18 enero, 2021

Aguda conciencia del presente: Entrevista con Miguel Casado

de Victor Vimos | Entrevistas

Primera parte de dos.

 
Pensar el poema como un espacio en tránsito y modificación es, también, una labor de atención. En su raíz latina, attendere, esa labor indica un intento constante por alcanzar lo próximo: estirarse hacia lo que, en apariencia, sería posible abarcar. Ir hacia algo. Ese es uno de los puntos desde los que Miguel Casado (Valladolid, 1954) propone reflexión en los materiales agrupados dentro de Un discurso republicano. Ensayos sobre poesía (Libros de la Resistencia, 2019). La escritura, la lectura y la crítica son procesos que cuestionan sus límites en este tránsito y que operan, en los momentos más extremos, hacia un desborde de la forma. Extremo quiere decir, aquí, heterogéneo, amplio, distanciado del lugar funcional del lenguaje cultural y arrojado hacia un ejercicio de percepción que relaciona idea, mirada, cuerpo como una tentativa para rastrear relaciones diferentes en el proceso poético. La escritura aparece en estos ensayos como un flujo en constante expansión. Los modos de su comportamiento no están divorciados de la lectura, ni de la disposición a un estado de conciencia en el que tiempo y espacio son reconocidos como formas de acceso hacia vínculos que se expresan y rehacen de forma constante.

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Pensar la escritura como una tarea que no se cierra en la forma, sino que está en tránsito hacia algo (Paul Celan) propone, a la vez, una noción diferente del espacio en el que se practica esa acción abierta. Entiendo que ese espacio es ambiguo: cerrado frente a la vorágine del capital que todo lo ve como mercancía, pero abierto a la expansión de una escritura que abarca distintos campos, poniendo en crisis lo que en ella intenta ver la cultura. ¿En diálogo u oposición a cuáles elementos del individuo y de la sociedad se construye este espacio?

Sí, lo veo como usted. Es muy limitadora la idea de que la escritura poética se concentra en la forma, se cierra en la forma. Todo lo que hemos observado, aprendido desde Rimbaud, se opone a ello; al fin y al cabo, la propuesta más fértil de los formalistas rusos (pese a la habitual manipulación de la etiqueta que se les adjudicó) es la condición inseparable de la forma y el sentido, de modo que no se pueda hablar de ambas cosas por separado. Celan, efectivamente, insiste mucho en ese movimiento en sus escasos textos sobre poética (sobre todo en “El Meridiano” y el “Discurso de Bremen”): caminar, ir hacia algo, y en que ese algo tampoco es propiamente un fin, sino “algún lugar abierto que invocar”. Esta idea: el espacio del poema como un espacio abierto, como el lugar por donde algo se mueve, atravesado por un acto de habla inestable, que tiene la luz y la sombra del momento en que se oye. Desde Rimbaud, digo, sabemos que lo cerrado nos encierra, codifica el texto, lo vacía, convierte sus imágenes en repertorios —y entonces el poema se muere, deja de estar activo.

He trabajado sobre Francis Ponge, sobre sus borradores inacabados que nunca llegan a ser poema, pero siempre buscan a la vez la forma y el sentido, en un movimiento cuya ley es ir descubriendo hacia dónde va, al mismo tiempo que va. O he propuesto hablar de forma libre para la poesía de José-Miguel Ullán —y, sin duda, la de otros poetas actuales—, porque es en ella muy notable el trabajo estricto de la forma (incluyendo el de sus destrucciones y sabotajes), los mil recursos del juego lingüístico y sus arbitrariedades, y a la vez la investigación constante de un sentido que se niega siempre a amasar discurso. Últimamente me ha llamado mucho la atención —para pensar sobre ello— cómo la obsesiva práctica de la reescritura por Antonio Gamoneda, su imposibilidad de aceptar cualquier estadio de un poema como definitivo, esté publicado o no, acaba convirtiéndose en subversión de un principio tan asumido por todos como la exactitud de la palabra poética. Hay que pensar sobre ello, pues también apunta a ese estar siempre en camino. En Pessoa, en el llamado ortónimo, era la obsesión de escribir, de empezar enseguida otro poema sin haber terminado el anterior, en vez de esa otra de reescribir, pero igualmente el inacabamiento de los poemas, la indiferencia por acabarlos, se hace interesante y productiva en extremo.

Como usted dice, podríamos hablar de “elementos del individuo o de la sociedad” en cuya oposición se constituye el poema; los hay, sin duda: el mito del yo, el pensamiento único, etcétera. Pero creo que el “diálogo u oposición” primordial, por recoger sus términos, es el que se refiere a la lengua misma. Cuando el poema aparece, lo hace como ejercicio y resultado de la crítica de la lengua, de todas las lenguas que nos llenan la cabeza y conforman el mundo en que vivimos, un mundo saturado de discursos; la crítica de los lenguajes sociales, en toda su variedad, y también la crítica de los lenguajes poéticos y literarios, de sus mecanismos codificados, de sus falsas patentes de poesía —la “retórica”, la inflada trascendencia—. Es otra manera de nombrar la contradicción entre arte y cultura, entre poesía y cultura.

A la luz de esto, quizá se debería reconsiderar la lectura de las vanguardias históricas. Quizá se ha tendido a valorar en ellas sobre todo los aspectos de crítica institucional, los componentes contextuales (el grupo, el manifiesto, las acciones de choque) y, visto con distancia temporal, todo esto se deshila un poco, se reduce a algunos casos y momentos ejemplares pronto diluidos y dispersos. Sin embargo, su legado lingüístico, de crítica de la lengua, ha sido decisivo y, en la estela de Rimbaud, ha conformado el espacio de la poesía moderna más radical. Ese legado es una forma de situarse ante la escritura con una exigencia de discontinuidad, de que el poeta trace su espacio singular en la ruptura —del orden que sea— con lo que encontró cuando empezaba (y, si es posible, sucesivamente consigo mismo). Y en la construcción de este legado, en la apertura de esta nueva mirada, junto a los considerados vanguardistas (que lo son por su participación en la crítica institucional), han estado otros poetas, no solo en la propia época de las “vanguardias históricas”, tan decisivos o más que ellos, hermanados en el rigor de su crítica lingüística. Pensemos en Vallejo o Pound, en Celan o Beckett. Lo que nos proponen unos y otros es un empezar cada vez, aprender cada vez a leer.

“El capital que todo lo ve como mercancía” no tiene, en efecto, mucho que hacer aquí. Siempre habrá operaciones que traten de mercantilizar la poesía, pero la cualidad de esta es muy resistente. Ya se quejaba Mallarmé de quienes estaban empeñados en vender lo que no se puede vender. Y seguramente es así: no se puede.

 
Existe, alrededor de su propuesta del estado de suspensión como fractura a través de la que surge el poema, una condición especial pues el tiempo —cultural— está hecho para ir hacia el progreso, hacia la producción y consumo de lo producido. En ese sentido, este corte donde se queden mudos los códigos, no es (solo) una disposición física de aislamiento, sino una práctica del desprendimiento de la sintonía cultural con la que relacionamos el lenguaje. ¿Cómo ingresar a ese tiempo de suspensión desde una conciencia formada en la automatización de respuestas instantáneas frente al exterior?

Sí, ese es el problema. No podría explicarlo mejor. Pero el punto de partida es la propia imposibilidad: no se pueden silenciar los códigos, no se puede fracturar el tiempo cultural. Al leer a algunos poetas —como también nos pasa en ciertos momentos vitales—, me doy cuenta de que es precisamente esa imposibilidad la que les ha dado energía para insistir, para atreverse, una especie de motor negativo: el enunciado de una prohibición convertido en la fórmula de un deseo. Por eso he hablado de lo utópico como práctica poética: porque escribir se convierte en un trabajo de lo imposible que, de algún modo, lo trae, trae ese imposible hasta el papel y suspende su veto por un instante.

Escribir, digo, y esto me parece esencial. El poema va por delante: no es en el campo de la reflexión teórica donde se puede traspasar ese límite. La teoría puede describir las condiciones, entender a fondo la imposibilidad y su repercusión en cualquier clase de práctica, anotar lo que llegue a lograrse en ese embate. Y el chasquido de la suspensión, la desautomatización de esa conciencia y de esa mano, solo se pueden dar en concreto, en el ejercicio concreto, inmediato, de la escritura. El poema va por delante, la teoría va aprendiendo de él.

Creo que también resulta imprescindible en este sentido, para la poética y la teoría, mantener siempre la sensibilidad de la lectura como punto de partida. Que, en la reflexión crítica, sea la lectura concreta de los textos la que mueva la escritura; que para llegar a ella se haya desaprendido lo suficiente como para que los prejuicios o las ideas previas no ocupen el lugar de la lectura; que las hipótesis generales, las categorías, sean —si se estiman útiles— posteriores a la lectura concreta, consecuencias extraídas de ella. Esta dinámica, siempre difícil, es la que puede permitir la prioridad del poema, que este vaya por delante y la teoría se alimente de él. Si se altera esta prioridad, parece inevitable que se abran vías a la codificación, a los valores culturales, a simplificar y clasificar escapándose lo singular entre los dedos.

Y añadiría que, desde esta posición, cabe dar la espalda a ese “tiempo cultural” que usted con precisión describe. Hacer la experiencia de que —­como suelo decir— “el tiempo lee poemas”, dejarle a la lectura su tiempo, que no es el cultural ni el de ninguna clase de actualidad, dejar que el contacto con el texto se vaya posando, se vayan abriendo las rutas del poema sin necesidad de impostarlas. El tiempo suele necesitar años para llegar a leer, de manera que seguramente los poemas solo se pueden leer superponiendo estratos de tiempo (épocas de lecturas, lecturas distintas que no acaban de encajar entre sí) más que linealmente. Con esto se relaciona la diferencia que existe entre progreso y discontinuidad: el punto de discontinuidad en que un poeta se constituye no está ni adelante ni atrás, no forma parte de una sucesión ni de una línea, sino que se incluye en una malla cuyos anudamientos y huecos pueden darse en todas las direcciones, allí donde el poeta ha detectado una fisura, un punto de quiebre en las lenguas heredadas, a través del cual reconoce de pronto —o acaba reconociendo— su mundo propio. Solo así puede entenderse, por poner algún ejemplo, la fertilidad de una operación de sencillez como la de William Carlos Williams, la complejidad y ambición de las propuestas que arraigaron en ella; o el poder de multiplicación de Antonin Artaud frente al legado del surrealismo más programático.


Victor Vimos / Ecuador, 1985. Es poeta. Libros suyos han sido publicados en Ecuador, Perú, Bolivia, Argentina y Paraguay. Dirigió la editorial Matapalo Cartonera, en Ecuador, y editorial Toé, en Perú. Reside en los Estados Unidos y cursa el programa de posgrado en el departamento de Romance and Arabic Languages and Literatures de la Universidad de Cincinnati, donde lleva adelante un proceso de investigación sobre ritualidad y poesía.