en la islita donde los ríos se encuentran.
Su padre fue quien la mató.
Otra puerta abierta.
Las rejas de la jaula gemían, gritaban y se azotaban.
Como un epiléptico ante un pelotón de fusilamiento.
Como un bebé ante la súbita desaparición de las únicas personas realmente conocidas.
Abrí la puerta de la terraza y miré el mar.
Abrí la puerta de la terraza y escuché el mar.
Miré y escuché y no pensé en los tiburones que rondaban el arrecife de corales.
Miré las paredes y encontré los ganchos.
Miré los ojos de mi abuela después de más de veinte años.
Y le dije: yo colgaría una hamaca aquí y pasaría toda la tarde mirando y oyendo ese mar.
Ella respondió: antes de venir aquí a vivir traje a tu padre a ver y él dijo lo mismo.
Me entregó unos papeles suyos que había guardado.
Un contrato de compra de un terreno en la playa de Mosqueiro.
Una única cuota paga antes de que las balas se alojaran en su esperanza.
Una carta siniestra que abría la puerta de una segunda jaula.
Dentro de esa segunda jaula las fieras y los monstruos de los fondos los embalses.
Todas ellas encorvadas y con los cuerpos cubiertos de llagas.
Entre ellas un sol amarillo que contrastaba con la mugre de sus epidermis.
Fue con Tía Silvia que mi mamá vino.
Vestía jeans y traía en el bolso un casete de Janis Joplin.
La voz de la enterrada viva se fue encajando en el sonido y en la imagen del mar.
Un líquido ganando la forma de la piedra.
Y allá en el fondo. Allá en la risca4 como dicen los jangaderos5 de mi tierra.
Un enorme paredón de piedra calcárea.
Separando mi músculo de mi músculo. Mi suelo de mi suelo. Mis huesos de mis huesos.
Allá en la risca, donde mar y cielo se funden en un único sertón.6
Yo vi la jaula, el santuario y el cementerio
donde un día mi cuerpo será devorado por los más delirantes gusanos
jamás vistos por ningún viviente que se arrastra en esta tierra donde la miseria es abundante.

La letra de la siniestra carta era la mía.
Se identificaba con la mía en cada trazo.
Yo había escrito una carta a mí mismo antes de ser asesinado.
Era la tercera acta de nacimiento que yo leía en menos de treinta años.
En las tres se atestiguaba que yo había nacido y, por tanto, que yo existía.
En ninguna de las tres decía de condena alguna.
Cada una de ellas era por sí sola una sentencia.
En todas ellas la llama del odio y las criaturas de la ira.
Camufladas en lenguaje notarial.
La jaula, el santuario y el cementerio.
La biografía de un hombre sin rostro en medio de la mórbida celebración del silencio.

El departamento era enorme —un laberinto:
sin salida y sin tiempo
sin ninguna habitación para abandonar los desperdicios, las quejas y los lamentos.
El departamento era enorme,
pero en él no había un desván para mi infierno
ni un jardín para fincar los cimientos del cielo.

Tiré sal en el molusco y salí.
Nunca debí haber regresado.
Los monstruos y las fieras del fondo de los embalses, en auspicioso cortejo, me acompañaban.
La deshidratación del molusco se prolongaría en una insoportable pesadilla.
En las horas que rechazan el destino de cenizas.
En las manos que alisan al instante en que apedrean.
Y en las bocas que escupen en el propio gesto en que besan.
Nunca debí haber regresado
a un nido de cascabeles que dos veces comieron el mismo corazón.

La tierra prometida era el nombre etéreo de un jardín de arenas movedizas
Donde ningún cimiento sustentaba
las fúnebres promesas de un inmenso improbable.
Nunca debí haber regresado.
Todos los departamentos son laberínticos.
Saber eso no era suficiente.
Pero era todo lo que me había sido dado.
Era la parte de nada que me tocaba.
Dos cumpleaños de aquellos diciembres donde no se montaron los melancólicos teatros navideños.

Hasta el éter es biografable —en pétreas páginas escritas con un aullido de las alucinaciones de un río.
Hasta los laberintos sin salida pueden tener grafitis algún día.
Toda sobrevivencia exige su tipo particular de profanación.
Nuestras letras eran idénticas.
Con ellas se escribía un poema: insolación,
donde se narraba la agonía de un molusco inmerso en
minúsculos y oxidados
granos de sal.

No recuerdo cuántas fueron las copas de vino.
Me desperté con las manos de Petra, nieta de esclavos, sirviéndome café.
Intentando por última vez protegerme de las cosas que ni en sueños yo sospecharía.
 
 
A jaula, o cemitério e o santuário

O apartamento era enorme – um labirinto.
As peças antiquárias criavam uma atmosfera de poluição.
Eram muitas e estavam por todos os lados e não paravam de falar.
Me olhavam com um olhar de opressão.
Preta, a empregada, querendo me proteger do que me escapava ao entendimento.
O corredor era longo como o corredor da casa do rio.
E sessenta vezes eu pedi para que houvesse um rio ao seu final.
Havia um santuário e uma foto minha com menos de dois anos.
Separado de um segundo santuário onde estavam as fotos dos outros netos todos.
Isso tudo foi depois do vinho do Porto e do interrogatório.
Seu nome completo?
Nome de seu pai?
Cidade em que mora?
Com quem vive?
Até ali eu sentia que a morte acossara meu pai.
Até hoje minhas mãos tremem à hora de preencher o mais ordinário dos formulários.
Todo gesto burocrático é um gesto de morte.
E não paro de tremer e de pensar nos inúmeros aos quais eu tive que me dobrar.
Como o sino enferrujado da velha catedral onde mora o Anjo Vermelho.
Como o sino enferrujado da torre desde onde o Sétimo espreita toda e qualquer vacilação.
Agora eu posso mudar sua foto de lugar.
Nunca tive dúvidas de sua volta.
Só duvidava de estar ainda viva.
Pedi papel e caneta e um banho.
Escrevi. Escrevi. Escrevi.
Recordei da farmácia. Do catálogo telefônico que a moça me emprestara.
Da voz de Hermes ao telefone.
Dos passos até a porta do cinema São Luís.
De Hermes chegando no carro.
De todo o esquecimento que eu queria esquecer e não podia.
Da mulher que vendia salgados e que sem saber me abriu a porta da masmorra.
Da jaula de arrogância e prepotência.
Dos domínios do Lorde sem poeira às mãos.
Sua mãe saltou de um prédio na cidade do Recife.
Anos depois na ilhota onde os rios se encontram.
Seu pai quem a matou.
Outra porta aberta.
As grades da jaula urravam, berravam e se debatiam.
Como um epilético ante o pelotão de fuzilamento.
Como um bebê ante a súbita desaparição das únicas pessoas realmente conhecidas.
Abri a porta da varanda e olhei o mar.
Abri a porta da varanda e ouvi o mar.
Olhei e ouvi e não pensei nos tubarões que rondavam o arrecife de corais.
Olhei às paredes e encontrei os armadores.
Olhei nos olhos de minha avó depois de mais de vinte anos.
E lhe disse: eu armaria uma rede aqui e passaria toda a tarde olhando e ouvindo esse mar.
Ela respondeu: antes de aqui vir morar trouxe seu pai a ver e ele falou assim também.
Me entregou uns papéis dele que tinha guardado.
Um contrato de compra de um terreno na praia de Mosqueiro.
Uma única prestação paga antes das balas se alojarem em sua esperança.
Uma carta sinistra que abria a porta de uma segunda jaula.
Dentro dessa segunda jaula as feras e os monstros dos fundos dos açudes.
Todas elas encurvadas e com os corpos cobertos de chagas.
Entre elas um sol amarelo que contrastava com o encardido de suas epidermes.
Foi com Tia Silvia que minha mãe veio.
Vestia jeans e trazia no bolso uma fita cassete da Janis Joplin.
A voz da enterrada viva foi se encaixando no som e na imagem do mar.
Um líquido ganhando a forma da pedra.
E lá no fundo. Lá na risca como dizem os jangadeiros de minha terra.
Um enorme paredão de pedra calcária.
Separando meu músculo de meu músculo. Meu chão de meu chão. Meus ossos de meus ossos.
Lá na risca, onde mar e céu se fundem num único sertão.
Eu vi a jaula, o santuário e o cemitério
onde um dia meu corpo seria devorado pelos mais delirantes vermes
jamais avistados por nenhum vivente que se arrasta nesta terra onde a miséria é abundante.

A letra da sinistra carta era a minha.
Identificava-se com a minha em cada traço.
Eu havia escrito uma carta a mim mesmo antes de ser assassinado.
Era a terceira certidão de nascimento que eu lia em menos de trinta anos.
Nas três atestava que eu havia nascido e, portanto, que eu existia.
Em nenhuma das três dizia de qualquer condenação.
Cada uma delas era por si só uma sentença.
Em todas elas a chama do ódio e as criaturas da ira.
Camufladas em linguagem cartorial.
A jaula, o santuário e o cemitério.
A biografia de um homem sem face em meio à mórbida celebração do silêncio.

O apartamento era enorme – um labirinto:
sem saída e sem tempo
sem nenhum cômodo projetado para abandonar os desperdícios, as lamúrias e os lamentos.
O apartamento era enorme,
mas nele não havia um sótão para o meu inferno
nem um jardim para fincar os alicerces do firmamento.

Joguei sal no molusco e saí.
Nunca mais deveria ter regressado.
Os monstros e as feras do fundo dos açudes, em auspicioso cortejo, me acompanharam.
A desidratação do molusco se prolongaria num insuportável pesadelo.
Nas horas que se recusam o destino de cinzas.
Nas mãos que afagam ao instante em que apedrejam.
E nas bocas que escarram no próprio gesto em que beijam.
Nunca deveria ter regressado
ao ninho das cascavéis que duas vezes comeram o mesmo coração.

A terra prometida era o nome etéreo de um jardim de areias movediças
onde nenhum alicerce sustentava
as fúnebres promessas de uma improvável imensidão.
Nunca deveria ter regressado.
Todos os apartamentos são labirínticos.
Saber isso não era suficiente.
Mas era tudo que me havia sido dado.
Era a fatia de nada que me tocara.
Dos aniversários daqueles dezembros onde não se armaram os melancólicos teatros de natal.

Até o éter é biografável – em pétreas páginas escritas com o uivo das alucinações de um rio.
Até os labirintos sem saída podem ser pixados algum dia.
Toda sobrevivência exige seu tipo particular de profanação.
Nossas letras eram idênticas.
Com elas se escrevia um poema: insolação,
onde se narrava a agonia de um molusco imerso em
minúsculos e oxidados
grãos de sal.

Não recordo quantas foram as taças de vinho.
Acordei com as mãos de Preta, neta de escravos, me servindo o café.
Tentando uma última vez me proteger das coisas que nem em sonhos eu suspeitaria.
 
 
 
 
La madrina

Su nombre vino antes y los nombres deben venir siempre al final.
Tal vez por eso no me dio la bendición.
Tal vez por eso no traía varita mágica.
Hablaba de mi abuelo como si yo hubiese estado con él algún día.
Y acumulaba dinero y periódicos escritos con tinta de plomo.
Tal vez por eso su voz sonó metálica cuando azotó la puerta del carro.
Fingiendo una consulta médica.
Su nombre vino antes y una invitación para ir de compras.
Tal vez por creer que el mundo estaba en venta.
Su nombre vino antes y no había nada más allá de él.
Era solo un nombre sobre una cabellera rubia.
Tal vez por eso su bendición no se amalgamó a mi cuerpo.
Pero fue con ella que mi madre vino.
Y fue gracias a ella que pudimos pasear en bicicleta.
Fingiendo que estábamos vivos.
Tal vez por no tener a dónde ir.
Dinero y periódicos y sonidos metálicos.
La mariposa en mi hombro y la audacia de no aceptar ninguna bendición.
Tal vez por eso nuestras bicicletas nos llevaron hasta la iglesia de la Piedad.
Al templo donde ella, mi madre, se casó.
Al atrio donde cada vez que yo, su hijo, fumaba un porro.
Los búhos tocaban las sensibles cuerdas de una guitarra antigua.
Su final vino antes, por eso tal vez hoy sea solo un nombre,
aunque impronunciable.

Tía Silvia colecciona propiedades
como Osho coleccionaba botellas de champaña y Rolls-royces.
Tía Silvia colecciona propiedades.
Como yo colecciono versos, mariposas y lápidas.

El mayor riesgo de toda su vida han sido las salidas nocturnas a las máquinas del casino.
El único vicio que se permitiera después de aparecer en mi bautismo fingiendo que no sabía.
Fingiendo que los nombres tenían correlación cualquiera con la vida.

Su nombre, Silvia.
En la pared de su inviolable departamento.
Una pintura café que no le dejaba olvidar que su papá murió.

Su nombre, Silvia.
La hermana que mi papá eligió para ser mi madrina.
Existe un algoritmo que rige los nombres que anteceden las aguas que nos bañan en la pila.
 
 
A madrinha

Seu nome veio antes e os nomes dever vir sempre ao final.
Talvez por isso não me deu a benção.
Talvez por isso não trazia varinha de condão.
Falava de meu avô como se eu houvesse estado com ele algum dia.
E acumulava dinheiro e jornais escritos com tinta de chumbo.
Talvez por isso sua voz soou metálica quando bateu a porta do carro.
Fingindo uma consulta médica.
Seu nome veio antes e um convite para ir às compras.
Talvez por acreditar que o mundo estava à venda.
Seu nome veio antes e não havia nada além dele.
Era só um nome sobre uma cabeleira loira.
Talvez por isso sua benção não se amalgamou ao meu corpo.
Mas foi com ela que a minha mãe veio.
E foi graças a ela que pudemos passear de bicicleta.
Fingindo que estávamos vivos.
Talvez por não termos mesmo para onde ir.
Dinheiro e jornais e sons metálicos.
A borboleta em meu ombro e a audácia de não aceitar nenhuma benção.
Talvez por isso nossas bicicletas tenham nos levado até a igreja da Piedade.
Ao templo onde ela, minha mãe, se casou.
À praça onde cada vez que eu, seu filho, fumava um baseado.
As corujas tocavam as sensíveis cordas de um antigo violão.
Seu final veio antes, por isso talvez hoje seja só um nome,
embora impronunciável.

Tia Silvia coleciona imóveis
Como Osho colecionava garrafas de champanhe e rolls-royces.
Tia Silvia coleciona imóveis.
Como eu coleciono versos, borboletas e lápides.

O maior risco de toda sua vida tinha sido as noitadas nas máquinas do cassino.
O único vício que se permitira depois de figurar no meu batizado fingindo que não sabia.
Fingindo que os nomes tinham qualquer correlação com a vida.

Seu nome, Silvia.
Na parede de seu inviolável apartamento.
Uma pintura café que não lhe deixava esquecer que seu pai morreu.

Seu nome, Silvia.
A irmã que meu pai escolheu para ser minha madrinha.
Existe um algoritmo que rege os nomes que antecedem as águas que nos banham à pia.


 
1 N. de la T.: En español en el original.

2 N. de la T.: Boa Viagem es un barrio de Recife conocido por su extensa playa homónima, su malecón y la animada avenida Boa Viagem.

3 N. de la T.: Famosa marca de trenes eléctricos a escala y, por extensión, nombre genérico de esos juguetes en Brasil.

4 N. del A.: “a risca” [en español, literal, “la línea”] es una expresión usada por los jangaderos del litoral de Ceará que designa el horizonte, el lugar donde se deja de avistar la tierra.

5 N. del A.: Los jangaderos [os jangadeiros] son pescadores que utilizan un tipo de embarcación a vela típica del litoral cearense, la jangada. Durante la promulgación de los derechos de los trabajadores en el gobierno de Getúlio Vargas protagonizaron un viaje épico a Río de Janeiro para reivindicar su inclusión entre los beneficiarios. Orientados por las estrellas en el cielo y por las fogatas que los suyos hacen en las playas, son los señores de los verdes mares cearenses. En el siglo XIX participaron activamente en las luchas contra el tráfico de esclavos y, en años recientes, contra la ganancia desmedida y predatoria de la piratería de la pesca industrial con sus buzos con radares y escafandras. Sus delicias culinarias constituyen uno de los patrimonios nordestinos y sus hazañas y sus amores son un tema recurrente en el imaginario nordestino.

6 N. del A.: Sertón [Sertão] es una región de vegetación árida, imaginación fértil y culinaria inigualable. Es también una forma de percepción del mundo, con una estética y una historia propias. Sertón es también una imagen poética que evoca una concepción muy bonita sobre lo que es sagrado, lo que es devoción. Sertón es, finalmente, una manera nuestra de recordar la existencia inmaculada de la fe.
 
 


Nuno Gonçalves Pereira / Recife, Brasil, 1977. Poeta. Es doctor en Estudios Latinoamericanos por la UNAM y profesor de Historia de América en la UFRB. Autor de los libros Cacos de Cristo, O sol e a maldição, O canto das onças, Cartas de navegação, Calabouço de reticências ou a aridez do oceano y Álbum de família & outros negativos: poemas pós-apocalipse. Le fueron otorgados los premios Moreira Campos y Antônio Girão Barroso en las categorías de cuento y poesía, respectivamente. Escribe en el blog http://insensatanau.blogspot.com/ y en revistas, sitios web, fanzines y otras publicaciones dedicadas a la literatura.


Guadalupe Correa Chiarotti

 / Cañada Rosquín, Argentina, 1979. Es profesora-investigadora de la Licenciatura en Letras Hispánicas y del Posgrado en Humanidades de la UAM-Iztapalapa. Edita libros de poesía y narrativa –principalmente para el sello Serapis (Argentina)– y publica reseñas y artículos en revistas especializadas sobre historiografía literaria, la producción editorial de mujeres y la cultura impresa latinoamericana —en particular, antologías poéticas— en el siglo XIX.