agosto 2020 / Ensayos

Yo que siempre trabajo y me desvelo

Primera parte de dos.

para David Huerta

1.

Unos de los versos más tristemente célebres de Cervantes son los del noveno terceto del Viaje del Parnaso:

Yo, que siempre trabajo y me desvelo
por parecer que tengo de poeta
la gracia que no quiso darme el cielo…

La estrofa forma parte de lo que podríamos llamar la introducción de la obra, pues en ella Cervantes describe cuáles son sus intenciones al narrar ese viaje y cómo fue que este dio inicio. La estrofa ha sido, sin embargo, sacada de contexto y se ha tomado como prueba de que Cervantes mismo se consideraba un poeta menor. Si en cambio leemos con cuidado toda la introducción, nos daremos cuenta de que se trata, más bien, de una captatio benevolentiae en clave irónica,y no de una confesión sentida donde el autor confirme la fama de mal poeta que se le ha endilgado a lo largo de los siglos. De idéntica manera se ha manipulado la declaración del cura, durante el escrutinio libresco del Quijote (en I, 6), cuando se topa con la Galatea de Miguel de Cervantes, “más versado en desdichas que en versos” (I, 6, 94). —¿Lo ven? —dicen sus menospreciadores—: él mismo lo sabía; sabía que no era buen poeta. Es, me parece, una manera perezosa y engañosamente selectiva de leer. Contrapongamos, para no salir de las palabras que el propio Cervantes usa para describirse, el epíteto con el que el dios Mercurio lo recibe un poco más adelante en el mismo Viaje del parnaso: “¡Oh Adán de los poetas, oh Cervantes!” (v. 202).1 Esa certeza de su valía —la de llamarase “Adán de los poetas”— se hace eco de otras declaraciones en el Quijote (cuando se dice “nuestro español Ovidio”, al final de uno de los poemas preliminares de la Primera parte, por ejemplo), y nos lleva a pensar que, a pesar de los comentarios mal entendidos del Viaje del Parnaso y del Quijote, Cervantes se identifica a sí mismo como un auténtico poeta, como un artista nato, que, además, ha sabido enriquecerse del arte y de la tradición.2

Cervantes compuso miles de versos. Es autor de algunos de los sonetos burlescos más notables de nuestra tradición (el soneto con estrambote que escribió “Al túmulo de Felipe II en Sevilla” a la cabeza); de ese largo poema narrativo, apretadamente metaliterario, que ya he citado —el Viaje del Parnaso—, yde memorables obras dramáticas en verso. Es también autor de numerosos poemas que no han favorecido a su fama: los muchos que viven dentro de su vasta obra prosística, de la Galatea al Persiles, pasando por las Novelas ejemplares y ambas partes del Quijote. Si abrimos cualquier antología de su poesía, nos encontraremos, probablemente, con algunos de los poemas preliminares del Quijote de 1605 o con el soneto que el Caballero del Bosque entona a principios de la segunda parte del libro (cap. XIII). Este ha sido un gran error, repetido a lo largo del tiempo: creer que esos poemas que nutren sus obras en prosa son comunes y corrientes, y que, como tales, pueden ser leídos y juzgados. Sería como tomar las estrofas altisonantes de Carlos Argentino Daneri, en “El Aleph”, e incluirlas en los tomos de la poesía completa de Borges.

El caso que conozco mejor, en lo que respecta a la poesía inserta en la narrativa cervantina, es el del Quijote. En realidad, el papel de la poesía no se limita a la inclusión de versos que interrumpen el flujo de la prosa: es también un intertexto fundamental para el libro. De Garcilaso a Petrarca, de Ariosto a Ercilla, sin olvidar el mundo anónimo y épico del romancero viejo, todos son referentes literarios tan importantes como los libros de caballerías para la construcción de la obra maestra de Cervantes. En parte, esas alusiones se cuelan en el libro por boca de don Quijote, quien no es solo un lector voraz de libros de caballerías, sino también de mucha poesía. Poesía que cita continuamente para poder explicar, primero a sí mismo y luego a los demás, el mundo según se le presenta, filtrado por el tamiz de su locura.

En cuanto a los poemas que Cervantes escribió para la obra, estamos hablando de unas 45 composiciones de variadas formas métricas (el soneto —con o sin estrambote— la más abundante; las décimas, redondillas y coplas, las más divertidas; el ovillejo, la más soprendente), que juntas superan los 800 versos. Una tercera parte (de los poemas, no de los versos) está distribuida en dos grupos de poemas que abren y cierran la primera parte —la publicada en 1605—: los poemas preliminares y los epitafios escritos por los académicos de la Argamasilla. El resto de los poemas aparecen completamente imbricados en el entramado narrativo, y son obra, según el mundo ficticio del Quijote, de personajes que inciden en la trama, de alguna u otra manera. Son, pues, discursos novelescos que toman una forma poética, por voluntad estética de alguno de los actantes de la ficción. Resulta interesante ver cómo operan, en el marco de una obra que los contiene, esos dos modos de poesía cervantina quijotesca: la paratextual y la narrativa.

 

2.

En la sala número treinta de la National Gallery británica se conglomeran los turistas. Cuelga, entre los muros rosas, rojo, vino, tapizados a lo mille-fleur, la Venus de Velázquez, una de las thirty must-see paintings del museo. La gente toma y toma fotos (No flash, please, sir), y sigue su camino. Pocos se detienen frente a las veintitantas pinturas que cuelgan en la sala, dedicada a la pintura española del XVII —hay varios velázquez más y zurbaranes y riberas…— Exactamente enfrente de la Venus, un cincuentón, un poco despeinado y en camino a la calvicie desde el centro de la cabeza, brillante por la luz, la mira con gesto serio. Vestido de negro, con cuello de holanda, estira un poco su mano derecha y la posa sobre un marco de piedra. El marco descansa a su vez en una especie de altar; hay allí, enrollado, un trozo de papel (¿donde estaba el boceto?), un compás, unos pinceles y una paleta de óleos aún frescos. Justo abajo de la mano emergente, se lee la inscripción “Bartus Murillo seipsum depingens pro filiorum votis acprecibus explendis”. Quien está en el cuadro es, entonces, Bartolomé Murillo, pintándose a sí mismo por petición de sus queridos hijos. Está en el cuadro, pero parece estar saliendo de él; la mano que rompe sus barreras de cosa pintada y el participio presente del verbo depingo ponen en jaque los límites de la representación —su tiempo es el pasado, lo finito— y la vida —su tiempo es el presente, lo que fluye.3

El autorretrato de Murillo fue pintado alrededor de 1670. Su lúdica dinámica se inserta en una de las obsesiones primordiales de la pintura europea de la época: indagar cuál es la frontera de la imagen y cómo se relaciona esa frontera con el mundo. Una de las manifestaciones más claras de esa obsesión fue la de incorporar al texto del cuadro aquello perteneciente al contexto; el marco, por ejemplo —aunque su realidad objetual es peculiar:

El marco separa la imagen de todo lo que es no-imagen. Define su encuadre como un mundo significante en sí frente al “fuera del marco”, que es el mundo de lo real. Pero, ¿a cuál de estos mundos pertenece el marco?

La respuesta es forzosamente ambivalente: a ambos y a ninguno. El marco no es imagen todavía y no es, tampoco, un simple objeto del espacio envolvente. Pertenece a la realidad, pero su razón de ser está en su relación con la imagen. Y sin embargo, el marco no pertenece al mundo ideal de aquella, pese a ser el que la posibilita. [Stoichita, La invención del cuadro, (1993) 2000: 41]

Por ello, pintar un marco dentro del cuadro, dar al cuadro un marco pintado, es un ejercicio de trampantojo, sí, pero uno significativo por metaficcional; y más cuando, como sucede en el autorretrato de Murillo, el marco pintado se usa para propulsar simbólicamente la imagen al terreno de lo vivo.

La metaficción, como se sabe, fue un terreno también rico en la literatura de los siglos XVI y XVII. Parecería, sin embargo, que la palabra, sin el poder instantáneo y embustero de la imagen, se queda un tanto corta de alcances en esta materia. ¿Qué hay parecido al trampantojo en la literatura? ¿Qué puede haber tan contundente, en los terrenos de la autorreferencialidad, como Las meninas de Velázquez, La espía de Maes o el autorretrato de Murillo? ¿Cómo pueden las palabras aspirar a esa frescura con la que este saca la mano del marco que lo encierra? ¿Cómo igualar esa plasticidad, esa inmediatez? ¿Qué cosa hay equivalente a ese marco, a esa pieza del mundo, aprehensible y cerrada, que pueda incorporarse al texto y abrir ese portal de comunicación casi metafísica entre dos mundos?

Para referirme a los poemas que aparecen entre el prólogo y el capítulo I del Quijote, he usado un adjetivo cómodo y repetido por la crítica: preliminares. Lo son, solamente si pensamos que el libro empieza con aquel octosílabo (“En un lugar de la Mancha”) citado hasta la náusea.4 Margit Frenk, entre otros, diría que ello es falso: que el libro comienza con el prólogo. Razón no le falta: al leer ese texto fascinante, nos sentimos ya —no podemos evitarlo— en el terreno de la ficción.5 Poco importa si equiparamos al sujeto de enunciación con el propio Cervantes: la dinámica textual de esa “prefación” nos hace saltar de un mundo a otro, de la literatura a la realidad, de maneras vertiginosas. Si ello se logra con el prólogo, los poemas preliminares no solo lo reafirman, sino que lo llevan más allá.

En una entrevista sobre 50 estados, su libro más reciente, el poeta argentino Ezequiel Zaidenwerg confesaba su primera sorpresa cuando la editorial Bajo la luna clasificó su obra como novela. 50 estados es un libro bien peculiar: Zaidenwerg creó, al más puro estilo novelesco, un grupo de personajes poetas, todos contemporáneos y estadounidenses, a quienes dice antologar en el volumen. Así, hay poemas de cada uno —se incluyen el “original” en inglés y la “traducción” al español— y se transcriben entrevistas que el autor-traductor dice haberles realizado en los últimos años. Dotado ventrílocuo, Zaidenwerg ha logrado, con la suya, crear esa multiplicidad de voces poéticas (aunque recibió el apoyo de poetas reales, que accedieron a encarnar a los personajes de Zaidenwerg para las entrevistas, y de un par de voces amigas, que tradujeron al español o al inglés algunos textos). Es esa, la miríada de voces, su mayor creación novelesca. Algo similar sucede con los preliminares del Quijote: allí, once personajes tomados de la literatura caballeresca se dirigen, en tono de supuesta alabanza, a los personajes principales del libro. Cada poema tiene una entonación y un registro distintos. Hay, sin embargo, una diferencia fundamental entre 50 estados y estos poemas quijotescos: los personajes de Zaidenwerg son todos poetas profesionales; los de Cervantes son, en el mejor de los casos, poetas de ocasión, ineptos versificadores. Ello tiene que ver con las intenciones burlescas del conjunto y con el manejo ejemplar que su creador supo siempre hacer del decoro literario (decoro no era recato: era que cada personaje hablara y se comportase conforme a su condición social y de género). Quiero decir: si esos poemas preliminares son, en general, malos, ello no se debe a que Cervantes fuera un mal poeta, sino a que quiso que esos personajes lo fueran. Esto puede parece una obviedad. Lamentablemente no lo es.

La palabra malos está en cursiva líneas atrás: lo son, malos, solo si los valoramos como lo haríamos con cualquier poema “normal”. Cuando leemos un soneto de Garcilaso, estamos frente a un enunciado literario completo en sí mismo. No es el caso de los poemas quijotescos, como lo he planteado ya. Y tampoco podemos perder de vista, en este caso, el carácter eminentemente burlesco del conjunto. Es forzoso, por ello, más allá de juicios someros, verlos como parte de la construcción global que hace del libro una obra maestra.

No estamos acostumbrados a una poesía así: no autosuficiente, sino interdependiente de un contexto ficticio mayor. ¿Es poesía lírica? Sí y no: sí, porque son poemas que reflejan la visión de mundo de un sujeto lírico solo existente dentro de los límites del poema —ello siempre es así, por más que insistamos en identificar al autor con la voz poética—. No, porque a la vez ese sujeto lírico es el desdoblamiento de un personaje que solo existe en los límites de una obra ficticia mayor —aquí por su participación en el Quijote, y por los libros de donde Cervantes tomó a tales personajes para que hablaran en los poemas preliminares: recuérdese que son Urganda, Amadís, Belianís y compañía quienes “escriben” esos versos laudatorios paratextuales—. Acostumbrados a otras formas de la lírica —más autorreferenciales, más narcisistas—, no sabemos qué hacer, cómo leer, cómo valorar estos poemas que escribió Cervantes, pero impostando la voz.

Cada poema, entonces, tiene un estilo y un registro propios. Desde las décimas hilarantes de Urganda, con sus versos de cabo roto, que por su forma misma nos invitan a la risa (véase nada más el inicio: “Si de llegarte a los bue-, / libro, fueres con lectu- / no te dirá el boquirru-, que no pones bien los de-”), hasta la impertinencia hipócrita y socarrona de Gandalín, pasando por la cortesía de Amadís de Gaula y el estilo intempestivo de Belianís. Un lector del siglo XXI podría preguntarse qué sentido tenía incluir esos poemas antes de la obra. Su sentido es paródico: era una costumbre generalizada que el autor buscase entre sus amigos o conocidos dos o tres poetas de prestigio (no siempre literario; muchas veces, más bien, político), para que escribieran algunos poemas que serían impresos como pórtico a su obra. En ellos, se alababa al autor y al libro en cuestión, y eso les daba un espaldarazo simbólico. Cervantes renunció a esa posibilidad, y en vez de continuar una convención que le parecía hueca, logra algo sorprendente: mediante los poemas inaugurará líneas narrativas (se anuncia la imitación que hace don Quijote de Amadís en Sierra Morena, por ejemplo), presentará rasgos de sus personajes (la locura de don Quijote, la pobreza de Sancho), creará falsas expectativas en el lector (promete, por mencionar una, la aparición de Dulcinea, que jamás pone un pie en escena) y construirá el ambiente burlesco propicio para entender y disfrutar su obra. Por eso ha dejado el mejor poema para el final, ese que nos deja con la carcajada en la boca, listos para recibir la historia de don Quijote como merece. Me refiero al magnífico diálogo entre Babieca, caballo del Cid, y Rocinante:

B. ¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?
R. Porque nunca se come, y se trabaja.
B. Pues ¿qué es de la cebada y de la paja?
R. No me deja mi amo ni un bocado.

B. Andá, señor, que estáis muy mal criado,
pues vuestra lengua de asno al amo ultraja.
R. Asno se es de la cuna a la mortaja.
¿Queréislo ver? Miraldo enamorado.

B. ¿Es necedad amar?
R.                                No es gran prudencia.
B. Metafísico estáis.
R.                           Es que no como.
B. Quejaos del escudero.
R.                                  No es bastante.

¿Cómo me he de quejar en mi dolencia,
si el amo y escudero o mayordomo
son tan rocines como Rocinante?6

Hay aquí otro cincuentón rompiendo los límites que el marco, al volverlo parte de la obra y no puro ornato, parecía imponerle. Saca la mano. La posa en el marco de piedra, pintado en trampantojo: aparenta ser marco pero es obra. No son poemas preliminares: son la representación paródica de una convención caduca.


* Este artículo, aunque incorpora nuevas ideas y planteamientos, se basa en partes de mi libro La poesía, señor hidalgo. Funciones de la poesía en el Quijote (Grañén Porrúa, 2019).


1 El poeta mexicano David Huerta ha reflexionado mucho sobre estos malentendidos históricos en torno a Cervantes. Véase, por ejemplo, el artículo, firmado por él y Pedro Gálvez, “Garcilaso y Cervantes en la perspectiva del canon”, aparecido en la revista Acta poética (vol. 36, núm. 2, pp. 81-111).

2 De todas las hipótesis que se han formulado sobre por qué Cervantes se da a sí mismo el apodo de Ovidio español, mi predilecta es porque narra múltiples metamorfosis: de hidalgo pobre y viejo en caballero; de labrador en escudero; de aldeana en dama; de molinos en gigantes…

3 Confróntese todo el párrafo con Stoichita, La invención del cuadro, [1993] 2000: 203-205.

4 Esa es, por cierto, otra manera en que la poesía hace su aparición en el Quijote: mediante el uso de frases rítmicas, en todo similares a versos. Aquí vemos una frase octosilábica; habrá muchas otras otras, endecasilábicas o heptasilábicas, por ejemplo. Uno de los casos más hermosos son las palabras que la pastora Marcela usa para describirse a sí misma: “Fuego soy apartado, y espada puesta lejos”.

5 El texto de Frenk al que aludo es “El Prólogo de 1605 y sus malabarismos”, incluido en su bello libro Don Quijote ¿muere cuerdo? Y otras cuestiones cervantinas, publicado por el FCE en 2015.

6 En el poema hay un chiste genial y sutil: en la época, a la gente muy flaca se les llamaba “héticos”, una palabra de origen griego, y que conserva una “h” inicial muda. Cervantes, entonces, juega con su homofonía con la “ética”, y hace de este caballo ya no solo un filósofo que encargara de las pasiones y actitudes humanas: es tan delgado que parece metafísico.


Autor

Emiliano Álvarez

Ciudad de México, 1987. Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del FONCA. Ganador del Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 2017 con el libro Sólo esto. Ese mismo año publicó Nômen (Ediciones Sin Nombre). Desde 2011 es subdirector de La Dïéresis (editorial artesanal), donde también ha publicado algunos libros de autor y libros de artista. Actualmente trabaja en dos libros de poesía, uno de los cuales, Salir el cuerpo, está próximo a editarse bajo el sello de la UAQ. 

agosto 2020

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