Jorge Esquinca, Rimbaud A/Z, Bonobos, Ciudad de México, 2023, 122 pp.

En 1991, fecha en que el mundo entero recordaba el centenario de la muerte de Jean-Arthur Rimbaud (1854-1891), emprendimos un viaje al corazón de Francia y nos incorporamos a los festejos organizados para tal efecto en la Grande Halle de la Villette. No nos acompañaba Jorge Esquinca (Ciudad de México, 1957) porque estaba a punto de nacer Alonso, su segundo hijo.
Esquinca no formaba parte de la caravana, pero 32 años más tarde, su fervor por la figura del poeta francés, ascendente con el paso del tiempo, se sintetiza en este volumen donde aparecen el amor y la cólera del más triste de los tristes, para utilizar la frase de Ramón López Velarde sobre Jesucristo. Conocí aquella vez la tumba de Rimbaud y dejé como testimonio de admiración el número de la revista que nuestra Universidad de México le dedicó en su centenario de entrada en la inmortalidad. Al revisar sus páginas, me doy cuenta de que prácticamente todos los poetas entonces jóvenes participaron en ella. Esquinca, quien aparece fotografiado discreta, jocosamente, detrás de la lápida mortuoria de Rimbaud, publicó el poema “Pájaro de cuenta”, que tuvo el buen gusto de no incluir en este volumen, pero que es el germen de una obsesión que lo ha perseguido toda su vida, tal y como encima de nosotros se encuentra la luminosa sombra del emperador de los malditos. Éstos y otros actos protocolarios hubieran disgustado a Rimbaud, pero en el fondo le hubieran devuelto por un instante la confianza en su intento por convertirse en ladrón de otro fuego.
Porque lo que distingue de manera inmediata a esta obra es que es un libro para iniciados y profanos. Lo segundo porque entramos poco a poco en el enigma Rimbaud; lo primero porque Esquinca ha logrado una escritura donde el hallazgo es hermano de la iluminación. En otras palabras, el autor se explica y nos explica las vidas y los caminos de Rimbaud. El poeta que es Esquinca escribe un texto objetivo, pero aquí y allá asoman los fogonazos y las intuiciones que sólo corresponden al profesional de las palabras. Al examinar una carta dirigida al otro Rimbaud, cuando ya era un comerciante al que los naturales de Etiopía llamaban Abdu Rimbo, Esquinca se interroga continuamente y no busca respuestas sino generar con nosotros nuevas dudas sobre esa criatura de creación que transformó nuestra manera de concebir la escritura y la vida. Por eso el manifiesto surrealista firmado por André Breton daba inicio con la expresión, que cito de memoria: “Cambiar el mundo, dijo Marx; cambiar la vida, dijo Rimbaud. Para nosotros esas dos frases significan una sola”.
Éstas son las instrucciones para leer un libro inimitable pero digno de ser imitado. Se trata de un diccionario arbitrario, de un ensayo sobre Rimbaud el africano y el que nos enseñó con su ejemplo la verdad de la frase Yo es otro, y que modificó para siempre el arte de juntar las palabras. Imposible no admirar la decisión final de ambos; imposible no sentirse atraído por la figura icónica del adolescente rebelde —lo cual es un pleonasmo— que, además de clavar un cuchillo en la mano de Paul Verlaine, escribía algunos de los versos más memorables de la escritura de todos los tiempos y lugares. La virtud inmediata de este libro reside en que no se limita a una admiración ciega y natural sino que emprende con nosotros la aventura de leer y comprender la poesía de Rimbaud. Se hallan en su libro las palabras que el poeta formuló para sorpresa de quienes sólo querían ver al joven perdulario y atrabancado, piedra de escándalo de la poesía francesa.
Esquinca tiene la sabiduría de no inundarnos con palabras francesas sino de verter a nuestra lengua el ejemplo irrepetible del poeta. Una de las entradas a las que regreso con singular entusiasmo es la titulada “Nombres”, donde Jorge ha tenido la paciencia de recoger los de aquellos que conocieron al poeta y lo nombraron, de acuerdo con su aparición en la vida de quienes tuvieron la fortuna o la desgracia de conocerlo. Fortuna y desgracia son una sola cosa en el caso de Rimbaud, y Jorge se afana en demostrar lo que descubrió en su biografía Enid Starkie: nadie quiso tanto; nadie obtuvo tan poco. Rescato algunos de ellos: el hombre de las suelas de viento, Rimbaud el marino, místico en estado salvaje, Rimbaud de Arabia, poeta maldito, rebelde encarnado, criatura de desastre, el más bello de los ángeles malos, esposo infernal, el vagabundo de la carretera, ángel en exilio.
Desde el célebre Coin de table de Henri Fantin-Latour, donde Rimbaud aparece como el ángel endemoniado que escandalizó París, hasta la serigrafías que Ernest Pignon ha impreso, pegado y fotografiado por los muros de Francia, el rostro de ese ángel caído ha sido una irresistible fascinación en los artistas plásticos. Picasso, Giacometti y Fernand Léger han intentado, según la expresión de Pignon, leer en el rostro de Rimbaud. Con ciencia y paciencia, varios artistas mexicanos prepararon especialmente para el número ya mencionado de la Revista de la Universidad de México sus versiones, a partir de dos de las más difundidas fotografías del poeta. La primera fue realizada en París, en 1871, por Étienne Carjat, nos recuerda Jorge. Rimbaud aparece de 17 años y, según escribió Paul Verlaine: “con su auténtica cabeza de niño, rojiza y fresca sobre un gran cuerpo huesudo y como torpe de adolescente aún en crecimiento”. La segunda fotografía fue tomada en Etiopía en 1887 con la cámara del poeta ya convertido en comerciante; su exasperante indefinición nos sirve para establecer un contrapunto con el otro Rimbaud, estático y expectante.
El tiempo no ha bastado para descifrar el enigma más desconcertante de la cultura contemporánea; sí para que al traducir la vida a las palabras, las palabras a la vida, sus sobrevivientes lo hayamos asediado desde todos los ángulos y con todas las armas para quedarnos frente a la majestuosa desolación de su incendio helado. Espejo de respuestas despiadadas, Rimbaud obliga a mirarnos en su existencia irrepetible, peligrosamente tentadora. Nos vemos en él y acaso apenas comenzamos a entenderlo. Esquinca no pretende agotarlo en ninguno de los dos sentidos. Aspirar a entenderlo es dejarlo ser en nosotros; acompañarlo, transformar el mundo con la amorosa violencia con la cual lo incendiaron sus 37 años. Nos consuela pensar que esas buenas intenciones pueden servir para mirar de frente el sol más negro y luminoso engendrado por la poesía.
Inútil ya a estas alturas seguir hablando del misterio de Rimbaud. Sus actos son tan claros, que preferimos disfrazarlos de misterio. Así como no hubo un explorador más tenaz en Etiopía, no existió explorador más entregado a los vaivenes de la conducta humana. Ahora nosotros nos asomamos a este principio de siglo que él vislumbró como nadie: He aquí el tiempo de los asesinos. Henry Miller afirma que uno de los riesgos de leerse en Rimbaud es que volvió peligrosa la literatura. Escribir no es difícil, lo duro es vivir. Admiramos a Rimbaud; nos quema, nos irrita, nos cimbra, nos conmueve. Terminamos queriéndolo como respetamos lo que nos causa temor. Mayor en edad en el instante de su muerte que Chatterton, Lautréamont y Keats; gemelo de Mozart por precocidad, intensidad y destino, Rimbaud rompe todos los símiles en cuanto intentamos establecerlos de manera precisa. Rimbaud se llama James Dean, Jim Morrison, Janis Joplin o Yukio Mishima. Dejemos de reprocharle su abandono de la literatura. Su silencio va más allá del portazo romántico de quienes ponen la vida delante de la obra o de quien rechaza exteriormente los honores del triunfo, pero tiene en su interior asegurada la victoria y a buen recaudo sus originales. Rimbaud fue el peor aliado de su obra escrita, pero su obra vivida es una demostración monstruosa y sublime de la condición humana. Por eso no sintamos miedo de asaltar sus intimidades, de asistir a su lecho de enfermo, de leer en los actos más simples de su vida. Rimbaud cambió la vida y eso le costó todo, incluso el sacrificio del Narciso que todos secretamente pulimos y conservamos en la renuncia. No nos enseñó a curar esta larga enfermedad, la vida, pero sí a interrogarla, a pedirle cuentas. Lo que le debemos es imperdonable e impagable porque nuestros pequeños logros, nuestras mínimas victorias, palidecen ante su talento escritural y el genio maligno de su vida. A partir de él, escribir y vivir son aventuras más difíciles y su meta cada vez más postergada. Impagable, porque nos lleva al callejón sin salida adonde nos conducen sus vidas inagotables, sus numerosas desdichas. No podemos corresponderle diciéndole que a cambio de ellas es inmortal.
Como escribió Pablo Neruda al recibir el Premio Nobel, cuando invitó y citó en esa formalísima ceremonia al poeta astroso y desarrapado, al más atroz de los desesperados: “A la aurora, armados de una ardiente paciencia, entraremos en las espléndidas ciudades.”
Autor
Vicente Quirarte
/ Ciudad de México, 1954. Es doctor en Literatura Mexicana por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua e integrante de El Colegio Nacional. Su obra incluye libros de poesía, narrativa, teatro, crítica literaria y ensayo histórico. Su poesía reunida fue publicada en 2000 por la UNAM bajo el título Razones del samurai. Otros libros suyos son Peces del aire altísimo, Invitación a Gilberto Owen, Vergüenza de los héroes, Sintaxis del vampiro, Fantasmas bajo la luz eléctrica, Elogio de la calle y México. Ciudad que es un país. Ha recibido el Premio Xavier Villarrutia, el Premio 2020 del Instituto de Estudios Históricos de las Revoluciones en México, el Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde y el Premio Universidad Nacional.