Mudanza
I
cuando uno abandona
una casa
una colonia
para mudarse a un nuevo lugar
todo huele brillante
como vuelto a nacer:
la luz que entra por la ventana
la plaza del centro
la tienda de conveniencia
la avenida principal
todo parece nuevo
hasta que tropiezas
otra vez
con esa piedra
el brillo se esfuma
no hay sistema
ni segunda caja abierta
ni domingo en la plaza
ni cruce peatonal
regresas al mismo sitio
nunca te fuiste
II
El polvo se acumula en el teclado. En el espejo y en la superficie de la cómoda. ¿De dónde sale tanto polvo si tengo la ventana cerrada todo el tiempo para que no entre el frío? Pero el frío entra. Y el polvo, también. Quizá no lo noto, como antes, sobre el piso de loseta. En esta casa la alfombra lo disfraza. Odio la alfombra. Me da escalofríos tocarla con la planta de los pies. Siempre llevo zapatos o chanclas. O al menos calcetines, que van recogiendo el polvo con mis pasos.
III
algo se pierde:
– el patio con la mata de romero y el murmullo de las abejas sobre sus flores
– el huerto y el floripondio
– el lugar seguro
donde los gatos enseñan el ombligo
donde yo no tengo que fingir
que soy una persona
que cocina
y come a diario
algo se rompe:
– la comunicación con antonio
– la puerta del cuarto de las visitas
cuya bisagra superior engendró
una herida vertical en el larguero izquierdo
que se fue haciendo grande
profunda
y obligó a la madera
a reptar el suelo durante meses
y a vencerse
con la presión del librero
cuando atravesó el umbral
algo aparece:
– el tapón de seguridad de la vitamix
– la foto que le tomé a mi papá
en Punta Banda
a la orilla del mar
ese invierno que volvimos a casa
después del hospital en mexicali
– el disco de belle and sebastian
– el cerro detrás de casa de mi mamá
que albergó el claro en el bosque
de todos los cuentos que leí de niña
IV
Esta soy. La que vive en casa de su mamá. La que no deja platos sucios en la cocina después de comer. La que no fuma. La que sube los escalones quedito, con cautela. Después de todo, es la casa de mi mamá. No puedo hincarme frente al retrete y vaciarme a arcadas sin sentir que estoy ofendiendo a alguien. Este es mi crew de invierno. Trepamos los tres a la subaru. Chass hace de copiloto y forja. Damos vueltas en el auto buscando un lugar seguro donde fumar, igualito que en los noventa, cuando subíamos con sigilo las escaleras en casa de nuestros padres. Cuando nuestros padres aún vivían. Vamos al cerro. Incendios, desmontes y desarrollos habitacionales fresas que cierran con plumas las calles lo han desdibujado. Aún quedan en pie parches de matorral intactos, lentiscos, saladitos y fresnillos de gran tamaño. En la cañada en la que antes estaba el claro del bosque ahora hay una hilera de departamentos de dos pisos todos iguales. Vamos, les digo, del otro lado del cerro, donde solo hay monte. Con las primeras lluvias de invierno despertaron los pastos. Las mostazas y los crisantemos. Una alfombrilla verde cubre el suelo de granito. Tomamos un sendero sencillo porque Enrique, por gusto, no come frutas ni tampoco camina en la naturaleza. Llegamos a un punto en el que alguien ha derramado cascajo en una meseta. Las ruinas de algo. Ahí fundamos un país con vista a la bahía y al atardecer.

Autor
Ismene Venegas
/ Ensenada, Baja California, 1977. Escritora y cocinera. Estudió Gastronomía en la Universidad del Claustro de Sor Juana y lideró las cocinas de los restaurantes La Contra, en Ensenada, y El Pinar de Tres Mujeres, en el Valle de Guadalupe; es autora del libro Lengua partida (2021) y coautora, junto a Paula Pijoan, del libro Plantas nativas comestibles de Baja California (2018). Textos suyos han aparecido en publicaciones como Low-Fi Ardentía, Revista Plástico y Rio Grande Review, entre otras.