Los lectores de poesía mexicana reconocen inmediatamente a Eduardo Lizalde como uno de los autores más importantes de las últimas décadas. Otros van más allá y lo consideran el mejor poeta mexicano del último medio siglo. Tal es, para sus lectores, la relevancia del poeta que acaba de morir en la capital del país.
Más de algún despistado habrá visto en Lizalde a un poeta del habla cotidiana, la crudeza tabernaria y la mera emoción a flor de piel. Lizalde fue ciertamente un poeta emocional, hipersensible y desgarrado, pero también —heredero contradictorio de dos tradiciones en pugna, la coloquialista y la hermética— era dueño de una pericia técnica inusual y una potencia expresiva con escasos puntos de comparación en la literatura hispanoamericana. El secreto de su talento era, quizás, de orden intelectual: pocos poetas habrán tenido, como él, un sentido tan amplio de la realidad y una capacidad tan asombrosa para entender el mundo con símiles inesperados.
En sus poemas, Lizalde no se desvivía buscando temas desacostumbrados o insólitos. Antes bien, prefería vérselas de frente con viejos asuntos rutinarios —el infortunio amoroso, la ciudad inhabitable y espantosa, el desencanto político— para interrogarlos, a veces torturándolos, echando mano de una extraña intuición filosófica, mezcla de vitalidad y desilusión. Lejos de huir de los lugares comunes, así se tratara del mar o de las rosas, Lizalde, más apasionado que sistemático, los desafiaba, les plantaba cara, orgulloso de su fuerza inventiva: “Me basta ver un pájaro a lo lejos / para hacerlo caer envuelto en llamas”.
Animador, a mediados del siglo XX, de una vanguardia tardía, el poeticismo, Lizalde aspiró desde su juventud a escribir una poesía estricta, pero no clasicista; severa, pero no fría; brillante, pero no pirotécnica. Le tomó años conseguirlo. Cuando al fin lo logró, ya sepultado el avatar poeticista, dio a la imprenta tres libros consecutivos que hubieran bastado para garantizarle un sitio de honor en la historia de la poesía mexicana: El tigre en la casa (1970), La zorra enferma (1975) y Caza mayor (1979).
La principal aspiración del poeticismo, como el propio Lizalde narró en Autobiografía de un fracaso (Martín Casillas Editores, 1981), era la precisión verbal. Desentrañar su alquimia exigía comprender verso por verso los grandes poemas de una biblioteca intimidante, formada por Góngora y por Eliot, por Gorostiza y por Valéry, por Dante y por Pessoa. El propósito de aquel programa vanguardista se vio cumplido, paradójicamente, cuando el poeta ya no lo defendía: en 1966, al publicar Cada cosa es Babel, extenso y notable poema reflexivo construido alrededor del acto de nombrar.
Poeta no solo reconocido, sino verdaderamente leído y valorado, Lizalde fue al mismo tiempo un ensayista y narrador casi desconocido. Los libros en prosa de Lizalde siguen esperando a los lectores que sabrán hacerles justicia. De los cuentos de La cámara (UNAM, 1960) y el ensayo sobre Luis Buñuel (UNAM, 1962) a la novela Siglo de un día (Vuelta, 1993) y los dos tomos de artículos de Tablero de divagaciones (Fondo de Cultura Económica, 1999), un prosista de amplitud y vigor muy considerables queda por descubrir.
Precisamente del Tablero de divagaciones y de otro libro en prosa, La ópera ayer, la ópera hoy, la ópera siempre (Conaculta, 2004), Lizalde sugería que se leyeran como autobiografías. La obra crítica y ensayística del poeta es, en efecto, un registro pormenorizado de sus intereses, aficiones, oficios, amores y desamores: la música, el ajedrez, la pintura, el cine, la radio, la historia, la política, los viajes, los vinos, la lectura. Escéptico, pesimista y, en sus propias palabras, “bastante neurótico”, Lizalde vivió con intensidad el esplendor de los placeres mundanos, del canto, el sexo y la camaradería, frágiles consuelos ante la conciencia de la mortalidad en un mundo sin dioses ni coartadas metafísicas.
En mi opinión, la mejor prosa de Lizalde consta en las estampas y relatos de Manual de flora fantástica (Cal y Arena, 1997), libro de formidable humor y poderosa imaginación, frases largas y adjetivos imponentes, mandrágoras y cicutas, árboles carnívoros y plantas cantoras. Bien vista —y con esto quiero decir, al mismo tiempo, vista con atención y vista en su conjunto—, la obra de Lizalde tiene los rasgos de un jardín que se transforma en selva, sobrepasado el control de su creador. No solo El tigre en la casa y Caza mayor obedecen al modelo del bestiario: también es un bestiario Cada cosa es Babel, incluso un arca de Noé, de la misma forma que Rosas (1994) y Algaida (2004) son bellos ejercicios de jardinería y paisajismo.
A decir verdad, Lizalde concebía también las recopilaciones de su obra poética como autobiografías: de ahí que las titulara memorias. La primera Memoria del tigre apareció en 1983. Vino después la Nueva memoria del tigre de 1993, actualizada en 2005. Los tres volúmenes distan mucho de ser meras compilaciones, ya que incluyen apartados que aparecieron ahí sin antes haberse publicado como poemarios independientes. Es el caso de Al margen de un tratado y Dichterlieb/oleros en la Memoria de 1983, Bitácora del sedentario en la Nueva memoria de 1993 y los Textos no coleccionados de la Nueva memoria de 2005. En este sentido, y en muchos otros, Lizalde fue un poeta generoso, que nunca publicó libros ni rutinarios ni avaros.
La muerte de Lizalde me sorprendió releyendo Cada cosa es Babel en su edición original. Al conocer la noticia busqué la primera Memoria del tigre y, hojeando las páginas correspondientes a Cada cosa es Babel, constaté que ninguno de los versos que había subrayado en una edición coincidía con los que había subrayado en la otra: la palabra de Lizalde seguía viva, comunicando siempre algo nuevo. Y pude ver hasta qué punto Lizalde tenía claro que toda buena poesía de cuño moderno es hija paradójica de la razón y del prodigio.
Autor
Luis Vicente de Aguinaga
/ Guadalajara, Jalisco, 1971. Poeta, ensayista y traductor. Recibió el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes y el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta en 2003, así como el Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos en 2005 y la Medalla Wikaráame al Mérito Poético en las Lenguas de América 2019. Qué fue de mí (2017) es su libro de poemas más reciente.