Anaïs Abreu, Lo que se pudo ver, Fondo Editorial de la Universidad Autónoma de Querétaro, 2020, 72 pp.
Entrar en Lo que se pudo ver, de Anaïs Abreu D’Argence (Ciudad de México, 1982), es como sumergirse en un bosque de niebla donde las cosas aparecen y desaparecen de inmediato, los contornos apenas se vislumbran y la solidez misma de los objetos se pone en entredicho. En ese sentido, me parece congruente que su poética se me haya develado (y uso esta palabra con toda conciencia de su sentido lumínico, de sus connotaciones fotográficas) en su poema “Paisaje de niebla”:
de luz traducida
en una imagen que logramos
incorporar a través de su rotura.
Este fragmento es la llave maestra del libro. Ya que muchos poemas mencionan al inicio, a manera de epígrafe, una pieza de las artes visuales, se trata de un libro cuyo propósito es, en efecto, traducir la luz al lenguaje. Casi cada poema indaga sobre —y problematiza la posibilidad misma de— este desplazamiento entre lo visual y lo lingüístico, y por momentos la autora parece estar agudamente consciente de que se trata de un proyecto imposible. La segunda parte del fragmento incorpora una palabra clave que aparece a lo largo del libro: la rotura. Abreu sugiere que esa traducción lumínica solo puede efectuarse gracias a o a través del quiebre: “una imagen que logramos/ incorporar a través de su rotura”. La fragmentación es un elemento central de la poética de Abreu que se expresa en la forma de sus versos horadados, los cuales parecen borraduras de un poema más largo, de un texto que apenas podemos vislumbrar. El libro está constituido por destellos de escenas que permanecen siempre un poco más allá del alcance del lector, en otro lenguaje, intraducibles. Los poemas son retazos, ruinas de una escena que quizá estuvo completa alguna vez. Las cosas se muestran y desaparecen casi al mismo tiempo:
que se muestra
extinguiéndose
La fragmentación, presente a nivel incluso semántico y tipográfico, se nombra en momentos como el que cité al inicio: “una imagen que logramos/ incorporar a través de su rotura”. Se trata de una rotura paradójica, pues es solo a partir de ella que se logra efectuar la traducción de esa luz, la interpretación. Quizá las cosas solo puedan significar si están rotas: “for nothing can be whole or sole/ that has not been rent” [“pues nada puede ser único e íntegro/ si antes no fue rasgado”], como diría Yeats. O, citando a Leonard Cohen: “There is a crack in everything/ that’s how the light gets in” [“Hay una grieta en todo/ así es como la luz entra”].
En este sentido, es significativo que los poemas comiencen refiriéndose a una obra que permanece fuera del texto. Señalan, en resumen, hacia algo que son incapaces de contener y, al hacerlo, traen a primer plano la consigna misma del lenguaje, su paradoja medular, puesto que el lenguaje siempre señala algo que no puede contener. Los poemas de este libro están rotos como lo está el lenguaje mismo al no poder contener aquello que describe. Y el libro de Abreu muestra con sutileza y maestría esta condición misma de la lengua; nos propone que el quiebre en un sistema de significados sea la llave que permite su interpretación, aquello que lo vuelve descifrable.
Pienso que esta alquimia, la transmutación de imagen a texto, sucede en momentos esenciales del libro, especialmente hacia el final de varios poemas en los que se nombra el acto mismo de tomar una foto. “Angelus”, por ejemplo, termina así:
alguien se detiene en frente
toma una foto y se va.
Y “Vestido de flores”, que describe un picnic familiar de la manera más ominosa posible, cierra con los siguientes versos:
tendida sobre el pasto
yo frente a ellos tomo una fotografía.
Pienso que cuando se nombra el acto de tomar la fotografía sucede ese quiebre que permite la difícil transmutación entre imagen y texto —y, quizá, entre realidad y texto.
Si la fotografía es ya una traducción de la realidad, estos poemas, al ser una traducción de la fotografía, están, por lo tanto, doblemente alejados de la realidad. A fin de cuentas, la realidad es también una imagen que permanece fuera del texto. De hecho, es interesante que, si bien varios poemas remiten a una obra pictórica al inicio, otros también remiten a un momento y un lugar concreto, como si la autora sugiriese que la realidad misma es también una obra que permanece fuera del poema, subrayando que lo que se intenta describir es algo que el poema no contiene. Todo poema es écfrasis.
La equivalencia planteada entre obra de arte pictórica y realidad visible se refuerza, pues Abreu con frecuencia compara la mirada con la fotografía; parece sugerir que el acto mismo de mirar es una forma de categorizar, sistematizar y estetizar aquello que vemos. Es también una manera casi violenta de recortar y fragmentar un paisaje que nos contiene en una toma artificialmente cuadrada. La mirada, al igual que la fotografía, al igual que el poema, intenta contener el mundo que mira y fracasa en su intento. Esto es notable cuando el padre mira a la madre y a la enunciante en “Vestido de flores”:
vista desde arriba
él casi nos pudo contener
Aparece aquí esa comparación entre la mirada y la fotografía, y también, ese intento fallido por contener aquello que se ve. No se trata solo de contener lo mirado, sino de incorporarlo, fagocitarlo, transmutarse en él: la mirada desea convertirse en lo que mira, desdibujar los límites entre sujeto y paisaje. Este deseo es quizá el deseo trágico del lenguaje mismo (si puede decirse que el lenguaje desea algo): el deseo del significante de convertirse en el significado. Esta pulsión se enuncia con claridad desde lo visual en el poema “El chaleco”, donde se describe cómo cuelga esta prenda de ropa de un perchero de madera. En sus últimos versos aparece un deseo peculiar, imposible, extravagante: el deseo de las enunciantes de convertirse en ese chaleco, de colgar de las perchas:
y decidimos ensartarnos
también en los ganchos en los agujeros
que sacamos en el olor que quedó
en el sonido.
Este deseo de fundirse con lo que se mira se realiza metonímicamente en “Vestido de flores”. Reaparece en él una canción itinerante, en cursivas, una especie de estribillo que se repite:
ahí está el hombre con los ojos abiertos
ahí el hombre con los ojos del campo
En el tercer y último verso se realiza esa fundición casi alquímica entre la mirada, vuelta explícita en la descripción de los ojos abiertos, y el campo: “ahí el hombre con los ojos del campo”. Sin embargo, algo sucede en este verso que lo distingue de los anteriores: hay una elisión del verbo que se refuerza por la disposición tipográfica que deja un espacio en blanco en el sitio que ocupaba el verbo, como si este hubiera sido borrado, intervenido. Abreu pareciera sugerir que, para efectuar el milagro que busca el libro, la unión entre observador y mundo, es necesario sacrificar algo indispensable, mutilar la frase de su partícula más importante: el verbo. Como si, una vez que se ha efectuado la unión entre observador y mundo, el observador hubiera estricta, textualmente, dejado de existir.
La conversación con la imagen y la búsqueda por romper los límites entre imagen y texto, entre mirada y paisaje, se reproduce en la estructura dialógica que obedece el libro. Muchos poemas funcionan como una conversación con una segunda persona que es, a veces, un desdoblamiento de la primera y, a veces, alguien más pero que está tan cerca, tan íntimo, que casi se desdibuja el límite entre ella y la hablante. Así, el borramiento de límites entre el observador y lo que mira sucede también entre la hablante y aquellos a quienes mira. En ocasiones esos límites entre el enunciante y el otro son porosos, tan frágiles que se disuelven y amenazan con desaparecer: “¿es contagioso esto de ahogarse?”, se pregunta. A nivel tipográfico, la estructura dialógica se vuelve evidente con la alternancia entre redondas y cursivas, que sugiere un diálogo discontinuo, pausado. Las cursivas son, en la poética de Anaïs Abreu, una voz dentro de la voz.
Lo que se pudo ver teme y busca la disolución de límites entre el hablante y el otro, entre el observador y lo que observa, entre distintas diciplinas artísticas. A través de un estilo fragmentario, minimalista y cuidadoso, gira en torno a la herida de la rotura, escribe en sus lindes, la celebra y le huye.
Autor
Elisa Díaz Castelo
Ciudad de México, 1986. Autora de Proyecto Manhattan (2021), ganadora del Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2020 por El reino de lo no lineal, del Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal 2017 por Principia y del Premio Bellas Artes de Traducción Literaria 2019 por Cielo nocturno con heridas de fuego, de Ocean Vuong, así como el premio Poetry International 2016. Con el apoyo de las becas Fulbright-COMEXUS y Goldwater, cursó una maestría en Escritura Creativa con especialidad en poesía en la Universidad de Nueva York (2013-2015). Ha sido becaria del programa Jóvenes Creadores del FONCA en tres ocasiones y de la Fundación para las Letras Mexicanas.