Cierta libertad
El día en que dejamos y abandonamos las plazas,
moríamos en silencio. Sismógrafos en todo el mundo
mostraban que habían disminuido nuestros pesados pasos.
Se habían hecho pequeñas las reverberaciones de todas
nuestras fiestas. En algunos lugares, corrían las ovejas
por praderas de asfalto, y todas nuestras voces hacían eco
detrás de las ventanas. Moríamos aislados, sin alguien
que observara la partida. Los últimos te quieros llegaban
en pantallas protegidas por escudos de plástico.
Entonces, creció el motín afuera. Se agruparon protestas,
regando por doquier la muerte que llevaban en las manos.
Rogaban por la libertad de morir como antes.
Teórico mi vecindario
En mi calle hay un barco, y cada cierto tiempo,
durante alguna tarde, alguien le enciende el motor.
Entonces balbucea, y luego desafina.
Tenemos que escucharle en esos cantos roncos.
Será, como a los grillos.
Jamás he visto que lo saquen a pasear.
Está siempre varado frente a la misma casa,
en un océano inimaginable, o en una mar chiquita.
Es un barco de tierra que nunca ha visto el mar.
Un condenado más que ha sido condenado
a estar, a no llegar jamás. Tal vez es un teórico
de olas a quien nadie pregunta, y nadie necesita.
Podrás pensar que un barco, que jamás
ha zarpado, que nunca sintió el agua,
no es un barco. Si desapareciera,
nadie le extrañaría como barco de verdad.
—Estás equivocado—
De todas formas, ¿quién se atreve a decirle
a un barco, que siempre ha sido barco,
que no es?
Para ser lo que somos, debemos regresar
Y solo el astronauta
podrá reconocer,
acaso quien sostiene
el vínculo que une
su vida a las demás,
el cupo de la sangre
que aviva sus ideas
la clara geometría
que orienta
su cumbre y precipicios
la forma en que la araña
va hilando sus arrastres
y sus viscosidades
hasta que forma el nido.
Tan solo una astronauta
podrá reconocerlo,
más solo
hasta el instante
en que pierda
su peso y repose
por siempre
sobre el polvo.
La naturaleza es sabia. A veces
Un colibrí bien sabe por qué husmea la flor.
Igual el cangrejito de la arena. En un atardecer
rosado y plata, en que ha escapado el mar
y habrán dejado huellas las cosquillas
de sus dedos mojados en huecos de la tierra,
extiende el Emerita su antena tras la ola, y pica,
también, las flores de espuma, flageladas.
Anota al lente humano, la mano que sostiene,
y queda quietecito. El pequeño crustáceo,
por una eternidad, ya no se mueve.
Entonces nada al revés. Con las patas traseras
escarba con premura y se sumerge
en su cueva de granos. Siempre de frente al mar.
Por si acaso. Si acaso fuera esta la mano
que no tiembla, no habrá desperdiciado
ningún atardecer.
Igual, que soy humana y pienso
que todo se trata de mí.
Autor
Iris Mónica Vargas
/ Caguas, Puerto Rico. Es poeta, física y bióloga. En la actualidad se encuentra completando un doctorado en medicina. Ha publicado los libros La última caricia (Terranova, 2014) y El libro azul (Snow Fountain Press, 2018), este último galardonado con el Premio PEN Puerto Rico Internacional. Acaba de terminar su tercer volumen de poesía, titulado El día en que dejamos la tierra.