
El desayuno de Ryūichi Sakamoto fue un recalentado de arroz yakimeshi mixto,
rollitos primavera,
costillas de cerdo bbq,
res en salsa de ostión,
chop suey,
sopa de wontón
y té digestivo;
aunque la cocina del limbo olía a todo menos a comida china;
emanaba orines, excremento, ácido sudor de axilas,
pesadillas adheridas a las suelas de la violencia o la vergüenza
y, en ese instante, los altavoces rugieron mi nombre como fuego.
Regresé detrás del horizonte,
por el mar,
por un laberinto debajo de la ciudad
y, al surgir a la superficie,
la urbe era un erizo calcinado por las flamas,
y escuché la música de Ryūichi Sakamoto;
una nota más seductora que el abismo,
más irresistible que la muerte;
evocaba las pisadas de aceleradores en primeras de cambio,
una ola de semáforos en verde por toda una avenida,
estrellas de vidrio
y un movimiento de humo azul en las escalas de las carpas doradas que se evaporan en los charcos para gravitar de vuelta a las nubes.
Era un sonido de adormideras,
de literas de sándalo detrás de la llovizna de los bosques,
de tumbas y neblina.
—He aquí la música de Sakamoto el día del fin del mundo —me dije.
Porque él comprendía los códigos;
en una calzada de compositores de bronce, se quitó las agujetas y dejó que sus tenis se cubrieran de yedra y caracoles diminutos
y los intercambió por partituras
para tener un lugar, para vagar descalzo por patios polvorientos.
Y el infinito se estremecía bajo sus pasos cayéndose en pentagramas,
en claves de sol a doble espacio
para expulsar las notas por los silencios de las cuerdas y que viajaran en espiral por su garganta,
para colgarlas en tendederos
como corcheas o armonías flamígeras.
Cuando los tupperwares llegaron
no tenían ornamentos orientales;
eran pálidos como los jardines de arena.
Alguien los trajo la noche anterior
y el banquete aún humeaba a través de los sellos de plástico.
Olía a fermento de miedo frío avasallando las promesas de un mejor mañana,
de una última cena en el óxido de los naufragios.
A Ryūichi le quitaron los instrumentos musicales
y se sentó a interpretar el silencio.
Era más admirable que los compositores que se ponen los guantes para tocar el teclado en un concierto de lluvia;
su magnetismo parecía comprimir el misterio del universo.
Deslizó los tonos de su flauta con teclas de cerámica,
podía pintar acuarelas con la voz,
su silencio era, en sentido de equilibrio, ventanas replegándose en el infinito
y, en la añoranza de las escalas y los arreglos orquestales,
inventó luciérnagas para sobrevolar los muros,
y salí del limbo.
En una elegante cortinilla de claves y corchetes de terciopelo negro,
aparecieron los créditos, escalonados
en orden alfabético.
Yo no quería que mi nombre se anclara a la música de Sakamoto aunque fuera la más hermosa del mundo,
aunque fuera el día del fin de los tiempos.
Por eso, levanté paredes en torno a mi sonido de identidad.
Quería que su polifonía se propagara por el pasado,
que azotara la ceniza
y seguir mi camino.
Una flotilla de luciérnagas en forma de ola erizada de electricidad cruzó por el cielo.
Debajo de un puente,
me esperaba el equipo de filmación.
Sólo entonces comprendí que su música era veneno.
