Pero no siempre fue así. En tiempos, este castillo no era tumba, sino hogar.
En los bidones de miel venía el sol del verano —la piel tatemada, el olor a sudor infantil y pasto verde.
También, el olor de la leche bronca hirviendo, derramada sobre la hornilla, quemada. Leche de nata espesísima, gruesa, amarillenta, con que hacíamos pan y mantequilla.
El olor del nixtamal y el de las tortillas al inflarse, el de los huacales y costales de fruta, el del pescado fresco. Un universo de olores. Los olores de la vida.
Y el sol, el sol que se derramaba por la casa toda, limpiándola, entibiándola, y jugaba con nosotros niños en el corredor, bajo la mirada de Dios Niño de las palomitas.
Miento. Siempre fue así. Muchos años después de que muriera Mamá Carmen, encontramos galletas, panes ocultos entre trapos detrás de su cabecera. Como si la Revolución, la guerra pudiera venir sobre nosotros como un ladrón en la noche. Como para la Gran Tribulación.
El germen de la muerte, siempre gestándose en la vida, parasitándola. El germen de lo que vino después.
Chingado, Víctor,
qué imagen
me dejaste.
Desperté. Te oí discutir —siempre a gritos —il Duce, der Führer, Stalin —camisas negras, camisas pardas, brazos en alto— con los vecinos.
Volví a dormir.
Desperté. Salí al baño.
Vi tu cadáver hincado entre los fierros, la mandíbula abierta, chorreando, un guiñapo —il Duce en Milán, der Führer en Berlín, la peste roja le pisa la derrota, la muerte negra, Stalin entre sus propias heces, tras una puerta cerrada por el miedo, El lago de los cisnes, cisne abatido. ¿Dónde estás? Grité. Lo descendimos. Intenté reanimarlo. Inútil. Ya estaba frío.
Tengo tu cadáver grabado en la mirada, en el corazón, en la memoria, para siempre.
Madre, dices que trabajaste cuarenta y tres años en el turno nocturno para cuidarnos. Pero, siempre estabas dormida y, bien lo sabes, lo aprovechamos.
Vivíamos promiscuamente hacinados. Y tu ausencia fáctica permitió el incesto bajo las mantas. Aunque, del cielo, con gran estruendo, cayó un cuerno quemado para nosotros.
Entonces, rezamos a la Virgen.
Y, un día, alguien preguntará —¿Te enteraste? —¿De qué? —Se murió Saúl —o dirá —¡No mames, se murió Saúl! —¿De qué? —De soledad. De silencio. De pena.
¿Quién me cerrará los ojos y tendrá para conmigo la piedad final que he tenido para los míos? ¿O se darán cuenta por el olor, cuando el hambre haya roto el vínculo y mis perros me hayan devorado el rostro, lengua y dedos?
* Estos poemas pertenecen a El castillo de la impureza, de próxima aparición.

Autor
Saúl Ordoñez
/ Toluca, México, 1981. Ha publicado diez títulos de poesía, entre los que destacan: Jeffrey (obra negra) (Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 2011) y viacrucis (Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2018). Dos libros suyos, Jeffrey y trompadeperro (2017) han sido musicalizados por Rodrigo Macías.