Incendio
1
6:00 am, luz blanca, dos tazas de café;
la mesera bosteza en su uniforme de colores chillones.
Nuestra mesa es la única ocupada y lo anodino,
entre esa luz, se yergue como un reflejo, un dedo que señala o
un anuncio. Hay tres teles prendidas; en las tres, el incendio.
Cómo crece el volumen de la cosa cuando es humo;
mira esa catedral que sobrevuela la que se está quemando
(el humo es esa cosa que nos deja). Llegaste de emergencia
y yo pasé por ti media hora antes, y ahí nos tienes allí
matando el tiempo –no querías despertarla tan temprano–,
a las 6:00, en un Sanborn’s, rodeados del incendio y de luz blanca.
Te hacía bien distraerte, me decías. Nada hablamos entonces de ese anuncio.
Resultó que no estaba durmiendo. No había cómo ganar, y protestabas.
2
En los libros aparecen los nombres de los reyes.
¿Arrastraron los reyes los bloques de piedra?
Bertolt Brecht
Todo artefacto es cosa —pero algo más también. Este bloque de piedra,
por ejemplo: es imposible ser más cosa que este bloque de piedra.
Pero si lo tomamos, y a punta de cinceles y martillos
le damos otra forma, no es nada más su forma lo que cambia:
si el artefacto es más que sólo cosa, se debe a que ha absorbido
la energía de nuestra voluntad. Es eso lo que arde, no la piedra:
lo que huele a quemado son edades de fuerza y de sinapsis
–lija y cepillo, química y pigmento. (Ahí dice nuestra voluntad,
pero ¿quién construyó esas torres? ¿Y quién taló lajó clavó esa puerta?
Aparece en los libros el nombre del obispo, el del rey y el del papa .
El costillar, los botareles y arbotantes, ¿de veras eran suyos? Las campanas,
¿quién calentó su bronce? ¿En qué casas vivieron vidrieros y pintores?,
¿dónde dormían escultores y albañiles?)
[Suena una voz en off
(es la mamá de Brecht, suena molesta): –¿Y quién los parió a todos? A ver, dime.]
3
La gente se impacienta –no tú– conmigo porque
no creo que haya vida “más allá”. Se impacientan
–no tú– porque no creo en existencia alguna
que no se encuentre anclada en nuestros cuerpos
–en este, que es materia y que produce algo más que materia
de nosotros. Se impacientan –no tú– (¿o ahora sí porque hablo
de tu madre?) porque ven otra muerte en ese hueco.
Me acuerdo de esa vez en que comimos en tu casa.
(¿Teníamos cuántos años?, ¿ocho?, ¿nueve?)
Ese día, tu madre me sirvió dos chuletas. Yo me llenaba rápido.
Comí una de las dos; tiré a escondidas la otra a la basura.
Tu madre se dio cuenta, por supuesto. ¿Qué hay de cómo esas cosas
son las manos que nos presionan en el torno, los dedos que se imprimen
sobre nuestro papel?
Para mí no hay más vida.
¿Esta no basta?
4
La sacristía, a un costado del templo, alberga tres colmenas con casi 200.000 insectos
Algo de catedral en los panales: la reciprocidad de sus figuras
que evitan el colapso, su dura jerarquía, la anónima labor de sus obreras,
la voluntad detrás de cada hexágono, las tantas libaciones.
En 2017, la chilena Paz Lira (Santiago, 1955)
armó una instalación monumental: 450 marcos con panales
(no labor de la artista, sino de las colmenas y los apicultores),
formando una pared de 46 m2, reflectores detrás
y bocinas con todo tipo de zumbidos.
Más allá de lo previsible –cosa rara extinguirnos
y continuar aquí con estas cosas–, lo que había era un vitral
lleno de rezos, como esos otros góticos, maternos,
medio a oscuras. Junto a la catedral
sobrevivió otra más precaria. (Por ahora.)
5
Bien prendido a la rama de su cuello, un panal, saludable, le crecía.
Poco tiempo después tragar era imposible e imposible,
después de su descuido, quitarlo ya a esa altura. (¿Por qué a veces
nos dejamos consumir?) La terapia: el incendio. Radiar de oxidación
bien dirigida, rodear de humo pesado la colmena. Al principio, pensamos
que el panal se achicaba, y sus abejas, tímidas, zumbaban menos fuerte.
Pero el fuego no sabe contenerse: al final, pesaba sólo 30 kilos.
El día quince de abril, a las 10:39, Donald Trump
publicaba en su cuenta de Twitter:
So horrible to watch the massive fire at Notre Dame Cathedral in Paris.
Perhaps flying water tankers could be used to put it out. Must act quickly!
La cosa fue que se expandía el incendio.
Nos quedaba mirar la combustión. Yo no sabía
qué decirte que no sonara estúpido.
6
Ante un incendio las abejas se repliegan y, adormecidas de monóxido,
vomitan mucha miel y cubren a la reina y a sus crías.
La catedral se quema
y, al centro de la nave, la banquisa cuarteada del vitral
echa un fantasma azul que te rodea. Es tu madre.
Toma cuerpo en el humo y alcanza a sonreírte, y tú extiendes la mano
–sudando del esfuerzo, tosiendo entre el calor y los derrumbes–
y ella extiende la suya de fosfeno, pero sigue distante,
así que tú en un último derroche de cartílago alcanzas a tocarla.
La tocas la dispersas se reúne; la tocas la dispersas se reúne;
pero no va a tener piel para que apoye, igual que cuando te hizo
con qué manos, sus manos en tu cara.
Había los ramos
previsibles y zumbidos devotos rodeándola en la caja.
(¿Cómo cabía allí la madre? ¿Cómo cabía el incendio?)
La miel ya la tenías: era ese manto azul que no te toca.
Autor
Emiliano Álvarez
Ciudad de México, 1987. Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del FONCA. Ganador del Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 2017 con el libro Sólo esto. Ese mismo año publicó Nômen (Ediciones Sin Nombre). Desde 2011 es subdirector de La Dïéresis (editorial artesanal), donde también ha publicado algunos libros de autor y libros de artista. Actualmente trabaja en dos libros de poesía, uno de los cuales, Salir el cuerpo, está próximo a editarse bajo el sello de la UAQ.