Alma Karla Sandoval, De un campo lirio, Libros del Perro, México, 2020, 43 pp.
Yo lirio, tú lirias. De un campo lirio, ¿yo lirio, yo lírico? Y si lirio de un campo, ¿de cuál hablamos? ¿De la memoria, de una extensión de palabras, de un conjunto de representaciones que suceden en el tiempo y, por el poema y el sueño, fuera de él? La bucólica sugerencia (“De un campo lirio/ ay, de mí Llorona”) del pentasílabo que conforma el título deja de ser solo eso al torcerse el lenguaje: la verbalización de un sustantivo ya nos sugiere algo más que de facto nos conflictúa; esto y la inmediata evocación de la canción mexicana, que solo se canta cuando la boca es herida, pozo de tequila, oráculo del pasado. El mundo sería más simple, soso, predecible y asible si se leyera “Lirio de un campo”, pero no es así. De un campo lirio, el más reciente libro de poemas de Alma Karla Sandoval (Jojutla, 1975), nos sugiere desde el título que, más allá de la naturaleza de las evocaciones —la violácea presencia de esta flor del campo, Chavela Vargas como fuerza de lo femenino—, el vigor toral de su poética surge de su relación extraña con el lenguaje. Esto será siempre lunar de nacimiento de un auténtico poeta, el rasgo de su inmanencia.
Algo tienen las flores del camposanto
El primer apartado de los tres que conforman el libro muy pronto nos deja entrever que todo final es un principio o, más bien, que en el comienzo está el final. Abre con una herida: está abierta pues toda herida es apertura y también efecto, consecuencia del daño infligido. Toda herida es inminencia, impulso presente y presente de un pulso: entrada a la sangre, su flujo de aros rojos enhebrados que es ritmo y empuje, posibilidad de imagen y canto; sin embargo, vuelve, circula a pesar del laberinto que transita. La paradoja de la sangre es la de la herida, su otro rostro (gemelo maravilloso, Xólotl, desdoble sagrado); la cicatriz, memoria revelada ante su paso. Herida y cicatriz, presencia y memoria: paradoja del poema, contradicción humana.
La voz de este arco que también es lira (lirio) se habla a sí misma mediante el discurso declarativo, un “tú” que es un “yo” y le dice (o le amenaza, o le promete) que “nada volverá a perderse/ ni sangrar/ sin tu permiso”. O más adelante, “no pasará por ahí/ tu cuerpo/ termina en la sombra/ […] Si quieres cruzar esa lumbre/ ve por el huipil de salamandras”. En este poema todo es punta o filo; las palabras son flechas para el arco (más que lira) y navajas para las manos hábiles: “una palabra encima de la otra/ castillos de naipes de picas”. Ante la medianoche que se extiende en torno a la carretera que traza el poema, solo nos queda el impulso de una manada de lobos en las neuronas, la carnicería por dentro cuando la herida cicatriza y se vuelve memoria táctil. El yo-lirio ordena: “Bebe hasta ver sangrar ese pistilo de noche escondida”.
El poema nos promete “hierro caliente sobre la piel de los vencidos” porque el poema duele. Y así como lo que nace del espíritu es espíritu, así lo que nace del dolor, permanece dolor. Nació de la herida y lo convocamos por la cicatriz, ¿o quise decir memoria? Sandoval nos dice que “hay que merodear la infancia” para poder escribirlo. La sinestesia —antojo y juguete del poeta—, su natural consecuencia: “a qué olía el canto de la abuela, la despedida verde del padre”. Porque el poema no nos ayudará a vivir mejor; porque solo es una granada que revienta, abre el instante; porque solo es una espina apuntando “hacia el acorde solo del ayer”, la poeta rema contra la noche hasta llegar “a esa ceremonia de música indefensa”, donde asistiremos a la destrucción de los ideales, al nacimiento de sus ruinas: veremos en Platón a un santo malogrado y será símbolo de la patria que perdimos.
Ni los mangos rojos, ni los acahueles, ni las rosas oxidadas, ni los alcatraces del cuadro, ni las demasiadas buganvilias, ni el viento del flamboyán, ni las gladiolas que ven el miedo a diario, ni las violetas vivas de milagro: son los poemas las flores del camposanto donde andamos, amamos y padecemos. La muerte es el “amante que da miedo”, que “no se puede narrar, que suele ser impuntual”, el amante imposible al que engañamos con dulzura y honramos con una mentira, “esa atrevida ficción del tacto”.
Como el esposo de Ana Ajmátova
En la segunda sección del libro se establece una extensión común, un puente verbal entre algunos pasajes de la vida, trágica y siempre en resistencia, de la poeta rusa Ana Ajmátova y ciertos momentos vividos en confinamiento, expresados en su poética, como consecuencia de la presente pandemia. Complicidad y encierro son las palabras-alfiler que permiten esta simultaneidad poética, y una imagen como recurrente alusión en los poemas de este apartado: la mariposa azul al fondo de un plato de avena, tomada del poema “Risa de mariposa” de Katherine Mansfield. Más que un referente biográfico sobre el cual Sandoval busque tejer una trama, Ajmátova es a la vez símbolo de encierro y compromiso, de entrega absoluta —esa fe de los dementes— sin ninguna promesa de futuro o certidumbre.
También se trasluce, al paso de la lectura, una historia de amor, tal vez en ciernes o a punto de consumirse, mellada por la persecución (la del virus), el continuo encierro y el destierro (el confinamiento es ambos a la vez). La mariposa azul de la complicidad se “abre al mundo en árabe”, se posa en la flor de otras lenguas, transporta el polen de un cielo distinto: Armenia, Beirut, Barcelona, Estocolmo, Túnez, Puerto Rico, la luz de la computadora que entibia el orgasmo de quienes abandonan, aunque sea por un instante, “este pandémico futuro”, la distopía del mundo. Ante las imaginaciones del imposible árabe (como imposible fue la felicidad para Ajmátova), la poeta afirma: “Esto/ es el país del ahora y es la vida”.
Cárcel y muñeca
La tercera y última sección del poemario abre con un epígrafe: “Monólogo de Emma Goldman”, del colombiano Juan Manuel Roca. Goldman, anarquista y activista rusa, aparece como otra presencia en el santoral feminista al cual estos poemas encomiendan su plegaria laica.
Algunas frases del poema de Roca no solo introducen y dialogan con los subsecuentes poemas del apartado, sino que los nombran y establecen sus títulos: “Ibsen golpea las ventanas”, “Lazarillas de nadie” y “Cuatro blusas como banderas”. Celebro este abordaje compositivo que, a partir de una lectura y un diálogo profundos, vuelve propio lo ajeno, abriendo nuevos derroteros. En estos poemas, mezclado al impulso emotivo, se abre paso un discurso político-ideológico más frontal y menos velado por el lirismo. La apuesta requiere de esta mayor claridad discursiva: es difícil protestar entre la alusión y la analogía; difícil, denunciar desde la referencia y la abulia metafórica. Difícil pero posible, y es aquí donde prefiero al poema, aunque no sea discursivamente elocuente mientras sea poéticamente claro, pues no es lo mismo decir que revelar. Es en el poema final del libro, que es también su epílogo —titulado “Cinco caídas”—, donde esta cualidad resurge y prepondera. Cinco caídas, en lugar de las tres de Jesucristo, para que el poema en su calvario nos desengañe al desengañarse, y nos diga a contrapelo que ya no quiere “un poema con aves/ que solo cantan/ lo ‘profundo’,/ la meditación absurda/ de una idea que poco sirve/ para escapar”; nos diga que ya no quiere “un poema de varios centímetros, erecto/ […] que todos quieren escuchar”.
Autor
Fernando Carrera
/ Guadalajara, 1983. Poeta. Radica en San Francisco, California, desde 2018. Es autor de los libros de poesía Expresión de fuego (2007), Donde el tacto (2011) y Fuego a voluntad (2018). Recibió el Premio Nacional de Literatura Joven Salvador Gallardo Dávalos en 2010 y el Nacional de Poesía "Horacio Zúñiga" de los Juegos Florales Nacionales de Toluca en 2017. Becario del PECDA Jalisco en 2008-2009 y en 2010-2011. Libros y poemas suyos han sido traducidos al francés, inglés, italiano, ruso, turco, griego, esloveno y albanés. Como traductor, han sido publicadas sus versiones al español de textos de Malcolm Lowry, Glorjana Veber, Ravi Shankar y Hwang Ji-woo, entre otros.