* Las fotografías son cortesía de la autora.
Nunca me hubiera imaginado escribir este texto. Aunque la muerte sea un hecho, no la relacionamos con algunas personas, como si la eternidad formara parte de ellas y, así, eludiesen la idea de la muerte. Es esa la eternidad que solo podemos intuir y difícilmente contener, tan poco tangible y a la vez tan presente, sin que lo sepamos.
Ángel Guinda nació en Zaragoza, España, en 1948, en circunstancias que marcarían su vida para siempre: su llegada a este mundo se convertiría en la partida de su madre, lo que derivó en una frase que lo acompañaría toda su vida: nací matando. Pero la tristeza no que definiría a Ángel, todo lo contrario: risas, alegría, un asombro omnipresente, una curiosidad ante todo lo que se le presentaba u ocultaba. En nuestra última correspondencia, tras estar hospitalizado un par de días, me comentó: “Estoy leyendo la biografía de Leonard Cohen y me río bastante. Nos reiríamos juntos”. Desde luego que habríamos de reírnos, y no solo eso: estar en su presencia suya incluía las carcajadas que parecían no tener fin, las noches largas hasta la madrugada en las calles madrileñas junto con otros poetas, pintores y amigos, regresando a la casa de puntitas para no despertar a su mujer, Raquel, a quien admiraba tanto. (“Raquel es muy elegante”, solía decirme.)
Ángel representa aquellos tiempos ya de otro mundo, cuando la realidad literaria se fusionaba con la vida de la manera más natural: tan poco pretenciosa y tan poco ambiciosa; cuando las relaciones humanas y estéticas no tenían nada que ver con el marketing, con el constante uso de todos y de todo, y con una producción que no tiene otra finalidad que la de producir; con una cierta pureza que se ensuciaba de las ganas de vivir y una generosidad tan raramente vista que hasta parecía borrar a la persona, permitiendo acceder a un estado más allá del yo, más allá del nosotros.
Mis tiempos con Ángel eran también los del sol ardiente en Madrid, en Lavapiés donde vivía con Raquel, en la plaza Agustín Lara. Tiempos de bochornos que posponían la vida hasta la tarde, de meses que se manifestaban como años, de años como décadas por su intensidad y singularidad, no experimentadas en ninguna otra parte desde entonces. Bastaba lo tan poco que rendía tanto.
Al poeta están eternamente unidos los paisajes de Moncayo, la hospitalidad de Trinidad Ruiz Marcellán, la gran editora de Olifante —mítica ella y mítica la editorial— que, junto con Guinda, mantuvo un largo aliento de poesía desde Aragón. Ahora todo se disuelve ante su ausencia; mi español se castellaniza solo por pasear tantas horas dentro de mis recuerdos en España, porque yo llegué a esta lengua con bolígrafo, no con pluma. Ahora todo lo envuelve una especie de claroscuro.
Hojeo entre los recuerdos de Ángel. Lo veo parado en medio de la calle, diciendo: “Les voy a contar una anécdota”. Y cuenta. Y todos escuchamos, esperamos inmóviles hasta que termine de contar. Y luego: “Un paréntesis”. El mundo se detiene otra vez, mientras el poeta narra un hecho que merecía entrar en el paréntesis. Evoco su manera de “envolver”: los libros en cubiertas que él mismo diseñó, la estufa con los periódicos al freír huevos por la mañana… Toda una escena, casi un performance que podría pasar por arte contemporáneo. Hojeo entre sus poemas cuando, de repente, se desliza un recibo que Ángel debió haber insertado dentro del libro en algún punto. Estudio su contenido pálido por el paso del tiempo: 5,85 euros por un martini rojo en la cafetería del museo Thyssen-Bornemisza, oculto en Caja de lava. Y espero este día en que Ángel ya no está para acercarme, una vez más a él, para regresar a los museos como si fuesen barcos hundidos que esperasen nuestra ancla, y para tomar con una copa de vino tinto que aprendí a apreciar en su presencia; el buen vino, a veces completamente desmesurado que apuraba con una frase entre risas a la mañana siguiente: “estoy atontado”. Ahora soy yo quien suele decir: “estoy atontada”.
Por alguna razón, no sé bien, ni cómo, ni por qué; a pesar de la tristeza, a pesar de la ausencia ante la noticia de su partida, se filtra “toda la luz del mundo”.
—Lucia Duero
Ciudad de México, 30 de enero de 2022
La vida profunda
Floto en la cumbre del vivir profundo
sin otra compañía que yo mismo.
Hablo al silencio en medio del abismo:
dentro de mí mi mundo contra el mundo.
Toda la vida he sido un moribundo
a puñetazos con el vandalismo
de la banalidad, del espejismo;
loco viento inflamable e iracundo.
Harto de plantar cara lo vacío,
me he sentado de espaldas a los días.
Cada instante que llega es un derroche:
el tiempo pasa como pasa el río:
¡Arde el misterio entre mis manos frías!
Afronto la inclemencia de la noche.
[(Rigor Vitae)]
Ausencia
Mi abuelo paseaba con la mirada en alto,
tal vez buscando un resonar del sol.
¿De qué estará hecho el día,
aniquilado por sus propias fuerzas?
El hueco de la luminosidad nada lo llena.
El adiós se derrama
entre altas linternas epilépticas.
Mariposa que duerme con las alas abiertas,
la noche muestras manchas de luz por falsos ojos
que hipnotizan o espantan a los depredadores
—los pájaros detestan que los miren.
Es conveniente en vida visitar a la Muerte.
Frágil como una lámina de hojaldre,
cuanto no está se hace más visible.
[Catedral de la noche]
Luz invisible
Como la nieve permanece arriba
has acampado en mi cabeza.
Tal vez ahora mi sangre sea blanca,
tal vez zarpeen los tigres del silencio.
Con arpones de aire acércame la luz
que no impreca, no quema; la luz que deja ver.
Acércame la luz de lo expectante
con las llaves abiertas de tus ojos.
En otoño los álamos son llamas.
Las sacristías del granizo negro.
¿Será hueco la muerte, roca que llora y calla?
¿Cuándo la inmensidad estará a nuestro alcance?
Transpórtame a la luz que no se dobla,
es luz invisible como los pensamientos.
Por más que he vivido no sé lo que es la vida,
pero la vida sabe lo que soy.
¿Veré el parto de otra primavera?
La noche ciega deslumbra a quien se busca.
[Catedral de la noche]
Arcadia
Tal vez
la vida verdadera sea esto.
Estar solo
Sentado bajo un tejo frente al mar;
y, al fondo, la montaña.
Ver pasar los veleros, los albatros,
las nubes con todo su cielo encima.
Traducir los silencios interiores
al compás de un cansado corazón.
Confiar
que atraque el barco de lo impredecible
o llegue alguien con una señal.
Y esperar,
esperar.
[Catedral de la noche]
Taller de escritura
Llegué antes de hora a la librería donde estaba programada mi lectura. La profesora propuso a los alumnos plasmar en seis palabras su autobiografía. Le dije en voz muy baja: salgo a la calle y espero a que termines. Mientras me acompañaba hasta la puerta le susurré al oído: mi autobiografía cabe en una palabra. Preguntó: ¿qué palabra? Le respondí: adiós.
[Caja de lava]
Taller de poesía
Leed a los poetas verdaderos. Vivid, vivid al límite vuestra propia existencia. Cruzad la Tierra, recorred sin miedo el laberinto del vuestro interior. Descended a los cielos, subid a los infiernos. Estad alertas siempre a lo inefable. Sembrad flores de luz en los cerebros, portazos y regueros de imposible. Desenfrenadamente, amad. Embadurnaos con el oro de la alegría, con el barro de la adversidad y del dolor. Trabajad sin descanso. Resbalad por lo superficial, profundizad en lo hondo. Avanzad mortalmente hacia la nada. Convivid la resistencia de los otros: haced vuestras sus penurias, sus desgracias, saturaos de sus sufrimientos. Esperad la llamada del poema como una llamarada. Y escribid como el agua, escribid como el fuego: el agua y el fuego no escriben hacia atrás.
[Caja de lava]
Me he fumado la vida
Me he fumado la vida
como el tiempo se me ha fumado a mí.
Mirad esta laringe, esta tráquea,
estos bronquios y pulmones
ametrallados por la nicotina.
He fumado los gases subterráneos
del Metro en sus andenes;
el aire de Madrid, sucio
como una traición a la luz más hermosa;
las nevadas del yeso en las pizarras,
la hoguera negra de los tubos de escape,
las hojas secas de la marihuana,
el asfalto, la niebla, la humedad,
la avellana tan blanda de los clítoris,
la espesa polvareda de lo siniestro
cuando huía de mi sombra,
y mi vida hecha polvo,
y el polvo que seré
bajo el árbol secreto de la muerte.
[Conocimiento del medio]
Autores
Ángel Guinda
Zaragoza, España, 1948 - Madrid, España, 2022. Poeta. Fue galardonado con el Premio de las Letras Aragonesas en 2010. Entre sus numerosas colecciones de poesía destacan Vida Ávida (1981), Biografía de la muerte (2001), Toda la luz del mundo (2002), Espectral (2011), Caja de lava (2012), (Rigor vitae) (2013) y Catedral de la noche (2015). Como traductor, trasladó al castellano la poesía de Cecco Angiolieri, Antonio Sagredo, Teixeira de Pascoaes, Àlex Susanna, Florbela Espanca, José Manuel Capêlo, Ana Cristina Cesar y Augusto dos Anjos. Asimismo redactó cuatro manifiestos de poesía, Poesía y subversión (1978), Poesía útil (1994), El mundo del poeta. El poeta en el mundo (2007) y Poesía violenta (2012).
Lucia Duero
/ Banská Bystrica, Eslovaquia, 1988. Escritora y traductora literaria. Desde 2012 reside en la Ciudad de México. Sus textos han sido publicados en diversos periódicos y revistas en Eslovaquia, República Checa, España, Estados Unidos y América Latina. El Problema Principal, publicado en España en 2018, es su primer libro escrito originalmente en castellano. Es traductora de Anne Carson, Aimé Césaire, Alejandra Pizarnik, Cristina Peri Rossi, Luljeta Lleshanaku, Amparo Dávila, José Emilio Pacheco y Josefina Vicens al eslovaco, y ha vertido al español a poetas eslovacos como Ivan Štrpka, Michal Habaj, Katarína Kucbelová y Mária Ferenčuhová. Ha sido becaria y traductora residente en instituciones como la Looren Translation House, el Spanish Center for Literary Translations, The European Translators College (Straelen, Alemania) y el Banff Center for Arts and Creativity (Canadá). En 2017 obtuvo el II Premio Marcelo Reyes a la traducción.