marzo 2021 / Ensayos

Traductores conversos

Primera parte de dos.1

 

Vita enim mortuorum in memoria est posita vivorum. Perficite, ut is quem vos inscii ad mortem misistis, immortalitatem habeat a vobis. Esto dijo Cicerón en la novena de sus Filípicas. Les hablaba a sus colegas, los senadores, que habían mandado a Servio Sulpicio, gravemente enfermo, con una embajada ante Marco Antonio; Sulpicio no sobrevivió al viaje. La frase de Cicerón es parte de un discurso en que pide una estatua que conmemore al frustrado embajador. Pero a veces la retórica se eleva hasta la poesía y la frase supera la circunstancia: “La vida de los muertos, en efecto, está puesta en la memoria de los vivos. Lograd que aquel a quien sin saberlo enviasteis a la muerte, obtenga de vosotros la inmortalidad.” La retórica se eleva a la poesía y nos muestra algo verdadero e inapelable, desnuda la esencial precariedad y la ocasional grandeza de la condición humana. También el precario arte y el arduo viaje de la traducción nos dejan cerca de la condición humana: nos ponen en contacto con algo, un texto, que supera ampliamente el espacio y el tiempo de nuestra vida. Es claro que no me refiero aquí a la traducción de la momentánea espuma verbal de una época, del discurso dicho en la mañana para ser olvidado antes del anochecer, incluso por la misma persona que lo ha pronunciado; hablo de aquellas palabras que han sido dichas o escritas con el deseo, con el impulso, con el ánimo de sobrevivir a la mente de donde salieron: las palabras de la poesía, o si se quiere, para usar una palabra más llana, la literatura. Tomo en mis manos un volumen que contiene las Odas de Horacio. Abro una página y encuentro: Aequam memento rebus in arduis / servare mentem, o encuentro Eheu fugaces, Postume, Postume, / labuntur anni… Y siento que toco algo inmortal; algo que está vivo, que sobrevivió largamente, no solo a la mano que lo trazó sobre la tablilla encerada o sobre un trozo de esa membrana que forma la parte interna de la corteza de un árbol, llamada líber, sino que sobrevivió también a la Ciudad no eterna para cuyos lectores escribía esa mano, y al Imperio que esa ciudad gobernaba, y a las invasiones de los bárbaros, a los incendios de bibliotecas, a los amanuenses medievales que copiaron pacientemente esos versos en códices que hoy los filólogos clasifican y numeran y ordenan en árboles genealógicos… Esto es lo que el traductor no puede comunicar, tal vez, pero que lo sostiene en sus horas de soledad y de abatimiento: la convicción de formar parte de una “dispersa dinastía de solitarios”, a veces remota, que comparte y transmite una sucesión, un legado.

No hay interpretación que no sea anacrónica, incluso si leemos un poema recién escrito, incluso si leo lo que yo mismo he escrito esta mañana: leemos, necesariamente, a partir de nuestro propio contexto de lectores, con nuestra presente disposición de ánimo, sobre presupuestos, rara vez conscientes, que sin duda difieren de los que tenía el autor, incluso si este es —como digo— más o menos coetáneo; Horacio, nacido en 65 a. C., no es mucho más difícil que May Sarton, nacida en 1912; la lengua, los hábitos cotidianos, el sentido ético, los discursos dominantes, la historia, la religión: todo lo que conforma una época y una cultura puede alejarnos de una obra. Con todo, no podemos renunciar a la interpretación. Sin ella, no lograríamos hacer nuestra esa herencia. Y el trasfondo del texto es un enigma que hemos de descifrar, si queremos que el poema nos diga algo. En esta empresa no podemos prescindir de la tradición interpretativa; tradición que puede estar materialmente impresa en libros o ser parte de esa intangible trama que forman todas las páginas que hemos leído y todas las conversaciones que hemos tenido, incluso las no “literarias”, porque la lengua es toda ella una tradición, y llega hasta nosotros, y sigue sin nosotros, como un camino. A ese camino le agregamos un tramo. Esta tarea le ha sido encomendada tácitamente a cada generación, no por alguien, sino por el lenguaje; en nuestro caso particular, por el goce de sentirnos parte de una comunidad que se reúne en torno al fuego de un poeta; comunidad dispersa y pequeña, pero persistente, que otros continuarán animando cuando no estemos, fieles al deseo de perduración que subyace al acto mismo de estampar una letra en un papel, fieles a esa voz que quiso no morir del todo.

Traducir versos y traducir prosa artística no son desafíos tan diversos como pudiera creerse. Consideremos estas líneas de Borges sobre Edward Lane, traductor de Las Mil y una Noches:

Cinco estudiosos años vivió el arabizado Lane en El Cairo, “casi exclusivamente entre musulmanes, hablando y escuchando su idioma, conformándose a sus costumbres con el más perfecto cuidado y recibido por todos ellos como un igual”. Sin embargo, ni las altas noches egipcias, ni el opulento y negro café con semilla de cardamomo, ni la frecuente discusión literaria con los doctores de la ley, ni el venerado turbante de muselina, ni el comer con los dedos, le hicieron olvidar su pudor británico, la delicada soledad central de los amos del mundo.

Tocar una palabra, modificar una sílaba, disminuiría esta música. El traductor se acerca a un poeta con verdadero pudor y en verdadera soledad. Trata de convertirse en aquel a quien va a traducir, aunque sabe que su empeño, como el del amor, nunca podrá cumplirse del todo.

En cuanto a la traducción de poesía en verso, entiendo que lo mejor, o lo menos malo, es buscar para cada caso la forma que resulte menos violenta, más dócil, más elegante y agradecida. Yo solo me he atado siempre a una regla, discutible también, que es la de mantener el mismo número de versos en la traducción que en el original; después, en la métrica, según los casos me he tomado libertades; imitar la rima puede obligar a veces a una mayor soltura en el tratamiento del texto; traducir sin rimas un original rimado también es una pérdida, y hay que buscar alguna compensación. Algunos poemas aceptan esa compensación de buen grado; otros no la aceptan, se nos deshacen en las manos apenas les robamos esa delicada repetición de sonidos.

Cierta vez, en uno de mis cursos, quise acercarles a mis alumnos la poesía de la Leyenda de los siglos, de Victor Hugo, y les leí el poema titulado Booz endormi, acompañado de una traducción mía, en alejandrinos sin rima. Una de las alumnas más inteligentes y ávidas de conocimiento, después de oír el original y leer la traducción, se indignó conmigo: “Pero cómo, me dijo, ¡el original tiene rimas, y la traducción no!” Su gesto me hizo sonreír, pero un tiempo después me puse a redactar una nueva traducción, esta vez rimada; y vi que no era imposible, simplemente era más difícil y requería más tiempo, más imaginación y sobre todo más amor. 

Hay quienes han propuesto a los traductores la dicotomía entre la fea fiel y la bella infiel; es falsa. No hay tal cosa, en poesía, como una fea fiel, porque la peor infidelidad es ofrecer a los lectores una fealdad a cambio de la belleza.

Desde luego, el principal y a menudo oculto escollo que enfrenta el traductor es lo que George Steiner llamaba “el desastre de Babel”, es decir, la irreductible diferencia de las lenguas humanas. El traductor novicio cree que basta con abrir un diccionario para hallar los equivalentes. Y quizá mirará con desdén o recelo, si es que llega a conocerlas, frases como la de Wilhelm von Humboldt, que dijo que para entender una sola palabra de una lengua hay que conocer la lengua, o la de Walter Benjamin, que dijo que la palabra alemana Brot no es del todo equivalente a la francesa pain, aunque las dos sirvan para pedir el pan en la mesa. En francés se dice fort comme un ours, en castellano fuerte como un toro. El traductor tendrá que decidir entre usar una expresión nueva y un tanto sorprendente, o adaptar. En francés se dice: Il m’a dit n’importe quoi, que literalmente sería decir Él me dijo no importa qué, pero eso no es castellano; en nuestra lengua el equivalente es Él me dijo cualquier cosa, o lo primero que se le ocurrió. Hay un verso de Musset que dice:

La vie n’est qu’un sommeil, l’amour en est le rêve.

¿Y ahora, qué hacemos? Tanto sommeil como rêve se traducen al castellano por “sueño”; pero uno es el sueño de dormir, el otro es el sueño de soñar… ¿y cómo traducir ese en del francés, tan preciso? ¡Ay de la pobreza del castellano!, suspira el traductor. Pero no hay tal pobreza. Pensemos en estos versos de Jorge Luis Borges:

Antes que el sueño (o el terror) tejiera
Mitologías y cosmogonías,
Antes que el tiempo se acuñara en días,
El mar, el siempre mar, ya estaba y era.

La metáfora acuñar el tiempo en días es magnífica y nueva —dicha por Borges, que en varios de sus ensayos negó que se pudieran inventar metáforas— y me la imagino no muy fácil de traducir. Pero ¿qué decir del “siempre mar” y del claro juego de “ya estaba y era”? “El siempre mar” es un hallazgo incomparable y es una innovación gramatical, pero ya sabemos —ya lo sabían Quevedo y Góngora y Lope— que la gramática puede ser dócil y dúctil, puede ser oro en los dedos del orfebre. Lo sabía Quevedo, que habló de “escalar jueces”. Lo sabía Góngora, no hacen falta los ejemplos. Lo sabía Lope, que escribió aquel verso: “¡Siempre mañana y nunca mañanamos!” Y en realidad lo saben todos los hablantes nativos, que todos los días empujan la gramática contra el cerco, a ver si logran llevarla un poco más allá. Y así es como las lenguas cambian.


1 Conferencia pronunciada en las XXII Jornadas de Poesía en Español, Logroño, 28 de octubre de 2020. El título fue propuesto por el coordinador de las Jornadas, Paulino Lorenzo. El juego de palabras invita a razonar la etimología de la palabra verso. Como se sabe, proviene del latín versus, cuyo significado más antiguo es “surco”; el sustantivo es el abstracto de vertere, “volver, dar vuelta”: el surco se forma dando vuelta la tierra. El verso se forma (podría decirse) revolviendo la prosa, y volviendo el espíritu hacia el otium creador, hacia lo esencial, hacia el ritmo.


Autor

Alejandro Bekes

/ Santa Fe, Argentina, 1959. Poeta, ensayista y traductor. Es autor de los libros de poesía Esperanzas y duelos (1981), Camino de la noche (1989), Abrigo contra el ser (1993), País del aire (1996) y El hombre ausente (2004), entre otros. En 2006, la editorial española Pre-Textos publicó una antología de su obra poética bajo el título Si hoy fuera siempre. Ha traducido a autores como Nerval, Horacio, Shakespeare, Virgilio, Catulo, Petrarca, Baudelaire, Mallarmé, Rimbaud, Keats y Auden.

marzo 2021