Diagnóstico
Protegido por su bata blanquísima, el médico me ausculta: pregunta cómo es mi dolor, hace cuánto lo siento y si hay en mi familia antecedentes de enfermedades hereditarias dos generaciones antes que la mía. A lo primero contesto que es un ardor que se presenta de forma intermitente en la boca del estómago desde hace un par de días; a lo otro, que el cáncer ha matado a las mujeres de mi familia. Tras la revisión anota con trazos decididos mi nombre, mi edad y sus conclusiones. Al salir del consultorio e intentar descifrar su letra, pienso que es una ironía que la facilidad para interpretar los signos y la preocupación por el padecimiento hayan convertido en poetas a varios médicos, quienes de la profesión al oficio supieron que el diagnóstico debe considerar al dolor como una antropología más allá del cuerpo.
Oxígeno
Algo había en el fuego que sedaba su ánimo. Era la seguridad de que al iniciarlo se había vencido un día más al hambre y la costumbre de liberar la rabia haciendo arder los leños hasta la ceniza. Prometeo lo robó para ti, dije, pero ella no creyó nunca en la generosidad de los hombres. Cuando el enfisema le prohibió usar aquella estufa, concentró en el tabaco su piromanía. Algo había en el fuego que si se lo llevaba a la boca y escupía con placer el humo, los gritos dejaban de ser su lenguaje. Prometeo lo robó para mí, habrá resuelto el día en que al detectarle el cáncer la condenaron a no volver a encender un cigarro. Entonces buscaba a diario algún cómplice que robara otra vez el fuego, sin importar que fuese ella misma quien, después de arrancarse la máscara de oxígeno para calar nuevamente el humo, recibiera el castigo de ser picoteada por un dolor más bravo que las águilas.
Ruido de fondo
Frente a una máquina mi hermano
pasa el día falsificando dentaduras,
y así rendido al ruido cumplirá
su deseo: algún día quedará sordo.
El zumbido de los motores
ha sido su música de fondo.
Los hombres suelen protegerse
en el estruendo y la sordera.
Hay que recordar los templos
donde las mujeres se arrodillan
para hablar en voz baja por horas,
y llenan de dinero los canastos
con tal de que un hombre las oiga.
Muñecas
Nunca se quejaban, en la caja decía
que eso les estaba prohibido. Sabían
usar los utensilios de cocina e incluso
podían vivir eternamente embarazadas.
Si les comprabas la casa de sus sueños
serían felices. Con algo de dinero fuimos
adquiriendo los artículos que se vendían
por separado. Cumplían nuestras órdenes
al pie de la letra; solían repetir sus diálogos.
Años después, dejaron de tener gracia.
Las sustituimos por juegos donde fuéramos
nosotras las protagonistas y las dejamos
para que se inventaran una vida propia.
A veces todavía me las encuentro en casa,
traen la ropa y el peinado de siempre, dicen
las instrucciones que las muñecas no crecen.
Sacrificio
Mi tía traicionó a su cuerpo
el día que murió mi abuela,
como otras veces se bebió
las sobras de un solo sorbo.
A diferencia de los suicidas,
no buscaba un lenguaje propio
ni reparar una vieja herida.
Acostumbrada a sacrificarse
siempre por los otros, se salvó
porque ese era nuestro deseo.
Negados a la muerte creíamos
que vivir era lo propio de la vida.
* Estos poemas son un adelanto de Cancerófoba, que será publicado próximamente por Dharma Books.
Autor
Patricia Arredondo
/ Tlalnepantla, Estado de México, 1988. Autora de Acércate (Tramuntana, 2014), Poemas para cuando se te caen los dientes (Foem, 2020; mención honorífica en el Certamen Literario Laura Méndez de Cuenca 2018) y Cancerófoba (Dharma Books, 2020). En complicidad con Asgard Mendizábal, realiza el podcast Muzak. Un templo en el oído.