agosto 2020 / Dossier, Ensayos

Los ámbitos del decir en la obra poética de Rafael Cadenas

“Me cautiva el lenguaje de los místicos, especialmente, desde luego, el de los españoles. Tienen el don de acuñar expresiones indelebles para comunicarnos un saber, que es más bien, en última instancia, un no saber”. Con esta frase, extraída de sus Apuntes sobre san Juan de la Cruz y la mística, Rafael Cadenas da cuenta de un aspecto esencial de toda su obra poética: la búsqueda de un lenguaje cada vez más sereno y aplomado, debajo del cual podamos sentir el latido de un estado de gracia, de una sabiduría vital en la que el ser alcance el contacto pleno con lo real. Su empeño en esta búsqueda, obsesiva y reiterada, ha propiciado incluso la autoimpugnación, en aquellos momentos en que el hablante poético, investido ocasionalmente con las galas de personaje, se ha declarado víctima del extravío y en acto de “Reconocimiento” ha admitido haber incendiado “los testimonios falaces” y adoptado “la forma directa”, en procura no de “estilo,/ sino honradez”, de “una voz/ sin tretas”, “Sin magia,/ sin los aderezos que usa la retórica”. Pues si en efecto, en su conjunto, la obra poética de Cadenas se nos ofrece a primera vista como una tentativa a ratos díscola, frecuentada por rupturas, donde en el tiempo se han acumulado y superpuesto una diversidad de modulaciones, registros y formas poéticas (versículos, poemas en prosa, aforismos, epigramas, apuntes, notas, versos breves…), toda ella se funda y se edifica sobre los mismos pilares, los pocos asuntos que en lo temático la ciñen: el yo como obstáculo o impedimento para lograr un estado de compenetración con la realidad; la otredad en sus múltiples derivaciones (los continuos y amenazantes desdoblamientos y enmascaramientos del yo, pero también la posibilidad de comunión y complementariedad espiritual con la amada, cuerpo y alma afines al deseo místico); la indagación en la experiencia de lo real, en el misterio esencial, no como ideación sino como imperativo de la dimensión sensible del ser; el lenguaje como paradoja: artificio que nos aleja de esa experiencia pero en cuyo fondo permanece latente, en su inmanencia, la posibilidad de vínculo con ella; la atención, la detención en el instante, en el suceder, la celebración de aquello que se revela tras la aceptación de un estado de ignorancia fundamental; o el exilio y el desarraigo como condiciones inherentes al desasosiego de existir, y la nostalgia por un estado primigenio de unidad elemental, trasmutada en ocasiones en una geografía aislada en la que la naturaleza sensual y enigmática sirve como correlato de tal situación anímica.

Lejos de modas, de afanes experimentales, de pretensiones innovadoras que le permitan exhibir nuevos carteles en la cofradía de los ismos literarios, su tentativa habita un campo que se desentiende de tales pugnas. Sin vocación de escandalizar, duda de su condición de poeta, según dice “personas algo distraídas” lo “tienen por escritor”. Por eso afirma también: “Cuando veo la mayor parte de la poesía que se publica en el mundo siento que estoy lejos de ella. No puedo escribir así, es una sensación. Al lado de eso me veo desmañado. Pienso con admiración en los poetas a quienes, apenas se ponen a escribir, se les llenan las manos de brillos. […] Me sostengo en mi flaqueza. Hablo desde mis deficiencias. Soy simplemente un hombre que no respira bien, y la poesía apenas alivia”. Afirmación que condice con algunos de sus versos cuando anota: “Estas líneas/ no son poemas/ respiraderos…”. Su búsqueda se inscribe, por tanto, en otros ámbitos sin querer ser tampoco ni antipoesía ni contrapoesía. Distante también de las invocaciones nacionalistas y desde una perspectiva que supera las estrecheces de lo regional, más que interesarse en su rol como poeta, su pesquisa, en tanto custodio de la lengua, quizás consista en lograr conciliar la palabra y el silencio, no con fines estéticos sino sobre todo como emprendimiento ontológico. Ajeno además a toda disposición órfica, más que canto, música y embelesamiento, busca en la palabra resonancias de su gravedad original. Su tarea —digamos, su oficio— es hurgar en el lenguaje aquellas señales que nos siguen hablando desde el silencio, que nos recuerdan la plenitud de ese primer contacto con el mundo, cuando la faena de la palabra era (des)cubrir, quitar velos: hacer vivencia, experimentar con (y desde) el verbo el misterio esencial de la existencia.

En este combate y esta paradoja se esconde el impulso religioso que, desentendido de ortodoxias e instituciones, se hace manifiesto en una inocultable devoción verbal que lo obliga por un lado a decir, en una emblemática “Ars poética”: “Que cada palabra lleve lo que dice./ Que sea como el temblor que la sostiene./ Que se mantenga como un latido”; y, por otro, a afirmar: “La palabra no es el sitio del resplandor, pero insistimos, insistimos,/ nadie sabe por qué”. Esa inevitabilidad y esa insistencia son resultado de una urgencia por interpelar el asombro, por inquirir a la vida acerca de su sentido. Con ese propósito, su pensamiento ha encontrado cauce tanto en su expresión poética como en su labor ensayística. Y aunque en realidad poesía y pensamiento son términos indisociables en su obra, resulta limitante e insuficiente leer aquella desde la óptica exclusiva de este. Así podríamos decir, sirviéndonos de una comparación: si, en el caso de la poesía de san Juan de la Cruz, el mismo poeta intentó explicarle al lector el alcance y sentido de sus textos (por fortuna sin fortuna), Cadenas, por el contrario, lidia con las palabras, consciente de la imposibilidad de someterlas a cortapisas que las confinen a ser meros canales de transmisión de las ideas conglomeradas alrededor del poema, al momento de su escritura. A pesar de sus empeños para que las palabras “lleven lo que dicen”, sabe, en realidad, que es inútil pretender domesticar su impulso; sabe que “dicen”, precisamente, porque viven en constante pugna por salvaguardar los grados de libertad que les confiere el poema. En uno de ellos, titulado “Las paces”, perteneciente a su libro Sobre abierto (Pre-Textos, 2012), nos muestra a un hablante poético consciente de tal conflicto. Allí dice: “Lleguemos a un acuerdo, poema./ Ya no te forzaré a decir lo que no quieres/ ni tú te resistirás tanto a lo que deseo./ Hemos forcejeado mucho./ ¿Para qué este empeño en hacerte a mi imagen/ cuando sabes cosas que no sospecho?/ […] Pues siempre me rebasas,/ sabes decir lo que te impulsa/ y yo no,/ porque eres más que tú mismo/ y yo sólo soy el que trata de reconocerse en ti./ […] Poema,/ apártame de ti”. Allí se pone en evidencia, además, como en otros de sus poemas, la ardua vigilancia autorreflexiva que ha tensado el “hilo del discurso” tejido por el hablante de esta obra poética, quien a lo largo del tiempo ha elegido desplazarse desde el verbo desbordado y la imaginación alucinatoria presente en uno de sus primeros libros (Cuadernos del destierro, 1960) hasta el ascetismo verbal, dominante y persistente, que encontramos a partir de Intemperie y Memorial, ambos publicados en 1977.

Tal vez la señalada divergencia entre el historial de registros poéticos que se suceden en parte de esta obra y la unidad del pensamiento que la sustenta, encuentre en una figura como la de John Keats, la simbolización de esa aparente y ocasional dualidad entre el decir y el pensar. En su libro ensayístico Realidad y literatura, Cadenas acude a una célebre carta escrita por Keats a Richard Woodhouse para plantear la oposición entre el “camaleón poeta”, aquél que choca al “filósofo virtuoso” y que “carece de identidad desde el momento en que se ve continuamente en la necesidad de ocupar el cuerpo de otro”, y la otra especie distinta de poetas, la “egotista sublime” representada por Wordsworth. Cadenas privilegia la opción de Keats, por cuanto ella supone la aceptación, por parte del poeta, de la anulación del ego, a fin de hacerse en y con los otros. Esa cualidad lleva a Keats a admitir que “ninguna palabra que yo pronuncie puede ser considerada como una opinión proveniente de mi identidad; ¿cómo podría serlo si carezco de naturaleza?” Tal deseo de anulación del “yo” implica no solo el ansia de la “nada” (“Sé/ que si no llego a ser nadie/ habré perdido mi vida”, nos dice Cadenas en un texto de Memorial), sino también el peligro de la adecuación mimética al imperio de lo otro, donde cabe también la dicción poética. Y en efecto: en un recorrido por los libros y poemas que conforman la primera parte de su obra (Cuadernos del destierro, de 1960; “Derrota”, de 1963, y Falsas maniobras, de 1966), encontramos un lenguaje y un universo simbólico que, aunque sin duda están regidos por el peso de la impronta de lo que podríamos llamar “la gravedad verbal” de toda la poesía de Cadenas, registran también el claro influjo de voces como las de Rimbaud, Ramos Sucre, Pessoa o Michaux, lecturas que en su momento le fueron cercanas. Sin embargo, sus filiaciones mayores las encuentra —según lo ha expresado—, más que en la poesía, en las posturas vitales y en la visión de mundo de poetas y escritores como Rilke, Whitman, D. H. Lawrence o Aldous Huxley, artistas en los que percibe una búsqueda —a través de la literatura— “que trasciende la literatura” y que, de algún modo, él emparenta con lo que ha sido su propio postulado: “La labor de aprender a ser nadie”.

Ese reclamo permanente de anteponer la vida a lo literario es el que señalará, en buena medida, el curso de su obra poética: viaje del desborde verbal al ascetismo; de la catarsis y el embrujo de la palabra, al ansiado silencio y el despojamiento. Trayecto entre el estallido y la calma que nos recuerda lo que la física nos predica hoy, y que desde muy antes ha permanecido en el saber religioso de las culturas ancestrales: antes de todo estuvo el misterio de la nada, la ignorancia fundamental.


Autor

Arturo Gutiérrez Plaza

/ Caracas, 1962. Poeta, ensayista, profesor e investigador universitario. Entre sus libros de poesía, se cuentan Al margen de las hojas (Monte Ávila, 1991), Principios de Contabilidad (México: Conaculta, 2000), Cuidados intensivos (Lugar Común, 2014), y El cangrejo ermitaño (Madrid: Visor/Fundación para la Cultura Urbana, 2020). También es autor de libros de ensayo, investigación literaria y antologías. Ha obtenido, entre otros, el Premio de Poesía de la Bienal Mariano Picón Salas (1995), el Premio Hispanoamericano de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz (1999) y el Premio Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana (2009).

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