Segunda parte de dos. Puedes leer aquí la primera parte de esta entrevista.
Quizá (en tanto apertura y exploración), la cercanía entre utopía y tiempo permita explorar la inquietud anterior desde otro vértice: la energía que altera lo ordinario. Perturbada la percepción de lo cronológico-progresivo, un tiempo nuevo es convocado hacia el espacio de trabajo con el lenguaje, distanciado de la noción de duración o trascendencia culturales y atado, a mi modo de entender, a un grado de atención singular que permite relacionarse de forma diferente con el sentido de las palabras, más que arrinconarse nuevamente a su uso significante. Lo que de ahí surge, ¿tiene algún tipo de resistencia a la inmediata acción cultural de leerlo, categorizarlo, domesticarlo?
En alguna medida, he ido tratando de responder a la pregunta en la que desemboca su razonamiento, que comparto; creo que ese viene a ser el marco de lo que he analizado en Un discurso republicano al hablar de la utopía como práctica poética. Quizá precisaría que, a mi juicio, no se trata tanto de “cercanía entre utopía y tiempo” como de formas en que lo utópico se libera de las presiones de la expectativa temporal, lo que ha de venir. Si la idea clásica de utopía, la que arranca de Thomas More, era espacial —una isla, una ciudad, un reino—, con las revoluciones modernas se desplazó hacia lo temporal —la nueva humanidad del futuro—. Sin embargo, es posible distinguir en la segunda mitad del siglo XX, entre 1950 y 1980 de manera aproximativa, una serie de cambios que se podrían resumir en el lema punk del no future; así, la narrativa distópica sustituyendo a la utópica. Y, en este contexto, Mayo del 68 se vio impotente para concebir/acercar un futuro, pero supuso una manera distinta y nueva de vivir el presente. Asociar la utopía a una práctica que se da en el tiempo real de la vida, remite ahí: lo utópico como deseo, como energía de cambio (de cambios con fuerte discontinuidad, no ya pequeñas reformas) que se ejerce en el presente, que es ya —en su falta de identidad, de cuerpo y duración— el único tiempo que existe.
Tal vez por esto, me interesa cada vez más el espacio del habla, el acto concreto de hablar en unas circunstancias determinadas, el presente y la existencia real de la lengua. Ciertamente, los poetas no nos relacionamos con el sistema de la lengua, que es una abstracción (por más que muy dinámica, en continuo movimiento), sino con las incontables formas de su ejercicio. Trabajar en la escritura con aguda conciencia del presente, trabajar en la crítica con aguda conciencia de lo específico del habla. Intuyo que ha de ser muy útil, por ejemplo, profundizar en la percepción que tuvo el último Benveniste de dos sistemas lingüísticos muy diferenciados, de los cuales uno es el que mantiene la relación con el mundo, con el tiempo, con la realidad exterior a la lengua, mientras el otro queda en la abstracción del mecanismo, de la totalidad. Se le ha dado muchas vueltas al vínculo entre el sentido y el significante, recayendo siempre de modo inevitable en el hecho de que no hay lengua sin sentido. Así, es necesario insistir en la idea de los formalistas: no cabe elegir entre la forma o el sentido, entre el significado o el significante; ambas cosas solo se dan como una sola, inseparables. Y es ahí donde se hace necesario, sí, un grado de atención singular, intenso, a la presencia de cada palabra.
Espacio y tiempo de acercamiento a esta ampliación y ruptura de los cercos del lenguaje acontecen en el cuerpo, en su materialidad relacional con el exterior y asimiladora de sensaciones hacia la experiencia interna. ¿Cuál es el lugar del cuerpo ante estas circunstancias de un devenir diferente?
Se me ocurre releer, por ejemplo, la intuición del poeta y ensayista Bernard Noël —esbozada aquí y allá en su obra— de que el mecanismo físico —fisiológico, óptico, biológico— de la mirada es el que genera el pensamiento sin solución de continuidad; el espacio visual se transforma, sin corte, en espacio mental. Dicho de otro modo y personalmente, ¿podría yo comprender los mecanismos de mi pensamiento a partir de mi acusada miopía? Esto, por supuesto, es discutible, pues mantiene una hegemonía de lo visual, postergando otras indispensables reflexiones sobre el papel en el conocimiento que asumen lo táctil o lo auditivo, partiendo de clásicos tan distintos como Duchamp y McLuhan. Pero tiene, en todo caso, una virtud: trata de resituar lo espiritual y lo corporal como un solo proceso.
Viene esto a cuento de una duda que no dejo de sentir: ¿hasta qué punto el énfasis en lo corporal, la pregunta por lo corporal, no encubre la pervivencia de los dualismos alma/cuerpo? Así, en cierta moda de hace unas décadas, el cuerpo se nombró tanto que se desrealizó, perdió buena parte de su forma y materia, de esa realidad suya que cada día compone nuestro existir. Se trataría de ver el cuerpo en concreto, como eso que está hablando cuando hablamos, andando cuando andamos, pensando cuando pensamos; creer ciertamente que no hay dualismo, que el espíritu, la energía personal, el alma, son cuerpo. En este sentido, todo lo que hemos venido diciendo respecto al tiempo presente, al habla, a la percepción, todo ello tiene una naturaleza corporal inmediata y obvia. Sin olvidar, claro, el cuerpo, la materialidad, de todo lo demás que existe alrededor y que también nos hace.
Me cuesta dejar este punto sin añadir un toque de escepticismo. Recuerdo, por ejemplo, un libro que fue pionero como Extraits du corps [Extractos del cuerpo], que el mismo Bernard Noël publicó en 1958 (lo traduje, por cierto, el año pasado); en él alienta una duda radical —que es también un desafío— sobre cómo nombrar el cuerpo, cómo nombrando el cuerpo se lo abstrae, cómo hay una contradicción insalvable entre el poder de abstracción inscrito en toda palabra y nombrar el cuerpo. Quizá haya que radicalizar aquí la idea de que el punto de partida no puede ser la teoría ni el deseo de la generalidad. Creo que, para encontrarle fisuras a esta contradicción aparentemente insalvable, habría que considerar algo tan inmediato como la continuidad entre el sueño y la vigilia que son capaces de construir algunos poemas de Eli Tolaretxipi. O también cabría observar cómo, en algunos poemas de Olvido García Valdés, prenden la muerte y la enfermedad, y la hermosura del mundo, en la materia y en la forma de las palabras.
Otra posibilidad expuesta en su exploración es la de relacionar de forma directa la escritura con la lectura, pero no solo como un efecto predecible sino como una unidad radical: la escritura lee. ¿Es la escritura un organismo capaz de decodificar estos procesos de conversión en los que, de forma constante, está inmersa ella misma?
Tendría que insistir de nuevo en la prioridad del poema: cuando digo “la escritura lee”, entiendo que hablamos, en principio, de la escritura crítica en su trabajo por pensar el poema, entrar en él, ir encontrando cosas que el poema ya antes sabía. De algún modo, una escritura expandida. Porque el poema se escribe siempre con ese corte, ese punto de distancia, que pone en segundo plano los propósitos teóricos que pueda tener el poeta, y su programa, si lo hay, incluso su voluntad de sentido —que habría que ver como fruto del texto, más que de una intención al escribir.
Dadas esas condiciones, la escritura, en efecto, lee. Y lo digo como mera experiencia práctica: siempre el texto crítico va más allá que las notas previas de lectura, porque algo en el hecho de escribir genera conexiones, apura la comprensión de una palabra, se atreve a proponer el salto que permite continuar. Pero esta afirmación requeriría la complementaria: “la lectura escribe”. Si no hay lectura atenta, demorada, incluso detallista; si no hay un tiempo de intimidad con el texto —dejándose llevar por lo que este requiera—, la escritura crítica no aprenderá del poema, será impostada, importada su materia de los prejuicios teóricos o de la creencia de que la crítica es una instancia de autoridad. Ambas cosas solo pueden ser ciertas en este orden y actuando juntas: la lectura escribe y, entonces, como inevitable desarrollo, la escritura lee. Como una unidad radical.
Claro, si me planteo responder a su pregunta sobre la escritura y la decodificación, lo hago entendiendo la escritura crítica como esta unidad radical entre lectura y escritura, que quizá también sería una forma de nombrar el pensamiento —al menos, este tipo de pensamiento, el que toma textos como su punto de partida, seguramente el más extenso y frecuente a través de la historia—. En su pregunta se recuerda el círculo que el pensamiento moderno vio dibujarse a través de diferentes vías, esa calle sin salida de la doble implicación. En mi caso no hay respuesta, me detengo antes de llegar a ella. No me interesa tanto saber si la escritura es capaz de decodificar sus propios procesos, como sí de convertir una hipotética incapacidad en motor, energía de conocimiento; llegaremos hasta donde se pueda llegar, y seguramente será siempre más lejos de lo que esperábamos al principio. Es el mismo razonamiento sobre lo utópico como práctica, queda dicho. Solo añadiría dos apuntes rápidos.
La escritura es lo que tenemos. No veo que las propuestas de abandonar, de uno u otro modo, la escritura, de renunciar a ella, hayan ido más lejos; creo que no. Se puede pensar en muchas situaciones y ejemplos; ni la búsqueda de lenguajes formalizados, ni la experimentación en escrituras no verbales, ni las pretendidas escrituras no creativas (que suelen encontrarse enseguida con un camino de vuelta) van más lejos. Aunque siempre sean interesantes esas propuestas como mecanismos de toma de conciencia.
Como segundo apunte, apenas una insistencia: recordar algo de lo dicho para subrayar ese hipotético poder de la escritura que, sin llegar a establecerse, a culminar, se va generando en su movimiento. El efecto de esa escritura nace de que actúa de modo concreto y se refiere a lo concreto; de que incorpora, así, formas de resistencia que impiden cristalizar en un sistema. En ese sentido es habla, participa de lo volátil, lo irrepetible y evanescente del presente.
Lo que propone como espacio de “inacabamiento del poema” podría ser visto como un lugar creado por la interacción entre distintos elementos convocados a propósito de la labor de atención. La razón y la emoción —suponiendo que la posibilidad de diferenciarlos plenamente fuera dada—, ¿podrían ser parte de esta interacción?, ¿y cómo se relacionarían con ese algo que ocupa este espacio y que está abierto a un cambio constante?
En lo que le decía sobre estas cuestiones, hay sobre todo una intuición de lectura y no tanto el desarrollo de un análisis; no tengo la sensación de conocer lo que ocurre ahí, especialmente sus repercusiones en la idea de qué sea un poema. Empecé a hablarle del “inacabamiento” al cuestionar la creencia de que cierre formal y poema se identifican. Fui mencionando entonces algunos poetas o, mejor, algunas experiencias mías leyendo poetas. El punto de partida obligado era Francis Ponge, porque fue quien se anticipó a hacer explícitamente del inacabamiento una forma, la forma cuaderno —que él exploró además de manera exhaustiva, en trabajos muy variados, más breves o muy extensos—. Pero lo que me he planteado en los últimos tiempos ha sido más bien el sentido de un tipo de inacabamiento que no es propiamente buscado ni asumido por el poeta, es decir, que resulta de la escritura sin que constituya su proyecto. No habría que hablar entonces de un “espacio de inacabamiento del poema”, sino de la experiencia del poema como espacio.
Me explico. Quizá el ejemplo más expresivo con el que he topado en la práctica es el poema extenso La prisión transparente, de Antonio Gamoneda. En un periodo de pocos años ha tenido un buen número de versiones, y tres de ellas parecían finales (dos se publicaron, la tercera era intermedia). Entre unas y otras hay grandes cambios rítmicos —incluso en la elección de prosa, versículo o verso—, cambios notables de tono, inflexiones muy distintas en la reflexión y en el papel que juega la ironía, y sin embargo, sustancialmente trabajan en lo mismo y lo llevan al mismo puerto. Lógicamente, esta percepción choca con el convencimiento de que no se pueden separar forma y sentido, de que si se cambia de tal modo la forma de un poema se convierte en otro poema. Y, sin embargo, no estaba tan claro que fuera realmente así. ¿Cómo pensarlo? Me lo describí a mí mismo de este modo: el poema funciona como un espacio abierto por el que se mueve una materia poética (lingüística y, por tanto, siempre de sentido) en busca de su forma, mientras la va encontrando, desechando, rehaciendo…
No quiero sacar demasiadas conclusiones de lo que son dudas e hipótesis. Aparecen en esta experiencia de lectura cuestiones que habría que pensar. En ellas se pone en crisis el concepto tan extendido aún de forma. Aunque es cierto, por ejemplo, que hay poetas que están trabajando con materiales que podrían considerarse prepoéticos, procedentes del acopio que a veces precede a la escritura, introduciéndolos sin distinción en el poema, asumiendo su falta de límites, sus límites porosos.
Por otro lado, no sé hasta qué punto estas crisis de la forma se inscriben en los procesos de pérdida del aura, que quizás están más estudiados en las otras artes que en la poesía. Así ocurre en la traducción poética, que tiende a producir como resultado un tipo de espacio abierto con muchas notas en común con lo que comentamos.
La atención al habla que usted observa ha sido uno de los elementos de su conexión con Trilce, de César Vallejo. Esa atención parecería moverse en dos sentidos: por un lado, descubre lo que se ha depositado en la escritura, lo que ha llevado a formarla (el corte narrativo, por ejemplo), y por otro lado, parece seguir esa noción de que el habla es la creadora de un contenido, de una experiencia que gana sentido en tanto se establece como elemento posible de ser extraído con la lectura. ¿Cómo se relacionan esos dos momentos de la atención al habla con la simbolización que experimentan hacia el lenguaje escrito?
Este es un terreno muy incierto e inestable; pienso mucho en él, aunque encuentro que todo lo que se relaciona con el habla tiende a hacerse inabarcable. Y sí: me he visto, en mi trabajo de crítica, recurriendo al habla (aunque habría muchos matices, en principio parto del concepto de Saussure, bien conocido y elemental), a la que llegaba por dos vías. Por un lado, como usted dice, en algunas lecturas concretas (y muy señaladamente en la de Trilce), la extrema singularidad lingüística —y la forma de tocar el mundo que va con ella— me hacía pensar en la práctica individual, irrepetible, de la lengua que cada uno hacemos en la vida cotidiana; ese momento en que la palabra es inseparable de la voz y el gesto, de la circunstancia, del cuerpo propio y los otros cuerpos.
Por otro lado, al estudiar el fenómeno de la pérdida de realidad del poema y las posibles formas que caben de recuperación de realidad, me fijaba —entre otros— en los problemas de la referencia: un mecanismo lingüístico también básico y elemental y que, sin embargo, parece en ocasiones excluido de la poesía, por más que esta sea arte del lenguaje. Es conocido el afán de los críticos y de los poetas por afirmar que los poemas son autorreferentes, es decir, no se refieren a una realidad exterior a ellos. Planteé esta cuestión ya en el primer ensayo (“Tomar partido por las cosas”) recogido en La palabra sabe (2012), y en varios momentos de la primera mitad de Un discurso republicano. Y ningún proyecto me atrae más que dedicarme a esto con detalle, aunque a veces resulta difícil encontrar tiempo disponible. Creo que se puede avanzar, como dije, a partir de los estudios de Benveniste que sitúan la referencia y la relación ente lengua y mundo en el espacio del habla. A ello se puede sumar la insistencia de Paolo Virno en fijarse no ya en lo que se dice, sino sobre todo en el hecho de decir, así como su investigación de lo que la “modalidad” (en concreto, la expresión de lo posible) muestra sobre las relaciones entre lengua y mundo.
El cuerpo aparece como un punto de tensiones entre su materialidad y el proceso de abstracción de la palabra que, Bernard Noël ha dicho, lo pulveriza. El proceso de atención del que hemos hablado parece revelar una forma diferente de posicionarse en esa disputa: decir de otro modo lo que el cuerpo dice del cuerpo. Pero ¿qué lugar o relación tiene el silencio en medio de esta tensión? ¿Qué sugiere aquí el silencio?
En el “punto de tensiones” que usted recoge, la contradicción entre el cuerpo y la lengua es total e insoluble. Es cierto que todo lo insoluble mueve a ver cómo y por qué, y eso es lo que hace una y otra vez el propio Bernard Noël después de experimentar su imposibilidad. Como le decía antes, es bueno considerar ese conflicto en los textos, ver cómo los poemas lo abordan y en qué medida lo trabajan; en ese sentido nombraba a Eli Tolaretxipi u Olvido García Valdés como posibles pistas. Insistiría en mi sospecha de que focalizar la atención en el cuerpo seguramente remite a una latencia de los dualismos alma/cuerpo y a los problemas en torno a la figura del sujeto (o a la variada mitología del sujeto), porque no sé si la cuestión del cuerpo es tan distinta de la cuestión del mundo en general, de la cuestión de la realidad exterior a la lengua.
Sin embargo, desde alguna perspectiva, es cierto que el cuerpo humano aparece como un lugar privilegiado de encuentro entre el mundo y la lengua, porque a él pertenecen los órganos que permiten el hecho de hablar, que lo realizan; la llamada que hacen Judith Butler o Virno a recordar el fundamento biológico de la lengua debería ser tenida en cuenta. Y todo esto mantiene vínculos, por más que nos resulten oscuros, tanto con el ejercicio real del habla (el cuerpo de quien habla es su primer contexto) como —dando un salto mayor— con la concepción del poema como espacio abierto.
Entiendo que, del mismo modo que el silencio forma parte de la música, el silencio forma parte del ejercicio de la lengua y, por tanto, forma parte del poema. Hay poetas que saben hacerlo sentir y, como parte de su escritura, interpelar al sentido o asumirlo como suspensión del sentido. Pero no veo que ello esté más o menos del lado del cuerpo que la palabra. Evoquemos incluso el conocido experimento de Cage, en que los mínimos ruidos que emitía el cuerpo (el latido cardiaco, el zumbido del sistema nervioso) hacían imposible el absoluto silencio. Y eso sin contar con aquella continua “radiofonía interior” que anotaba Barthes y que nos constituye.
Autor
Victor Vimos
/ Ecuador, 1985. Es poeta. Libros suyos han sido publicados en Ecuador, Perú, Bolivia, Argentina y Paraguay. Dirigió la editorial Matapalo Cartonera, en Ecuador, y editorial Toé, en Perú. Reside en los Estados Unidos y cursa el programa de posgrado en el departamento de Romance and Arabic Languages and Literatures de la Universidad de Cincinnati, donde lleva adelante un proceso de investigación sobre ritualidad y poesía.