Mariana Bernárdez, Rumor de niebla, Ediciones del Lirio, México, 2020, 122 pp.

Llevo un largo tiempo siguiendo de cerca la labor literaria de Mariana Bernárdez (Ciudad de México, 1964), desde que en 2005 me puse en comunicación con ella para incluir sus versos en un número que RevistAtlántica de Poesía le dedicó a la poesía mexicana el año siguiente. Reunimos, en esa muestra abierta, a veintisiete poetas nacidos a partir de 1950, que presentamos en la Biblioteca Nacional de la UNAM, dirigida entonces por Vicente Quirarte, y posteriormente en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara de 2006. Fue en aquella Biblioteca donde conocí a Mariana personalmente. Había leído sus versos, pero me faltaba oír la cadencia de su voz, pues su poesía no solo se tiene en pie por su intención puramente semántica, sino por la música interior de un decir susurrante, generadora de un pensamiento propio. A esa sonoridad, la voz de su autora recitando sus textos le añadió un acento tan personal, que inmediatamente intuí que esas palabras impresas sobre el papel estaban cargadas de sugerencias y matices ocultos, tan importantes o más que los signos lingüísticos y expresivos que teóricamente sostenían el poema. A mí, que escribo poesía porque soy medio músico, me sorprendieron esos versos más por lo que callaban que por cuanto decían, y quizá por esa curiosidad de saber qué se ocultaba tras aquel silencio, me interesé por aquellas palabras en especial —que jugaban con sus sílabas y sus pausas, su murmullo y sus signos, su concepto y su hueco, como el mar con sus olas—. Cada entrega puntual que he recibido de sus libros me ha ido descubriendo una faceta más, un territorio nuevo del jardín bien cuidado que representa su quehacer literario.
Bernárdez y yo participamos de una misma lengua poética. O, para afinar mejor, de una misma intención, donde la poesía no es una sucesión de imágenes paralelas a la vida que busque iluminar a esta última u otorgarle a la realidad un sentido diferente, sino un constante indagar en las señales que acaban marcando un sendero por el que caminar a tientas, en busca de no se sabe qué exactamente, pero con la certeza de que ese no saber encierra todo el conocimiento que necesitamos. “Entreme donde no supe/ y quedeme no sabiendo”, que decía Juan de Yepes, autor tan presente en Rumor de niebla.
En ese terreno neblinoso el poeta puede imaginar las formas sin la tiranía de la realidad y, a veces, hasta de la razón. Es un proceso desasosegante, pero a la vez satisfactorio, en cuanto ves o intuyes que estás viendo, por un instante, en la ceguera. “Óyeme con los ojos”, decía sor Juana. O escucha este rumor, “rumor de niebla”. No debe ser casual que los dos hayamos utilizado la palabra niebla en nuestros respectivos títulos. Niebla y confín se llama uno de mis libros y Hoy es niebla encabeza una recopilación de tres de ellos. La niebla como pérdida pero, paradójicamente, como lugar de encuentro: encuentro con el otro, con aquello que tocas y de pronto desaparece. Y, en el mejor de los casos, aunque ocurre en pocas ocasiones, encuentro con uno mismo, con esa imagen casi velada que se esconde tras las palabras y nos muestra, por un momento, la luz y la oscuridad a la vez. “El encuentro —reza en uno de sus poemas— nos salva de la devastación/ porque nada detiene al viento.”
Creo que Rumor de niebla es un libro para escuchar, como las caracolas que nos acercamos al oído para oír el oleaje o como ese “viento” imparable que todo lo trastoca, porque en cada uno de sus versos se produce un extraño sonar que no es armónico, ni siquiera melódico, sino un reflejo de la respiración, producto del roce tangencial de las palabras contrastadas, como un susurro sincopado.
También pienso que estamos ante un poemario de madurez, del que no estoy seguro si viene a cerrar una larga trayectoria de búsquedas y preguntas en soledad, más que de asertos y sentencias. Si en títulos anteriores —Escríbeme en los ojos, Aliento o En el pozo de mis ojos— la autora se muestra más explícita, tanto en el planteamiento formal de los poemas como en su interno desarrollo lírico, en Rumor de niebla parece concentrar todas sus miradas en una: hacia un interior o hacia un centro rico y poliédrico. El lenguaje se adelgaza porque elimina lo accesorio, lo de fuera, en un intento de aproximación al ser más profundo, tratando de podar los elementos retóricos que obstaculicen tal dirección, aunque la niebla siga imponiendo su rumor, hasta terminar convirtiéndose en el canto primero y principal de esta partitura que es la vida.
No sé si aventurarme al decir que estamos ante un libro místico. Pero ¿místico es aquello que persigue un contacto individual con la divinidad? ¿O es lo otro: aquello que se mira en la negrura para desletrarse y, en el caos de los signos repartidos por la noche, construir lo divino por medio del poema? Creo que la actitud de Bernárdez se encuadra más en esta última posibilidad. He mencionado antes a san Juan de la Cruz y con él se pregunta sobre el ciervo, el ciervo vulnerado, que aparece y desaparece: “Yo tuve un Ciervo que me tuvo a mí/ nos tenemos mutuamente el miedo y yo”. Un ciervo al que también pregunta: “¿Quién habrá de poner la semilla en mi boca/ y encaminarse al lugar de los muertos…?” “Una tristura Ciervo”. Tristura, qué palabra, que nos trae a la boca a Juan Ramón Jiménez, tan querido y pensado por nuestra poeta. Lo que quiero decir es que Mariana Bernárdez debate en este libro con los suyos, con una tradición peculiar de la poesía que santifica al nombrar, sin ser santos, sin creer en los santos tan siquiera (una tradición que pasa por Paul Celan, por César Vallejo, por María Zambrano) y así, con voz valiente e indómita, tal como el título del poema (“Lo indomable”), le escribe al grandísimo frailuco:
que no hay silbo
que no hay
Amada en Amado transformada
sino el estrépito
del caer intermitente
por lo inhóspito del monte
hasta el mismísimo desquerer de la noche.
Autor
José Ramón Ripoll
/ Cádiz, España, 1952. Poeta, periodista y musicólogo. Ha publicado más de quince libros de poesía, así como varios volúmenes ensayísticos sobre música. En 2016 recibió el Premio Fundación Loewe por La lengua de los otros. En 2018 obtuvo el Premio Corda de Ensayo, otorgado por la Fundación Corda de Nueva York. En 2019 ingresó como académico de número en la Real Academia Provincial de Bellas Artes de Cádiz y, en 2020, en la Real Academia Hispano Americana de Ciencias, Artes y Letras.