Balada para un loco
Con Ástor Piazzolla y Roberto Goyeneche
Tengo una cicatriz en la barbilla.
Me la hice a una edad en que tenía
un motor de colibrí en las alas.
Mamá asegura que no me asusté
cuando la piel abrió su terciopelo rojo.
Aunque yo no le creo,
nunca he sido valiente ante el dolor.
El resto de la historia
es esta cicatriz:
una huella pálida, sin vello,
la piel vulnerable en sus costuras.
Por eso no me dejo la barba,
habría un surco estéril, un río blanco,
un rayo de calvicie.
Y no es verdad que cada marca
que hace el tiempo implica una lección.
Yo no supe aprender.
Lo prueban las heridas
que me hago en todas partes
además del cuerpo.
Aunque ya no tenga
motor de pájaro
sino de lagartija,
sigo cayendo sin meter las manos.
Patinadores
Bajo la carpa del circo
una pista de patinaje.
Oscuridad sobre las gradas.
Un Mickey Mouse de fieltro
bailando sobre hielo macerado.
Un hielo viejo,
pajizo como un trapo.
Mi padre señala con el dedo
las líneas que deja el bailarín,
los trazos sobre el agua hecha vidrio.
Los signos, las cursivas
que no saben leer mis siete años.
Aquí se detiene.
No recuerdo nada más.
Imagino que así funciona.
La memoria es una pista congelada
y los recuerdos son las estrías que quedan en el hielo.
Por eso vuelvo a pasar la cuchilla
de mis patines sobre la pista.
Refuerzo la hondura del pasado.
Hago el recorrido una y otra vez
para salvar los trazos que aún no se borran
por la pulidora veloz
que corre detrás de mí.
A un oficio
Después de la jornada laboral
las mesas desentumen sus caderas,
se quitan los manteles
como quienes se quitan un sostén apretado
cuando llegan a casa.
Ejercen por oficio
la quietud y el silencio.
En la madera guardan
el recuerdo preciso de unos codos,
heridas de cuchillos
que tal vez sin querer
olvidaron sus marcas para siempre.
Cuando el restorán cierra
y se quedan desnudas,
fantasean con días más frondosos,
pasados cuando aún tenían savia.
Sólo entonces las asalta un recuerdo
que las hace tocar sus estrías de madera.
Quizá piensen, después de tantos años,
en cambiar de trabajo
pero con esos pies viejos e hinchados
¿a dónde llegarían?
A un traje para caballero
Este traje no fue hecho
a la medida
de mis hombros
ni de mis piernas.
No me reconozco
en los zurcidos expuestos,
en sus remiendos apurados.
Este, mi traje
de puños descosidos,
de dobleces rotos,
con el que a diario tropiezo,
se ha mojado conmigo.
Me pesa alzar un brazo,
me estanco en mi sitio,
me cuesta dar un paso sin sentir
el peso del agua,
su preñez insípida,
su claridad de nada.
Pero avanzo
con el sonido chirriante
y melancólico
de mis zapatos húmedos.
Y el agua, que también
tiene cuerpo, sustancia,
me enlentece.
La gravedad demanda
mis brazos al suelo,
mis pies, mis rodillas
abajo,
mas no para hacer tierra,
no para apoyar el salto.
Hoy que todo va igual
me pongo a secar en la ventana
pero nada se evapora.
Todo lo contengo,
lo acumulo entre mis hilos
y percibo al mundo así:
pesado, frío,
con la vida escurriendo.
Fábula
Para protegerme
guardé mi corazón en una caja
y lo escondí debajo del ropero.
Con cada nuevo amante
me adelanté a las decepciones:
las predije antes de herir.
De ser herido.
Con cada costra de polvo
mi corazón
fue haciéndose más duro
pero no más fuerte.
Receloso,
no más sabio.
Quise nombrar lo que sentía
para hacerme creer
que era capaz de dominarlo
pero todas las palabras
se rinden al silencio.
Para protegerme
me encerré en la inteligencia,
esa caja apretada y pequeñita.
Mi ojo fue apenas una cerradura.
¿Cómo crecer sin aplastarme?
No amé como debía.
No lo permití.
Me escondí detrás de una puerta
y tiré la llave.
Paisaje nevado con patinadores y trampa para pájaros
Tengo veintinueve años y no conozco la nieve.
Pero creo en ella, así como creo en la gravedad,
en la mitosis, en la consciencia.
Una aproximación teórica sumamente plausible
que no debe, no quiere ser ingenua.
¿Puedo explicarme la ausencia de la nieve?
¿Puede su falta, su olvido, explicarme?
Nuestra vida está escrita por la mano del sol
dice el poeta tropical con una voz agrietada,
con una voz sin sombra ni reposo.
En esta parte del mundo
las estaciones son más indecisas,
el verano se despide continuamente
hasta entrado el otoño, cuando el viento
ya se ha cansado de amontonar las hojas
para hacerlas arder en la oscuridad.
Es poco lo que necesitamos saber,
apenas una noción del cambio:
conocer el ritmo de la luz, el reloj de la noche.
Tener una idea de que las cosas siguen
un movimiento perpetuo
y encontrar una despreocupada belleza
en cederlo todo, en dar espacio.
En seguirle los pasos a la vida
que juega a patinar sobre capas de hielo fino.
Más allá de la tristeza de las horas de invierno,
la ciudad se pierde en nubarrones de esmog,
en ese gris que filtra la luz con su ceniza.
Pero en algún lugar existe el blanco,
la incandescencia de una calma inmóvil,
apilada largamente en el sueño.
Tenemos la alegría de saber
que se puede necesitar poco.
Tan poco. Qué poca luz les basta.
Tan poco sol. Inconcebible
para nosotros, los que no tuvimos tiempo
de escapar de su mancha amarilla.
Nosotros, los minúsculos, los sonámbulos,
los migratorios,
iguales a los pájaros en estatura,
los que no medimos el tiempo en el paisaje
sino en una calurosa vida interior
que nos hace volar a otros conos.
Los que, como las aves en el cuadro,
vemos la trampa puesta sobre la cabeza
y preferimos ignorarla
con tal de ver unos instantes
nuestras huellas grabadas en la nieve
porque creemos que puede salvarnos.
* Poemas pertenecientes al libro Paisaje nevado con patinadores y trampa para pájaros, publicado por Pre-Textos en 2023.
[DESNUDO NUDO]
El perro no le teme a su cabeza. ¿Qué harás con la tuya mientras su peso lastra la mañana? ¿Cuántas habrán rodado como manzanas rojas hasta ti para lograr que el día consiga amanecer? Un escalofrío recorre la afilada sintaxis de la degollación, sus palabras que arden salpicando tu cuello.
Podrías imaginar sólo los brazos, sólo un pie entumecido en la ventisca, fragmentación de ti bajo la nieve. ¿En qué partes de ti crece el pronombre? ¿Es arnés o adherencia que rompió las trabillas? ¿Discrepancia truncada ante la nieve? ¿Lo llamarás cadalso? ¿Mordedura?
El perro no le teme a su cabeza. En la niebla o llovizna, en la luz invisible del invierno, acontece a la velocidad con la que mueve la cola. No se pierde en ninguna traducción. Aunque gima, aunque cambie de nombre varias veces, aunque haya sido amputado varias veces, no se pierde en ninguna traducción. Es mientras, es saltando, es el ahora en todos sus tendones, es su cuerpo caliente entre la nieve. Delicado cartílago sangrando que moja las partículas del frío, el áspero retal en la memoria. Como si esta página fuese la superficie aterida y blanquísima en la que tú también ladras tu dolor……………………………………………….……………………………………………….…………..
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………..………………………………………..Ocho pares de músculos en la lengua del perro apresan la avidez, el agua de este charco, la aplastada canción de los molares. Fluye saliva dentro del hocico. Regatos subterráneos nos escriben.
¿Entrarás en lo blanco cuando aúllas su nombre? ¿Jadeando o ahogándote en su nombre? Vuelves sobre ti, ya no ves nada, ahora perteneces a la niebla. Tropezarás con trozos de lenguaje: saltan, se adhieren como astilla que expulsas al toser violentamente. También en la hoja un párpado del perro: no distingues si es letra o animal.
En la niebla, la arqueología del abandono. Una gasolinera estampada contra el paisaje, resistiéndose a desaparecer, como todo se resiste a desaparecer. ¿Y el perro? Lo buscas, gritas, lo estás llamando. Tu voz retumba en vías de servicio, viales de hospital, largos tubos por los que llegan el gas y la sangre, furgonetas que transportan las frases más urgentes. Tropiezas con guijarros y raíces, te hundes hasta la mitad del talud y del cuadro, no puedes respirar bajo el barniz.
Cae tu cabeza golpeándose y se llena de tierra. Cortarla y que silbe la asfixia, que puedas enterrarla contra ti como muro de adobe o de pintura sobre el que sólo asoma el hocico del perro. Precipicio y pigmento de la herida. El animal no teme a su cabeza. Rebusca en el exceso, en la superposición de capas minerales, en este cromatismo atragantado. Después podrás decir reverdecer (repítelo despacio varias veces) porque el perro trae tierra hasta la página, la llena de abrojos y de salpicaduras.
También él sabe decir reverdecer.
Por eso el diente de perro es una flor, el frágil silabeo ante la muerte. Sobre ti, una y otra analogía. Cuando sonríes, muestras los caninos. La felicidad de ese vínculo óseo. Las piezas curvas, perfeccionadas para el desgarro, recordándote que eres animal. ¿Importa si las palabras están guillotinadas? ¿O tu propia cabeza desplomándose? ¿O el viento ladrando si se acerca a las corzas?
En la noche los dientes resplandecen. Muerden con fruición la cara de la luna mientras brillan azadas y manómetros. Saben que todo es alimento de otra cosa y la encía no deja de sangrar, atormentada por el mandato, la contienda. Pero también sonríen, te acompañan. Qué importa si las estrellas no pueden heredarse: un vagabundo las coloca cuidadosamente en su manta para que el perro duerma sin sentir tanto frío. Una parte del muro los protege. Se acurrucan y silban la estación de la noche. En el sueño ambos se abrigan, se acompañan.
Al amanecer, no hay nieve ni raíces ni mural ensombrecido de pintura. Una excavadora retira los últimos lexemas del abandono, los surtidores y un tapial que se está viniendo abajo. En el precipicio de vivir, temes que el vagabundo sea parte de la misma arqueología del abandono. Sólo va a sostenernos esta luz animal. En la asfixia y cadalso, en la técnica mixta de vivir, amanece de pronto la Erythronium dens-canis, flor silvestre, regalo inequívoco y esbelto que se entrega a los nombres que le diste, como tu boca cede a sus caninos. Hierbecita perenne, diente agudo o sangriento que no sangra. Bulbo ebúrneo que arquea su temblor. La belleza nerviosa y pertinaz.
Has de borrarlo todo de esta frase de sombra. Del poema con perro no queda casi nada. Sólo el perro asomándose hasta ti.
Notas
- Desnudo en la desnuda tierra… (Nudus in nuda terra…). Así todo al nacer (repítelo despacio varias veces). Te pregunta Linneo qué harás con las demarcaciones, con su límite o tajo o cicatriz. Como si fuera nudo, púa traviesa.
- ¿Y el collar eléctrico, el candado, la soga? ¿Los tantos lenguajes de la amputación? ¿Las jaulas de personas y animales? Escribir es convocar una presencia. Lo sabía Eunice Odio. Cuando ladro no temo al alfabeto.
- Perro semihundido. Perro luchando contra la corriente. Al ser llevado de un lugar a otro, de un dueño a otro, ¿cuál pasa a ser su nombre verdadero? ¿Es que acaso hay un nombre verdadero? ¿Lo pudo intuir Goya? Para tenerlo más cerca, lo pintó al lado de sus habitaciones. Como ya no podía oírlo, la vista supliría esa gran grieta. Restañaría la herida que nombró Kojève: “el hombre es una enfermedad mortal del animal”.
- Si la sordera se asociara a un color, ¿por qué no al blanco? ¿Hay un pigmento que se corresponde con cada órgano, como un pie corresponde al hueso del estribo? Exclamación exhausta del color. ¿Y si el lenguaje fuera una enfermedad autoinmune?
- Todo siempre significa otra cosa. Juan Calzadilla se preguntaba si las palabras diferencian a su dueño con la limpia precisión con que lo hace el olfato del canino. Pero ¿y si no tuvieran dueño? ¿Los caninos tampoco? ¿Ni los de la boca? Del perro no sé hablar, aunque lo intente.
- Tierra de toda flor, todo ladrido. En lo breve y lo extenso, la apertura. Que no cese esta respiración mestiza, cruzada, el bulbo que se arquea.
- Cualquiera puede tener lágrimas en los ojos cuando escuchan perros ladrar. Porque cuál de él es él. Pero ¿cómo vamos a saberlo, querida Gertrude? ¿Es que hay algún modo de saberlo?
- ¿Importa? No, ni siquiera si es nudo. Sólo la sangre no quiere nunca dejar de manar. Ella, que ha fertilizado todos los verbos (esconderse, reverdecer), es la única que se preocupa por la palabra nudo (torniquete, presión, sintaxis muerta). Tanto pesa la polisemia, su barniz. Que todo lo borre esta luz animal.
[COCODRILA & CO.]
La cocodrila asciende del enmarañado fondo de la imaginación, ese suelo grumoso que la aloja en lo oscuro. El dulce horror que canta en las mandíbulas.
Un sonido muy leve en la noche cerrada, el pellizco violento de la intranquilidad. Hay lodo entre tus dientes y la lengua. No sabrás decir bien ni su nombre ni el tuyo.
Predadora, igual que lo eres tú. No te permitas enjuiciar su hambre, sus escamas durísimas, su escudo. Ni siquiera en su lágrima invisible, la carnaza caliente que aún se agita.
Baja un hilo rojizo por las piernas, rubí que se salpica en las entrañas como cordón esquivo e invertebrado.
Nada sabes de ella, si puedes decir ella. Las palabras son ese cordón pegajoso que baja por las piernas sin tocar nunca el suelo. Con él formas un lazo corredizo, lo pasas alrededor de su cabeza, oprimes hasta que tus nudillos sangran.
Pero ¿y la cinta adhesiva para envolver su boca, después la tuya? ¿Queda pegado ahí algún resto de hueso, de matorral, de oscuridad asfixiada y limosa? ¿Qué llega desde el fondo a morder el poema?
Te acercas despacio al animal. En su espuma de sangre es ininteligible. Se seca al sol, deja sólo una costra de lenguaje y un ojo dorado que no duerme, lo estricto y lo flexible que se sueldan como en la forma extrema de los imperativos.
No te permitas hablar de sus pupilas, su sensibilidad adaptativa hacia el agua o la luz. No creas que puedes conocerla. Harías listados de partes de su cuerpo, pero ella es todos sus lados y no te necesita. No ha oído hablar del desaire ni del Apocalipsis. Incluso su nombre procede de un error: saltan letras y dientes en su boca pero eres tú quien puede tropezar y caer.
Arrastra el liquen, la osamenta y jadeo, el desamparo, la prolífica canción de cada cría. Todo lo mancha, todo lo acontece. Salta en la cópula, en la ceremonia sobrecogida de la nidificación. En el cuidado extremo por cada una de las crías. Baila y salta en el golpe de cazar.
Cuando escribes te vuelves su carnaza, el cebo tembloroso, lo que grita y pulula en el lenguaje.
Al fondo de tu boca sólo hay lodo. Se mueve allí, despacio, persiguiéndote. También tú estás buscándola en la noche. Asciende del suelo y sus ojos se abren como vocal perfecta y repetida. El círculo que sueña con la luna, el hueco de la víscera encharcada.
No puedes olvidarla ni escapar. No puedes añadir absolutamente nada que le sea necesario. Nadie puede añadirle ni un centímetro. Ni aunque sea volumen y densidad del miedo. Ni aunque lo anfibio siga sorprendiéndote.
Porque eres y no eres animal.
Mandíbula en que gime este vocablo.
Notas
- Leonora sería otro de sus nombres. No es casual que dos oes abiertas, como dos ojos sin párpado la miren con atención. Eso tenía que saberlo ella (¿ella cocodrila, ella Leonora?) porque brindó más de ocho metros de largo a una barca del cocodrilo realizada en bronce.
Tenía que saberlo cuando escribió sus Memorias de abajo porque no hay un arriba posible para los cocodrilos, aunque se diga tantas veces la palabra superficie. Tenía que saberlo cuando anota: “¡Yo no quería otra cosa que ser buena con el mundo entero, y aquí estaba, atada como un animal salvaje!”
Se apellidaba Carrington. Entendía el idioma de los vivos y muertos, las zonas de paso a lo salvaje.
- ¿El apellido de la cocodrila será su nombre científico? Crocodylidae.
Lo cierto es que no responde en ninguna lengua: crocodilus (lat.), crocodile (ingl.), crocodile (fr.), Krokodil (al.), coccodrillo (it.), cocodrilo (esp.)…
Ni en las que conservaron la norma culta ni en las que cedieron al salto, a la metátesis, a la -r- recorriendo ese cuerpo verbal también apetecible. Da lo mismo crocodilo o cocodrilo. En lo alto de la escala alimenticia también se es hijo del pavor y la indolencia.
- Antes pudo llamarse cocadriz pero hoy está en un cementerio de palabras. ¿Acudirán las demás como a un cementerio de elefantes? ¿Como quien va hasta el Nilo para negarse tres veces, en el dolor rencoroso de la pérdida?
- Puede ocurrir que viajes a San Luis Potosí y no te muerda la curiosidad. Pero debería hacerlo. Los lugares no nos pertenecen, tampoco los animales, las palabras vencidas sobre su inalcanzable piel.
- ¿Y las crías? ¿A quién le pertenecen? Sólo el uno por ciento de los cocodrilos que nacen llegan a ser adultos. Perpetúan un llamado que entiendes (no entiendes): entregan vida, la forma más sagrada de aquello que está en ti.
- Dices saurio y sonríes. Pero decir lagarto abre una herida en tu boca porque buscas el femenino y, una vez más, tropiezas contra el muro. Deberás masticar las palabras más rudas. Muelas de molino necesitarías y no tienes. ¿Alguien brinda un martillo, una piedra, el socavón del muro? Golpeas la pared con la cabeza. No quedaron nudillos suficientes.
* Poemas pertenecientes al Libro mediterráneo de los muertos, publicado por Pre-Textos en 2023.
El libro Contra los influencers: corporativización tecnológica y modernización fallida (o sobre el futuro de la ciudad letrada) [Pre-Textos, 2023] propone una actualización de la modernidad poética (en sus plurales versiones), como antídoto frente a la masificación discursiva y simbólica que propugnan los excesos de los conglomerados corporativos y tecnológicos. El ensayo abarca un proceso que se despliega desde la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días, incidiendo en momentos clave como la modernización editorial española de los setenta, la Transición democrática y la irrupción de los millennials o nativos digitales. Desde Pablo García Baena (1923-2018) hasta la rapera Gata Cattana (1991-2017), más de medio centenar de autores son analizados para ilustrar la paulatina pérdida de la literariedad y la hegemonía del entretenimiento y de lo publicitario, que pretende convertir a la poesía —incluso con el apoyo de la inteligencia artificial— en una rama menor de la cultura de masas.
A continuación, se ofrecen algunos fragmentos que trazan los ejes de un análisis que se desarrolla a lo largo de 474 páginas.
—El autor
Estableciendo una frontera formal y discursiva entre la poesía del siglo XX y la del siglo XXI
1
Entre las nuevas promociones de poetas, con el apoyo de lo corporativo —la confluencia entre lo editorial y lo periodístico— se busca potenciar el paradigma de un escritor convertido en celebridad o estrella pop. Ese es un privilegio que internacionalmente comparten figuras como Marwan, Luna Miguel, Rupi Kaur, Elvira Sastre o Amanda Gorman: poetas muy cuestionados por la baja calidad de sus obras y por sus estrategias publicitarias, que invisibilizan y perjudican a gran parte de sus contemporáneos. Una situación refrendada por el inédito apoyo publicitario de lo corporativo a sus propuestas, que cumplen con la fórmula ideada por Andy Warhol: una producción rápida, fácil, barata y moderna.
Este nuevo orden se aprecia en la abismal diferencia en el número de seguidores entre los autores de la poesía pop tardoadolescente, los influencers y aquellos escritores que se adscriben al paradigma literario, cada vez más condenados a subsistir en los márgenes del sistema. En el momento que este libro se cierra, Elvira Sastre cuenta con 594 mil seguidores; Miguel Gane, 386 mil; Marwan, uno de los precursores, 265 mil; Loreto Sesma, 83 mil; Luna Miguel, 46 mil; Elizabeth Duval, 44 mil 900; y Elena Medel, 12 mil 500. La tendencia no parece remitir: nuevos exponentes del fenómeno como Luna Javierre cuentan con 410 mil seguidores. En el caso de Berta García Faet, una de las poetas jóvenes más reconocidas institucionalmente, sus seguidores apenas llegan a mil 499, aunque su visibilidad mediática, merecida en términos de calidad, hubiese sido improbable sin el apoyo de una comunidad poética virtual que sobrepasa los cien mil seguidores (los autores vinculados a Los Perros Románticos de Luna Miguel y la editorial La Bella Varsovia de Elena Medel). Como contraste, un poeta sin mayor vinculación a comunidad alguna, como Aitor Francos, cuenta apenas con 666 seguidores. En cuanto a las ventas, Marwan ha alcanzado a colocar más de sesenta mil ejemplares de un solo libro, Todos mis futuros son contigo; Miguel Gane —el mayor éxito de 2022— ha sobrepasado los cien mil; y Defreds —que se considera escritor de narrativa corta— llega a los quinientos mil con todo el conjunto de su obra. Números que exceden ampliamente los de una novela de éxito de esta misma generación, como Panza de burro de Andrea Abreu (sesenta mil ejemplares).
En todo este fenómeno prima una relación inversamente proporcional a la literariedad de las propuestas. Aquellas con mayor cantidad de seguidores se apoyan decididamente en la interactividad y la oralidad electrónica: en la autorrepresentación, en los personajes y en la viralidad de las imágenes.
2
La industria editorial, a través de lo corporativo, ha creado una dinámica de acción-reacción en cuanto a las propuestas literarias: aquella dialéctica sería la que conforma la actualidad y las tendencias. Es decir, los sucesivos movimientos de ruptura y reparación entre lo nuevo y lo tradicional —el paso de los Novísimos a la Poesía de la experiencia, de la Generación Kronen a Juan Manuel de Prada y luego al Grupo Nocilla, etcétera—, son inducidos por el propio mercado. Una situación que se ha dado tras la consolidación de la industria editorial en los setenta, aunque en la actualidad el lapso entre una y otra expresión sea cada vez más breve.
Podría pensarse que tal dinámica resulta contraproducente para la industria, pues propiciaría una obsolescencia premeditada para sus propios productos editoriales, pero no parece así en la mayoría de los casos. En primer lugar, es el flujo de novedades el que garantiza las ganancias, no la solvencia de un libro o la permanencia de la propuesta de un autor. Además sólo algunos escritores, aquellos que reúnen cualidades extraliterarias derivadas de la irradiación de su imagen o su capacidad para articular un discurso público, alcanzarían a ser investidos como autores marca. Y, gracias a la adquisición de dicho estatus, lograrían trascender también la dialéctica de acción-reacción propuesta por la industria.
Dicho mecanismo ha sido posible sólo desde que los medios de comunicación se han impuesto como valedores o guardafronteras de la ciudad letrada. Así, el proceso ha significado que la lectura privada y la reflexión hayan remitido, perdiendo relevancia frente al carisma o la admiración que los autores marca ejercen desde los medios de comunicación. De este modo, los valores de la alta cultura y lo ilustrado han sido deslegitimados paulatinamente a favor de los de la sociedad del espectáculo y la cultura de masas.
A lo largo de los últimos cincuenta años dicho proceso, que supone la prevalencia de lo corporativo sobre lo artístico, ha tenido tres momentos. Inicialmente, la noción de una alta cultura estaba sostenida a partir de la producción de una alta burguesía parapetada, por sus privilegios de formación y acceso al medio cultural, al interior de los muros entonces inexpugnables de la ciudad letrada; así, con el pasar del tiempo, estos escritores sólo permitieron el ingreso de otros autores de características sociales y estilísticas similares a las suyas, generalmente inferiores en cuanto a talento y calidad. Aquello supuso fomentar una escritura epigonal y el respeto al orden social: la alta cultura se hizo endogámica y conservadora.
Posteriormente, el influjo de los medios masivos, y en especial el de la música y la televisión, consagraron un imaginario juvenil y mesocrático que, en un par de décadas, logró hacerse bastante sofisticado —desde el jazz hasta el rock progresivo y la música electrónica o como en el cine de autor—, lo cual supuso que los referentes e incluso las posibilidades del lenguaje literario se ampliaran. No obstante, aquello suponía un diálogo interdisciplinario desde la literatura, por lo que los valores formales y la noción de continuidad histórica eran respetados. Mas esta producción no llegó a cuajar desde las razones comerciales de la industria y su incesante búsqueda de best-sellers.
Un tercer momento, definido por la aparición de las redes sociales como medios micromasivos, altera por completo las jerarquías ilustradas. Los prosumidores nativos digitales ya no requieren escribir sobre personajes que podrían encontrarse en las películas de Wim Wenders o en las canciones de P. J. Harvey, sino que ellos mismos se convierten en los protagonistas, en los personajes de una ficción que construyen virtualmente para la aceptación de miles de seguidores: los escritores se proyectan a sí mismos como celebridades. De ahí la asimilación de los influencers en la industria editorial, autores para quienes lo formal y lo discursivo apenas resulta un pretexto para complementar un culto a la personalidad.
3
Es decir, de espaldas a la antigua ciudad letrada, el trepidante proceso de estandarización alcanza esferas antes inimaginables, como parte de una casi irremontable brecha digital y generacional. Sin apelar a ilustraciones transhumanistas, actualmente se vienen popularizando programas de inteligencia artificial que permiten redactar una gran diversidad de contenidos: desde textos publicitarios o descriptivos hasta relatos (mediante algoritmos de aprendizaje automático o deep learning). Textos que son escritos recurriendo a una base de datos, y a los que incluso se les puede indicar la adopción de un determinado tono o estilo de lenguaje. Algunos de estos programas ya disponibles son Jasper, Rytr y Copymatic, y el recientísimo ChatGPT, que puede resolver preguntas y generar textos o resúmenes requeridos oralmente, funciones que, supuestamente, amenazan con desplazar a Google como motor de búsqueda favorito.
De otra parte, el uso de la interactividad narrativa apoyada en imágenes (narrativas visuales), puede incluso llegar pronto a un nivel de aceptación parecido al de los videojuegos. Si esta evolución sonara muy improbable o lejana, debe recordarse la plena asimilación de los audiolibros, la mensajería electrónica y los lenguajes iconográficos —como los emojis y los memes— en la cotidianidad actual a través de los dispositivos móviles.
De la imagen al objeto, del objeto al dato,
del dato a la escritura.
El asombroso influjo de la inteligencia artificial ya ha afectado plenamente a la ciudad letrada; y, desde aquella perspectiva, los prosumidores millennials representan algo parecido al paleolítico de una mutación cultural: la interactividad electrónica y los mensajes virales; lo transmedial, el algoritmo y la minería de datos; suponen fenómenos que han avalado —y en cierta forma justifican— el posicionamiento de los jóvenes autores marca y sus productos editoriales.
A este posicionamiento por la interactividad y el algoritmo responden los casos paradigmáticos de Luna Miguel en El Cultural o el de Elizabeth Duval en Público y laSexta, erigidas desde las redes como líderes de opinión. Ese tipo de representatividad, sin otro filtro que la visibilidad electrónica, subyace asimismo en el polémico episodio que protagonizaran ciertos poetas pop tardoadolescentes —Marwan, Defreds, Leticia Sala y Elvira Sastre— al ser entrevistados por la Casa Real durante la pandemia.
La influencia de la inteligencia artificial ha dejado todavía indicios más contundentes en la ciudad letrada, como se vio con el Premio Espasa Poesía 2020, otorgado a Rafael Cabaliere, un misterioso poeta venezolano, con miles de seguidores y apenas autorrepresentación o interactividad en sus redes (cuarenta publicaciones y más de un millón de seguidores). Fuera de ceñirse a la simplicidad y la cursilería que caracteriza a este tipo de escritura, tan cercana a la autoayuda, su profesión de ingeniero informático y publicista, aunada a la escasa y extraña interactividad en su perfil de Instagram, abren la posibilidad de que su visibilización se deba a la compra de bots (cuentas virtuales falsas). Es más, lo formulaico de sus textos en Alzando vuelo indicaría la probabilidad de haber sido producidos o reescritos a partir de un tratamiento con inteligencia artificial:
Entenderte es saber
que estás hecha de fuego
y no buscar apagarte.
En otras palabras, Espasa podría haber topado con un robot en su búsqueda de un poeta pop tardoadolescente. Pero esta anécdota pronto puede dejar de ser un curioso caso aislado. Como se sabe, el tipo de automatización que propone la inteligencia artificial destruye trabajos, no sólo ya manuales. Redactores y traductores se ven profundamente perjudicados, incluso publicistas, copywriters y escritores de contenidos; ¿por qué no tendría que afectarse a escritores literarios?
Para lo corporativo tecnológico, en un mundo editorial cada vez más global y concentrado, un futuro ideal de rentabilidad infinita supondría tener pleno control sobre agentes, formas y contenidos: un modelo similar al que se ejerce en la industria del K-Pop surcoreano, con figuras diseñadas para un Star System musical y cinematográfico. De llegar a tal punto, los influencers literarios, que habían sido en un inicio reclutados desde las redes, luego serán diseñados por las multinacionales para ser, en última instancia, sustituidos mediante modelos, avatares de inteligencia artificial o actores producidos con tecnología deep fake. Resulta así más que evidente que la asimilación cotidiana de la inteligencia artificial plantea graves disyuntivas no sólo económicas, pues también existen implicaciones geopolíticas —del neocolonialismo cultural al control social—, y ético-filosóficas, como la tecnoconciencia, la “inmortalidad” digital y la temible singularidad tecnológica: aquel momento en que la inteligencia artificial adquiera una autonomía que le permita superar a la inteligencia humana.
Desde una cultura como la hispánica, receptora pasiva de una inédita revolución tecnológica, una forma de resistencia para la ciudad letrada supondría asumir la poesía no sólo como reivindicación idiomática, sino defenderla como instrumento o vehículo de la conciencia a nivel epistemológico. Así, en las próximas décadas, la capacidad cognitiva seguirá siendo amenazada por la estandarización y la simplificación que globalmente promueve lo corporativo a través de la minería de datos.
4
Contra los influencers: corporativización tecnológica y modernización fallida (o sobre el futuro de la ciudad letrada) propone un diagnóstico de la sociedad literaria española entrada la segunda década del siglo XXI, estableciendo una vindicación de la literariedad y lo histórico frente al riesgo que significan los influencers como agentes privilegiados de la cultura corporativa y la sociedad de masas. Este análisis se basa en un enfoque interdisciplinario que toca aspectos sociológicos, tecnológicos, políticos, mercantiles y literarios.
Los capítulos, estructurados con los nodos, las digresiones y las recurrencias de un hipertexto, examinan la relación creciente entre la cultura de masas y la literatura mediante su influjo en la identidad individual de los lectores. Por consiguiente, se recogen procesos por los que lo corporativo busca generar mayor homogenización social vía la consolidación de un mainstream y su consecuente hegemonía en la opinión pública, el consenso político y el consumo.
El ensayo propone asimismo un retrato de la ciudad letrada a través de la crítica como alternativa al relato que se impone desde los medios. En este sentido, no se puede explorar a profundidad propuestas excéntricas o periféricas que ilustran otra versión de la modernidad literaria. La perspectiva corresponde no a lo que pudo ser, sino a lo que es: consideramos necesario repensar el canon antes de ampliarlo. El enfoque, además, no pretende defender una determinada modernidad poética (un debate que se dio en el fin de siglo y que no fructificó por las limitaciones y las instrumentalizaciones de lo mediático), sino aportar a una necesaria modernización de la ciudad letrada (sus instituciones, políticas culturales y discursos), pues sostenemos que en esas instancias se consolida la superestructura que determina la producción poética contemporánea. No obstante, se intenta mostrar una pluralidad de obras y estilos, abriendo líneas de trabajo para futuros poetas y lectores, reconociendo que esta aproximación contempla vacíos y asimilaciones tardías. Así se registran ciertos cambios estéticos, inicialmente lentos y luego más raudos, por la presencia de Internet a inicios del siglo XXI.
Más allá de sus protagonistas, se trata a los influencers literarios y a los poetas pop tardoadolescentes como un fenómeno importante por proponer formas de actuar, sentir y pensar. La crítica a sus procedimientos y estilos plantea una respuesta frente a la voluntad de instituir a la literatura del mainstream como un hecho social o entorno incontestable.
Para concluir, se brinda una breve propuesta para reformular y modernizar la ciudad letrada a través de un cambio en la gestión y en las políticas culturales. De este modo, el propósito final de Contra los influencers: corporativización tecnológica y modernización fallida (o sobre el futuro de la ciudad letrada) sería establecer lecturas a profundidad sobre obras, fenómenos y procesos, buscando generar un modelo de análisis que fomente el diálogo, los vínculos comunitarios y otro tipo de gestión cultural dentro de una sociedad literaria contemporánea e intergeneracional. Es decir, contribuir al debate sobre la creación y viabilidad de una ciudad letrada adaptada al entorno electrónico.

Saber es sabor
Está en los alimentos ser deliciosos. Es una cualidad propia, que late en ellos, sin necesidad de un cocinero. El cocinero, a su vez, no es más que un puente entre lxs comensales y la delicia. No hace, en realidad, ningún trabajo. No es instrumentista sino herramienta: deja que la belleza de su materia prima lo hipnotice, para llevar a cabo las transformaciones necesarias que pongan en evidencia la potencia poética que siempre estuvo ahí.
Ignoremos, entonces, al cocinero. Hagamos de cuenta que no existe. Pensemos en los alimentos: en cómo se nos presentan, en qué dicen y no en qué significan. En lo que son no para nosotros, sino en las sucesivas e inasibles transformaciones que los convierten en tesoros. Existen sin necesidad de ser pensados; no dependen del criterio de unas papilas gustativas. Ellos mismos perciben su deliciosidad y trabajan para ella. Frente a las adversidades de un mundo apurado, los ingredientes quieren durar. Aunque el instante de comerlos sea breve y nunca alcance, no hay que dejar de lado todo lo que hicieron para llegar tan lejos. No queda otra que hablar en términos de amor: los alimentos se esfuerzan, con cada segundo que avanza, en convertirse en la versión más bella de ellos mismos. Se emperifollan no para nosotros, sino porque a eso vinieron.
Las cosas —los alimentos entendidos como tales— existen en el mundo rodeadas de otras cosas que producen, continuamente, modificaciones unas sobre otras. Funcionan como conjuntos de relaciones, pequeñas comunicaciones que entran en contacto y se desentienden, una y otra vez, componiendo de manera constante el mundo como se nos presenta. Se podría, a partir de estas imágenes, tratar de comprender la materia alimenticia más como un flujo incesante que como una serie de instantes detenidos en el espacio. Así, los alimentos pueden ser puro movimiento: casi una danza donde las figuras de un bailarín podrían ser sus estados de madurez, sus momentos privilegiados, y sus piruetas y desplazamientos, la pura duración que los constituye.
Los alimentos, entonces, tienden al cambio, porque la duración es cambio. Gilles Deleuze, retomando a Henri Bergson, insiste: “El movimiento siempre remite a un cambio […] Y lo mismo sucede con los cuerpos: la caída de un cuerpo supone otro que lo atrae, y expresa un cambio en el todo que comprende a los dos”. En esta transformación continua, que Bergson llama lo Abierto, no es posible definir un Todo. La propia definición de durar implica el surgimiento persistente de algo nuevo, que impediría que esa totalidad en que está inmersa la materia pueda congelarse el tiempo suficiente para poder fijarla. En ese escenario, el alimento puede permitirse todas las variaciones que lo llevan de semilla a fruta, de animal a carne, de planta a especia. Con esto en mente, ahora no queda sino seguir adelante con el caprichoso pero exhaustivo ejercicio de pensar qué convierte a un ingrediente en una comida, ahora que la respuesta no implica a un cocinero.
En su libro Materia vibrante, Jane Bennett se concentra específicamente en la fuerza de los objetos mismos: no tanto en los significados humanos que se pueden interpretar como encarnados en ellos, sino en su materialidad misma como un agente activo de los intercambios entre cuerpos. Existen afectos que no son específicos de los cuerpos humanos pero que, por nuestra ceguera y voluntad de leer todo a nuestra imagen y semejanza, han sido relegados o minimizados. Bennett, sin embargo, insiste: hay que dejarse encantar por las cosas en sí mismas. Este encantamiento, como una calle de doble mano, genera, por un lado, que lxs humanxs se sientan fascinadxs sin ninguna explicación, pero da cuenta, a la vez, de que las cosas producen efectos en los cuerpos en general. El problema es que la capacidad para detectar la presencia de esos afectos está atenuada, adormecida. Y, como bien decía Antoni Muntadas, la percepción requiere participación: hace falta —sea por parte del cocinero, del comensal, de la persona que pasea por el mercado y contempla cajones y cajones y frutas y verduras—, que se deje llevar por las impresiones que le comunican sus sentidos. Que se deje atrapar por el afecto.
Sin embargo, aunque enriquecedor para la experiencia humana del mundo, este ejercicio de percibir no es necesario para que la naturaleza vibrante de las cosas —y específicamente de los alimentos— exista. Las cosas en la naturaleza irradian, incluso antes de ser explotadas o instrumentalizadas. La materia está viva: habla por y para sí misma, aunque no haya nadie para interpretarla. Esta incapacidad de traducirla es, quizás, ese misterio al que Bennett llama encantamiento. Existe una fuerza anímica en las cosas que le permite a la materia extraer mucho más de sí misma de lo que parecer ser. Así, los alimentos hacen de su esencia el cambio constante: se confirman como procesos, se alejan de cualquier posible detención. ¿Cómo definir el movimiento más que por el movimiento mismo, por su temporalidad?
Los ingredientes, entonces, forman parte de un enorme circuito colectivo, no necesariamente humano, en el que sus cuerpos aumentan su potencia en cuanto a ensamblaje. Poseen una vitalidad propia que se encuentra en constante movimiento y comunicación con otros cuerpos en el espacio, pero sobre todo en el tiempo. Modifican y se dejan modificar. Las transformaciones a las que se ven sujetos son innumerables y profundas, una suerte de constante desafío a la belleza: cuando se pensaba que una fruta había llegado a su punto perfecto, se deja caer del árbol y renuncia a su mejor versión para esparcir sus semillas en la tierra. Cuando una pequeña planta está en su momento ideal, se seca y se convierte en la especia más profunda y aromática. El cocinero y el comensal sólo llegan a estas versiones mucho después de que los alimentos hayan revelado tanta de la potencialidad que existe en sus cuerpos. Y a lo sumo pueden encontrar, con algunas operaciones, sabores nuevos o combinaciones que no conocían. Pero que, insisto, ya estaban en sus cuerpos comestibles antes de ser ingeridos.
Hay poemas que, como la comida que describen, son deliciosos. En un fragmento de Creer en el trabajo (Pre-Textos, 2022), Alberto Carpio (España, 1983) escribe sobre la fruta:
me regodeo en la abundancia
quien no gusta de mucho
un copioso manjar
la exuberancia
del color y el sabor del mango
la intensidad de su frescura dulce
su acidez el contraste entre los colores
que cambian
del rojo al verde de su piel
al naranja chillón
de su carne fibrosa
la diferencia de la piel rugosa y oscura del aguacate
con su carne suave y su hueso sobrio
la sólida armadura de la piña
como coraza del armadillo
el azúcar del dátil
acumulándose
Sorprende leer, o siquiera pensar, en un grupo de alimentos tan dispuesto a transformarse a sí mismo como las frutas. Habrase visto semejante maravilla: armaduras tan sofisticadas como sus cáscaras, algunas gruesas como una cota y otras ligeras como el encaje, de texturas y colores tan hermosos como las plumas de un ave, que debajo esconden el mayor placer posible. Una carne dulce y ácida, que se deshace al tacto de los labios y se queda entre los dientes para poder saborear por horas después. ¿Qué otra cosa que un deseo puede estar detrás de algo semejante? ¿Cómo no confundir esta fuerza con una voluntad?
Sin embargo, las frutas no son libres en su capacidad de mutar. Ellas, sencillamente, son. No existe tal cosa como el libre albedrío de un alimento. Es sólo que se le debe concebir como se pensaría un poema: abierto, casi infinito, bello. El oficio del poema, a diferencia del trabajo del poeta, es hacerse a sí mismo. La fruta se organiza alrededor de un carozo para desdecir la dureza de ese origen: de sus pepitas amargas y huesos obstinados, hace un colchón suave. Como las palabras que se organizan en el poema para hacer bailar al lenguaje, la carne de la fruta hace valsar la lengua. Aunque las frutas varíen en tamaño desde lo infinitesimal de una baya al peso imposible de una sandía, habría que preguntarse por aquello que las une: primero entre ellas, luego con las verduras, luego con otros alimentos y, una vez después, con el resto del mundo natural que las abriga. ¿Qué las hace familia? Por supuesto que responder a esta pregunta sería tan sencillo como abrir un diccionario y buscar una definición. Pero eso sería reducirnos a las lógicas de nuestro lenguaje, cuando lo que se procura es dejarse conmover por su vibración intraducible. Entonces esbozamos algunas tentativas, con la ilusión de que le hagan justicia a su ludismo y color. Podríamos decir que las frutas son hermanas por cómo se despliegan frente a la vista: existen juntas porque son redondeadas y hermosas. O porque sus siluetas orgánicas se buscan y encuentran en el único grupo de alimentos que promete sensualidad. Una fruta es un cuerpo tan cargado —o incluso más— de erotismo como el humano.
En cuanto a las verduras parece obvio hablar, también, de su belleza. Pero hay que entenderla en términos todavía más desafiantes que sus hermanas azucaradas. A diferencia de la fruta, la mayor parte de las verduras (o de las que son realmente memorables) necesitan del fuego para volverse perfectas. Sin él, su amargura es intolerable o su dureza intragable. Así como la fruta se entrega de manera inmediata, jugosa y disponible, la verdura es misteriosa: esconde en su corazón el secreto de su gusto. Su existencia general es una casi delicia, conformando una gran familia de tímidos que esperan el momento en que se desate el incendio. Esto no significa, de ninguna manera, que su vida en crudo no valga la pena. Simplemente da fe de que un alimento siempre puede más de lo que su apariencia promete.
Por más que quisiera convencerles, lectores, de que esta breve tesis esencialista es tal como se plantea, creo que iba a darse, inevitablemente, un paréntesis relativista para explicitar que, aunque la materia hable por sí misma, difícilmente podemos interpretarla fuera de nuestras propias subjetividades. Es decir: se puede percibir de los alimentos que hay algo más allá de nuestro entendimiento, pero nuestra experiencia del mundo se define más por relaciones directas que por especulaciones. Todo para decir: puede parecer, después de lo planteado antes, que la fruta se entrega y la verdura no. Pero si nos detenemos unos segundos, resulta claro que ambos grupos de alimentos requieren de cierto trabajo nuestro, por no hablar de otros grupos aún no mencionados. La fruta se pela, la verdura se cocina, la especia se muele, la carne se mata. Si bien la potencia de ser comida —y, específicamente, de ser deliciosa— siempre estuvo ahí, hizo falta una serie de operaciones para explicitarlo. El sabor, fenómeno anímico oculto detrás de todo ingrediente, no se conoce hasta que se experimenta.
Roland Barthes, en una serie de viajes que hace a Japón entre 1966 y 1968, queda profundamente fascinado no tanto por la gastronomía nipona, sino por lo que encuentra de novedoso en el vínculo que tienen lxs japoneses con la comida en sí. En sus notas, compiladas en El imperio de los signos, el autor pareciera en principio esbozar algunas interpretaciones sobre qué es el Oriente, en qué se distingue de lo que él conoce, en qué se parece. Sin embargo, sucede algo intraducible, ininterpretable: Barthes es incapaz de aplicar los sistemas con los que trabaja a las lógicas históricas y cotidianas del país extranjero. En Japón, Barthes dice, no hace sino encontrar signos vacíos: puro significante. No puede trazar esas relaciones convencionales que esperaría de los objetos. Descubre una manera, para él desconocida, en que lxs japoneses se entrelazan con sus cosas a partir de la materialidad de éstas.
En los capítulos más deslumbrantes del libro, Barthes queda enormemente conmovido por la cocina y la ingesta. Contempla cada comida a la que es invitado y se deja afectar por los rituales que la acompañan. Como una estancia sin sujeto, el lingüista entiende, de la cocina japonesa, que en realidad no existe tal cosa como un cocinero. Sí, es cierto, hay cuerpos humanos en cocinas ocupándose de llevarle comida a la mesa; Barthes no niega el trabajo. Pero percibe que, allá, la cocina opera como una suerte de escritura poética: “una comida escrita, tributaria de gestos de división y de parcelamiento que no inscriben el alimento en el plato de comida […], sino en un espacio profundo que sitúa en diversos planos al hombre, la mesa y el universo. Porque la escritura es precisamente ese acto que une en el mismo trabajo lo que no podría aprehenderse junto en el único espacio plano de la representación”.
Barthes se apropia del siguiente haiku:
Pepino cortado.
Su jugo fluye
dibujando patas de araña.
La comida traza poemas, cuadros, escenas. Los ingredientes en estos versos se organizan de forma armónica y mínima. Se desdoblan hacia lo infinitesimal “para cumplir su esencia, que es la pequeñez”. No hay cocinero, no hay siquiera cuchillo, y sin embargo ahí aparecen como venas, como animalitos, todas las relaciones dadas en la naturaleza que han modificado y siguen modificando a esta fruta.
Nada tiene que ver esta lógica con la comida occidental. Mucho menos con la comida latinoamericana, que ante todo peca de exuberante: guisos, porotos, lentejas, arroces, salsas, picores, largas cocciones. La comida latina no es discreta, pero me interesa, en los términos que propone Barthes, la idea de que un plato no sólo está para ser comido, sino que los elementos en ese plato son comestibles para cumplir con una esencia que les es única y secreta. A cada ingrediente, su secreto. A cada comensal, el desafío de dejarse afectar por su misterio.
Juan Cárdenas (Colombia, 1978), en un fragmento hermoso de su novela Elástico de sombra (2019), pone en boca de Don Sando, viejo maestro de esgrima de machete, algunas de las observaciones más lúcidas que haya leído al respecto. El viejo Sando, insomne, se pregunta mirando al techo por la etimología de un nombre local, en la que una misma palabra significa pensamiento y sabor. “El pensamiento es apenas la abertura de la razón hacia las profundidades del misterio, que no es otra cosa que el misterio del sabor, o sea el misterio de lo Incomunicable”.
El sabor es un fenómeno que no puede compartirse a través de las palabras. Hace falta el cuerpo y la experiencia: se pueden esbozar algunas aproximaciones, pero nunca serán suficientes. A esos intentos, Don Sando los llama poesía y “la poesía no rompe el misterio, sino que le da forma, permite apreciar el misterio del sabor desde el umbral de pensamiento. Allí, en la poesía, es donde el sabor se vuelve imagen, se vuelve música, roce del cuerpo a cuerpo”. Como Barthes, Cárdenas y su narrador dan cuenta de que hay algo de lo gustoso que no alcanza a las palabras: el sabor no está en el lenguaje, sino en la lengua. La poesía, género perfecto para todo lo que es demasiado, ocupa el cuerpo entero —la lengua, el estómago, el alma—. Poesía y sabor se hermanan, provocan y ponen en evidencia que el pensamiento no siempre es conveniente, que a veces hace falta dejar que hable el cuerpo, como tomado por un encantamiento.
Por una cocina menor
No aprendí a cocinar por mi madre. Sin embargo, pienso en ella cada vez que me veo frente a una verdura sin cortar, a una carne por adobar, a una sartén que se calienta. A pesar de que comer es probablemente lo que más me gusta de todo, la cocina me llega tarde, como un aprendizaje accidentado y lacunar.
Existe una suerte de imaginería compartida de que las recetas se heredan, sobre todo entre generaciones de mujeres, que se convocan unas a otras y se encuentran alrededor de una mesa. Mi entrada al espacio de la cocina se da bastante a ciegas. No pretendo justificarme, pero no quiero dejar de aclarar: medio huérfana, burguesa y con escolaridad completa, las comidas hasta mis dieciocho años pasaban por llegar hambrienta a casa y ver con qué plato listo me encontraba, preparado por la empleada doméstica. No es que no fueran deliciosos, pero su elaboración pasaba bastante como un misterio. A pesar de eso, insisto: me gusta mucho comer. Más que dormir, más que tener sexo, más que muchos otros lugares comunes y sobrevalorados. Qué delicia lo salado, qué delicia lo dulce, qué delicia el hambre.
Pasan cerca de veinte años antes de que me atraviese la idea de acercarme a un plato y, a partir de ahí, el entusiasmo no para. El problema quizá tiene que ver con no haber tenido maestra. Creo que se podría decir, a grandes rasgos, que soy una buena cocinera. Pero, aunque nadie nunca lo admita, es claro que hay algo que falta. Un secreto que sólo se aprende observando. E, insisto, mi aprendizaje es ciego: no es que la cocina fuese para mí una hoja en blanco; mis abuelas y mi mamá eran grandes cocineras. Pero yo no tengo nociones prácticas, carezco de esa formación afectiva que circula entre mujeres como el mejor secreto a compartir. Nunca tuve la oportunidad de sentarme a verlas orquestar un plato. Lo que sí he logrado es convertir mi experiencia en una suerte de Frankenstein compuesto de videos de YouTube, recetas robadas de libros que no puedo pagar, intuiciones (que suelen fallar) y la fe de que esa magia para sazonar se hereda. Todavía no confirmo estar en lo cierto.
Sin método y sin certezas, entonces, mi vida en la cocina es puro amateurismo: un romance cachorro, en las antípodas del profesionalismo. Principiante pero amatorio. Devoto con los posibles comensales, pero también con los fantasmas cocineros del recuerdo. Y, como todo amor adolescente, inevitablemente marcado por un aturdimiento general de las partes. El cineasta experimental Stan Brakhage, en su manifiesto en defensa de lo amateur, dice que “el amateur permanece aprendiendo y creciendo constantemente a través del trabajo en su vida, en una ‘torpeza’ de descubrimiento continuo tan bella de ver cómo dos jóvenes amantes en la ‘torpeza’ de su inocencia y el placer del constante descubrimiento de sí mismos. Los amateurs y los enamorados son aquellos que observan la belleza y se comparan con ella, la aprecian…” Brakhage asocia la belleza a la visión, al hecho de asistir a esos descubrimientos. En el espacio de la cocina, sin embargo, ese encanto no depende tanto de presenciar los procesos, que pueden ser largos y muchas veces se dan a solas. Para el cocinero, el instante de belleza se desdobla. Por un lado, en el momento de júbilo en que el plato se da por terminado y los ingredientes se convierten en la versión más perfecta de sí mismos. Luego, esa sensación termina de coronarse como gratificante cuando se presenta la receta ante el comensal, que se desborda de ganas y agradecimiento.
En otro fragmento de Creer en el trabajo, Carpio continúa:
tú todo lo transmutas sin cambiarlo
haces
más sabroso el pescado y el arroz
más verde el verde de la planta
más fuertes sus raíces
iguales y distintas
del árbol haces libro
sin cortarlo, del libro
árbol, del hueso caldo
En una escena mínima pero deliciosa, el poeta especta; reconoce en los gestos del cocinero todos los mundos posibles que existen en sus ingredientes. Sus movimientos, como arabescos y piruetas, no hablan de un talento particular o de una capacidad humana. Revelan toda la belleza preexistente que hay en la materia prima: como la escritura de un poema, la preparación de un plato pone en evidencia un espacio indefinido pero profundo en que la esencia de las cosas, sean palabras o ingredientes, alcanza su grado de mayor belleza y potencia; vuelve mejores a los alimentos, más capaces de conmover y dejarse conmover. El comensal privilegiado, que puede asistir a esta metamorfosis, no tiene mucho más que decir que gracias. Incorpora, igual en cuerpo que en alma, el amor que el cocinero entrega.
Muchos son los poetas dispuestos a desarmarse por un buen plato. Charles Simic, entre ellos, ha dedicado no pocos ensayos y versos bellísimos al recuerdo que le suscitan en el cuerpo las salchichas que le cocinaba un amigo en California, o a una sopa de pollo de su infancia. “Me acuerdo más de lo que he comido que de lo que he pensado”, ha dicho en alguna oportunidad. Y, personalmente, estaría dispuesta a redoblar la apuesta: me acuerdo más de lo que he comido que de cualquier cosa que haya leído. Las frases y los versos, aunque hermosos y memorizables, se desdibujan en el recuerdo. Se les puede repetir, pero seguramente están vacíos. En la memoria, un buen plato interrumpe la cronología.
Realmente no hay placer que se compare al de la buena comida. Se podría caer en la tentación de decir que no hay como una gran copa de vino, o una cerveza helada, o la bebida que fuese. Pero sucede que, al final, el trago es siempre traicionero: un primer vaso es entusiasmo, uno más es hablar fuerte, otro quizás es baile, pero el último es camino directo a la melancolía.
Un plato abundante, en cambio (y a pesar del cliché), nunca está de más. Es un gesto de cariño. O incluso más que un gesto porque invita a la duración. Una serie de pasos, como un minué, que oscilan entre lo conocido y la alquimia, sostenidos en el tiempo entre la cocina y la sobremesa. El infinito de la cocina puede parecer abrumador: no hay una unidad mínima, aunque sí hay un método. Una suerte de uno más uno que, en principio, no se entiende y que eventualmente se aprende y se hace propio.
Este proceso, sin embargo, no se da con rapidez ni naturalidad. La cocina no puede desvincularse del cuerpo, y el cuerpo siempre es un problema. Esa suerte de torpeza romántica que menciona Brakhage, aunque entendible cuando aplicada a otros, no podría parecerme tan lejana de la forma en que me llevo adelante. Lamento cada uno de mis pasos y movimientos. No tanto porque conduzcan a una suerte de destino fatal —no tiene que ver con hechos y consecuencias empíricas—, sino por lo que mi falta de coordinación corporal le genera al fluir de mis pensamientos. Aunque disfrute de llevar a cabo ciertas acciones, el bienestar que me proporcionan no es suficiente para que deje de pensar en eso que estoy haciendo. Aunque ame cocinar, apenas me relajaría en el proceso. Cortar verduras me parece profundamente estresante: los pedazos nunca serán iguales, no van a cocerse parejos. Ni hablar de lidiar con carnes o huesos. Los cuchillos nunca son los indicados. Pelar frutas es sucio y peligroso, así de sencillo.
Lo mismo puedo decir de la poesía. Es un género que amo pero que temo profundamente. Aunque ávida lectora, es una lengua que no puedo hablar y que ni siquiera estoy dispuesta a aprender. Nunca, pero nunca, me animaría a tratar de escribirla. En el día a día, por más que milite a favor de un amateurismo en la cocina, frente a la poesía me convierto en una conservadora amarga y demodé. Sucede que, en la lengua de la cocina, es muy fácil entender lo que se puede hacer y lo que no. Existe una serie de pautas dadas, algo así como un orden geométrico, donde lo que está mal y lo que está bien es fácilmente delimitable: a cierto punto, la carne se quema; a cierto grado, el agua hierve; si se sala de más, no hay vuelta atrás, y así sigue. Nadie se lanza a preparar un menú de diez platos sin antes haber hecho un buen arroz. En cambio la poesía, pobre santa, tiene que lidiar con toda esa gente que jamás leyó un verso en su vida y que se hace llamar a sí misma poeta. No quisiera que se entienda con estas divagaciones que abogo por una poesía erudita y clasista. Pero sí considero muy difícil lanzarse a ella sin una mínima noción previa de las formas, de los sonidos, de las estructuras. Esa gente que sólo escribe malos aforismos y les da enter no hace sino ofrecer, noche tras noche, el mismo plato de delivery recalentado, con el gusto a microondas. Si la comida fuese sólo su contenido, todavía comeríamos como animales: crudo e insulso.
En el acercamiento a la forma radica la posibilidad de desarmar los moldes para generar modos nuevos, reaccionarios y lúdicos. El problema, sin embargo, es que la lectura obsesiva tampoco enseña a escribir, así como comer obsesivamente no enseña a cocinar. El lector y el comensal difícilmente puedan aprehender aquello que se despliega en la unión de palabras o ingredientes. Deben conformarse con el placer que otorga contemplar o saborear un manjar elaborado por alguien más, confiando en que al menos ese ejercicio vuelve sus intuiciones menos traicioneras y los convierte en personas más agradecidas.
Entre aquellas intuiciones rescato una primera estrofa, sencilla y poderosa, de un poema que Mark Strand (Canadá, 1934-Estados Unidos, 2014) le dedica a una carne a la cacerola. Dice así:
Miro la carne
cortada y desplegada
en mi plato
y encima
echo el jugo
de zanahorias y cebollas.
Y por una vez no lamento
el paso del tiempo.
2
La imagen es conocida, casi proustiana. Más adelante en el poema, Strand se refiere al plato como la carne de la memoria, la carne del no-cambio: recuerda a su madre preparándoselo por primera vez, rememora cada aroma, cada sensación en el cuerpo. Ahí aparecen Proust y su madalena. Una vez más, un plato delicioso como una fisura: no detiene ni retrocede el paso del tiempo, pero sí incomoda. Suspende. En una comida casera el poeta encuentra un antídoto a envejecer, además de cierta calma: no porque comiéndolo rejuvenezca sino porque disfruta. El poeta busca a Dios en lo mundano y lo encuentra en el recuerdo de su madre cocinera y en todxs aquellxs que han logrado recrearla: En estos días en que hay poco/ para amar o alabar/ uno podría hacer peor/ que entregarse/ al poder de la comida.
Como la cocinera anónima del poema —que asumo mujer porque a ellas asocio la larga historia de carnes a la cacerola que me acompaña—, yo también soy de esas que usan una sola olla para todo. Creo, pensándolo ahora, que se debe a que ahí reside el único momento en que permito que se desdibuje el cuerpo, mi cuerpo: una vez que todos los ingredientes se funden en el fondo de la misma olla. En ese proceso de integración en el que se deja atrás todo el sufrimiento y el estrés que generan en sus existencias individuales y se convierten en un individuo mayor, aromático y perfecto.
Mis comidas, entonces, suelen ser abundantes y muy poco fotografiables. Feas pero ricas, dignas de la ceguera de que me jacto desde el principio. Como los viejos bodegones y naturalezas muertas que la historia del arte ha relegado a las categorías de ejercicio o borrador, la comida casera se sostiene en el tiempo como una suerte de género menor de la alta cocina. Un espacio para el ensayo, un buen recuerdo para los pocos que lo experimentan, pero ningún reconocimiento a la larga. Una injusticia que debe cambiarse. Basta de planos cenitales a platos microscópicos y de libros de recetas para hacer en quince minutos. La comida amateur tarda en hacerse, dura en el recuerdo y siempre sobra en la olla para el día después (porque así es incluso más sabrosa). El gesto amatorio no se resuelve en tres sartenes y media hora. Hay que dejar que hierva, que macere: que el cariño que hay para el plato crezca tanto como el amor por el comensal, así como también la expectativa de él por lo que le van a servir.
Me permito un último poema sobre comida, una carta de amor como pocas, de la estadounidense Jesse Lee Kercheval (Francia, 1956):
Vos sentate
que yo te doy de comer.
Te sirvo un plato de sopa de lentejas,
un mar chiquito
lleno de sol y de calor.
Le sumo una ensalada con ajíes
que queman como estrellas fugaces,
palta, aceitunas,
un toque de jugo de limón
y ajo.
Yo no soy una eximia cocinera,
pero por vos, amigo mío,
me paso la noche en vela
sudando en la cocina,
para que a la mañana
tengas la gastronomía
de once países diferentes
en tu plato.
Estás enfermo
y te vas a morir,
dicen los médicos,
pero yo no voy
a permitir que sea
de hambre.
3
Igual que yo, la cocinera del poema se sabe imperfecta y sin embargo ofrece, en igual medida, amor y sufrimiento en el mismo plato. El profesional jamás podría: trabajando en piloto automático, no deja que el sudor de su frente sirva para salar más y mejor. Toma demasiadas precauciones, no comete error alguno, no invita a que el baile sea de a dos. El cocinero amateur, en cambio, se convierte en un creyente pagano, devoto al mismo tiempo de sus ingredientes y de la magia que sucede en el momento de la unión, así como de la persona que va a recibir. El cocinero necesita que el comensal sea un Dios benévolo y perdonador; depende de su agradecimiento y conformidad para poder seguir entregando, una y otra vez, sus ofrendas.
El poema termina:
No me engaño.
Sé que el futuro,
esa puerta de hierro,
espera ahí,
sin importar
qué tenga yo en el horno.
Mientras tanto,
tenemos choclos dulces,
y una parva de mejillones
que está claro que Dios
creó especialmente para hacer al vapor.
Vení, sentate,
que yo te los cocino.
La cocina, como la poesía, es un arte devoto de la forma, del experimento. Procura apropiarse de las estructuras conocidas, aunque sea con torpeza, para reinventar y homenajear en igual medida. El cocinero, como el poeta, es un ciego cuyas limitaciones lo llevan más allá de lo que se espera de los sentidos. Ambos entregan sonidos y sabores, rimas y texturas, posibilidades y finales. Ambos prometen y dejan con hambre.
1 Barthes no explicita ningún autor para este poema, sino que lo rescata como parte de la tradición oral del país. Traducción de Adolfo García Ortega.
2 La traducción es mía.
3 Traducción de Ezequiel Zaidenwerg.
Faetón cae
Furia:
botón de nácar
para qué me sirves
el fuego ciñe
el cuerpo de la arena
es verdad el padre
es verdad el siglo
el hambre que supo
conjugar
mi cuerpo
el vértigo es solo
este vestigio
no mires
la nada es más valiente
quiero un tiempo
sin incendios
ni ruinas graves
la magia árida
de tener un sol
y frío
y estaciones
nada es más tibio
que el sudor abstemio
que la saliva
blanda
de mi viuda
mi papá me prestó su nave
soy ceniza
si el antebrazo febril
si el manto terrestre
seré tiempo
sin tumba
seré tumba
sin barro
mi primer
coeficiente
de deseo
quise
saber vivir
y conjugarme
con tenedor en mano
y hambre en boca
y no supe
hasta ahora
que el verbo
más explícito
del tiempo
es el pasado
[EDC]
Penélope
(Toma 1)
Lleva años así, dicen. Años
ya sin cáscara, enjutos.
Trabajando en la misma tela
demorada, sus manos
han aprendido a moverse
como peces sin ojos, sin
necesidad de que algo
las guíe. Años tejiendo
un larguísimo tapiz,
escena tras escena,
a puerta cerrada. Años,
demasiados,
hilando figuras con el escrúpulo
de quien ensarta venas
en un cuerpo, con el cariño
demacrado de quien trata
a un huérfano. Desteje
cada noche la tela, dicen.
Pero se equivocan.
La tela se alarga y se alarga
igual que todos estos
años flacos, sumando
nuevas figuras a su
historia sorda: hombres
echados que apenas
se alimentan de flores,
gigantes de un solo ojo
de madera, criaturas brutales,
mitad mujer, mitad pájaro,
boquiabiertas. Marineros
perdidos, ahogados, devorados,
convertidos en cerdos. Y,
en medio de todo, Odiseo
navegando preciso y cansado
hasta llegar a las costas
desmemoriadas de su isla,
disfrazándose de mendigo
para entrar a su propia casa,
traspasando la puerta justo ahora.
[ASH]
Penélope manda a Ulises a dormir al sillón
He escrito este poema antes lo he
borrado Ulises: no pensé que volverías
pasaron años y pretendientes y años
la noche me devuelve al principio
todos los días son días de resurrección
mi vista está cansada mi vida luego invertí
en una buena máquina de coser Ulises
nunca creí en ti solo creí en tu ausencia
cada día era una puntada con la aguja de oro
cada noche me rompo me retracto
tu distancia se tornó dócil como un perro viejo
aprendí tantas cosas con los ojos cerrados
antes que antes conjugué los verbos en plural
el principio está en alguna parte pero no
me reconoce solo humedecimos nuestros dedos
y empezamos Ulises no contaba
con tu regreso no contaba te mandé
a dormir al sillón no me arrepiento antes
el presente estaba hecho de materiales oscuros
oblicuos viejos automóviles en las afueras
azoteas como manos abiertas aquí
estamos señor que sea tu voluntad
después te fuiste todos los días
repetí la cicatriz cuánto me amaron
los que no me conocieron un día
comencé a sanar y a morir al mismo tiempo
fingí esperarte pero las palabras son puntadas
son sutura pero cada noche siete puntos ciegos
y un barco quise tejer un mapa quise
tejer un mar la ruta y la pérdida
el camino y la errancia
quise escribir un mapa para traerte a mi puerta
para mantenerte lejos quise escribir la brecha
para compensar la brecha pero
el amor: esta forma de neurastenia
patrocinada por la televisión abierta
Ulises mi tiempo compartido el nudo
elemental de la palabra la estela
y la estática de tu voz que atraviesa
largas distancias cuando llamas
la salvia rancia del árbol que
plantamos juntos nuestra sal nuestra saliva
nuestros veinte dedos pero Ulises
pusiste tierra y palabras de por medio
te curaste en salud pusiste
pies en polvorosa con una mano detrás
y otra adelante tocas la puerta del regreso
yo que pasé mi vida deshaciendo mi vida
puedo decirte esto: tal vez regresaste
pero volver volver es imposible
[EDC]
Cadmo
Ya sé qué hacer.
A veces solo basta una piedra.
Una piedra bien lanzada,
en el momento preciso, con
la fuerza justa. Tócala:
es rabia compacta, madrugada
que se adensa y cabe en la mano.
Con ella puedes desencajar
una mandíbula, quebrar una cabeza.
Después de todo, una cabeza es un fruto inútil.
Esto fue lo primero que aprendí
en la academia, cuando todavía era un cadete.
Todos los frutos tienen algo
que ofrecernos. Su carne es astuta:
nos nutre, ofrece su peso dulce a la lengua,
sabe seducirnos. Pero no la cabeza. No puedes
alimentarte de una cabeza. No puedes sembrar
una cabeza. Y los pensamientos que hay en ella
son semillas ásperas, solamente sirven
para perturbar el orden. Si intentas masticar
un pensamiento, te romperás las muelas.
Entonces, mejor reventarla con una
piedra. Hacer saltar la sangre como
un conejo asustado. Sostén la piedra.
Sopésala. Pasa tus dedos por su borde
andrajoso: es dentada la piedra, puro diente.
Es el colmillo sin remordimiento de la tierra.
Está erizada, tiene hambre. Con ella puedes
quebrar un fémur, una espalda. Ensillar
la muerte a una nuca. Me están buscando
para matarme. Me están buscando por todas
partes, desde hace días, desde que
falló el golpe. Y los otros generales
no saben en quién confiar, le temen
a las sombras de los árboles, al
sabor de los frutos. Puedo oler desde
aquí su miedo ácido, puedo escucharles
el pulso de presa esquinada. Bastará
que lance la piedra entre ellos.
Solo eso. Y esperar.
Una piedra es la infancia del sol.
Incandescente. Y no saben
que ahora mismo tengo una
en la mano.
[ASH]
* Poemas pertenecientes a El libro de las transformaciones, de próxima publicación en Pre-Textos.

7
A veces Dios se pone metafísico y entiendo poco lo que me dice. Él adivina que entiendo poco o nada, y oigo
que se ríe, y me grita: apréndete esta frase de memoria:
Tienen razón los ateos. No existo. Soy anterior a la existencia. Soy la palabra. La palabra sin dueño.
Soy la palabra sin existencia que les da existencia a los ateos.
Otro día me dijo: los ateos saben de mí mucho más que yo.
8
A lo mejor ni te enteras nunca del día de tu muerte. Cuando te digo que es a lo mejor, soy literal.
Puede ser que la esperes y no llegue. Puede que sí. O se porta distinto y aparece repentina, por detrás,
sin ruido. O con un ruido que explota después, cuando tú ya no seas.
Eso me soltó Dios cuando le pregunté por la fecha de mi muerte.
Fue una tarde de sábado y yo estaba solo, oyendo música. Él —Dios en persona, Él no tiene secretarios—,
Él estaba ahí hacía rato y sólo abrió la boca para elogiar el color de la tarde.
Dios hablaba con una voz apacible.
No parecía tener ninguno de los problemas que debe soportar el autor de la creación.
Era el momento que yo esperaba para saber cuándo me voy a morir.
Le solté la pregunta y Él no cambió de tono. Sereno, amigable, me dijo que no lo sabe o no se acuerda.
Lo dijo con intención paternalista, dando a entender que me protege: buena coartada para disimular
la ignorancia.
Me habla. A casi nadie le ha dirigido la palabra este Dios que nos tocó en suerte. A casi nadie, y a mí me habla.
Pero eso no quiere decir que yo le importe.
9
Me va tomando confianza. Anoche me preguntó Dios: ¿si tú fueras Dios, estarías contento?
Déjame pensar una respuesta, le propuse, y Él, que es eterno, me reprendió:
No te olvides que te leo la mente, miserable criatura. Si mientes por complacerme, lo sabré.
Le contesté: entonces no tienes que preguntarme, porque ya sabes la respuesta.
No es fácil ser Dios, dijo hablando con él mismo y yo como mero testigo, todos critican el mundo pero nadie
tiene propuestas.
Te quejas, Dios mío, te quejas y es evidente que no te duele en ninguna parte.
Entonces Dios se fue y sólo volvió a conversar conmigo mucho tiempo después.
12
Venía yo en un avión desde el sur.
De la pampa a los Andes a la selva a mi meseta.
No miraba por la ventana: oía música, dormía y oía música dormido.
No pensaba en nada. Es la mejor manera de ir en un avión.
No pensaba en nada. Es la mejor manera de ir.
No miraba por la ventana: temo a la selva. Temo a ese verde monótono y oscuro, un solo tono de un solo verde
que interrumpen pantanos o que los ríos cortan.
No pensaba ni miraba y de súbito Él me habló y me impulsó a mirar la espesa y repelente selva.
Me dijo:
—Cuando soy agua, soy el río Amazonas.
Solo eso me dijo y lo entendí contemplando el Amazonas a treinta mil pies de altura a velocidad de crucero.
Lo entendí: para que exista este río tiene Dios que convertirse en agua.
17
Si fuera cuestión de paciencia,
hace milenios hubiera producido un desastre natural
que exterminara a los hombres.
No es paciencia porque cualquier paciencia ya hubiera reventado.
Yo no tengo paciencia.
Es cuestión de curiosidad.
Soy Dios, pero soy curioso.
¿Acabará primero el hombre con el mundo
o será la naturaleza que acabe con los hombres?
Entonces bastará una escasez de agua dulce,
o tal vez una ola de calor
para que se vayan aclimatando a la temperatura del infierno.
* Poemas pertenecientes a Conversaciones con Dios, de próxima aparición en el sello Pre-Textos.
Os pensáis libres
cuando, exhaustos, corréis
como cazadores
buscando una presa en el cielo y
poniendo a tiro
vuestros deseos
(pero fueron ellos,
disfrazados de voluntad,
los que hace tiempo
decidieron
hacer nido en vosotros).
En la abertura
emerge “agua”
cuando queréis agua.
Así aprendisteis
todos a nombrar
la ausencia;
ignorando
los términos
de vuestras posesiones.
Que a todos
os pertenece
la fragilidad.
Que a todos os canta
secreta
una melodía triste
a veces.
Que a todos os hizo hervir
el corazón
con su aleteo
a veces.
Qué decepción cuando,
robada al río,
la piedra en el bolsillo
se vuelve común
y al llegar a la casa
no guarda la luz momentánea
de la tarde,
el brillo irisado del paisaje
sobre la superficie del agua.
Así, vuestros ojos.
Girando en círculos
con los ojos vendados:
pero lo que buscáis
no está nunca allí,
lo que buscáis
está en esas canciones
que entran
por una pequeña oreja
salen
por una pequeña boca
entran
por otra oreja y
salen por otra boca
haciendo moverse
a un ritmo único
los millones de brazos,
los millones de combas,
los millones de palmas
y de corros.
Esas son ¡ay, ay!,
lairón, lairón,
las palabritas
que os vienen
de los muertos.
Ellas no
son la forma
del amor,
no, son la forma
de su reconocimiento.
* Poemas pertenecientes a La parte blanda (Pre-Textos, 2022).
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1. ¿Para quién editas?
Nosotros editamos, como diría Juan Ramón Jiménez, para lectores, no para el público.
2. ¿Cómo concibes tu labor como editor o editora de poesía?
La concibo como una labor de apoyo y reconocimiento a la ciudadanía. Yo sigo siendo de aquellos que creen que leer poesía mejora a los ciudadanos. Y esta labor no trata precisamente de acercar la poesía a los lectores haciéndola más simple y degustable, sino de acercar a los lectores a la poesía.
3. ¿Cuál es el mayor reto de editar poesía?
Ver el libro antes de que el libro esté concluido, reconocer al verdadero poeta antes de que sea sancionado por la crítica. Esa crítica que habla de una cosa que quizá entienda, pero que en el fondo no comprende. En fin, mi mayor reto como editor es la búsqueda de la autenticidad.
4. ¿En qué se diferencia la edición de poesía respecto a otros géneros?
En que el lector de poesía, el lector gustoso, como diría también Juan Ramón, sabe más lo que quiere, está menos condicionado por los medios masivos que el de narrativa, y, en consecuencia, a un lector gustoso de poesía resulta más difícil darle gato por liebre.
5. ¿Qué libro de poesía le hubiera gustado publicar y por qué?
Son tantos que me parecería imposible enumerarlos; no tendríamos espacio suficiente para realizar la operación, pero, dado que esto es un juego, vamos a jugar. Y como no quiero crear agravios comparativos innecesarios, me inclinaré por elegir un libro que, por citado que haya sido, no deja de ser, al menos para mí, menos esencial y poético. Me hubiera gustado, en fin, ser el editor de El Quijote…, que, aun narrativo, es el libro que contiene más poesía viva de la historia de la literatura universal.
6. ¿Cómo convencerías a alguien que no lee poesía de acercarse al género?
Le regalaría uno de aquellos libros que a mí me sedujeron en su día y, si no obra su efecto deseado, me resignaría una vez más a concluir que la poesía se dirige —otra vez vuelvo a Juan Ramón— solo a una inmensa minoría, y que no todos están dotados de la sensibilidad necesaria para saborearla, menos en un tiempo en que la pereza y la banalidad se han instalado en el ámbito de la literatura.
7. ¿Cómo ganas dinero para editar poesía? (¿Tu editorial es sostenible económicamente?)
Nosotros jamás nos planteamos ganar dinero al editar poesía. Respetamos a quienes lo hacen con esa finalidad, pero que no nos incorporen a ese extenso grupo de colegas. Nuestra editorial es sostenible económicamente, haciendo lo que hacemos, gracias a nuestro patrimonio. Mientras unos se distraen comprando inmuebles, nosotros disfrutamos llamando la atención sobre la existencia de lo que consideramos buena poesía. Nosotros no somos de los que necesitan que se le distinga a alguien con un premio para reconocer a la poesía allá donde esté.
8. ¿Qué editorial admiras? ¿Por qué?
A todas las que publican poesía porque sé el tamaño esfuerzo, aun grato, que esa labor supone.
9. Recomienda un poema.
Volvéis a despertar en mí el mismo vértigo que cuando se me confió una antología de los cien mejores poemas escritos en nuestra lengua y tuve que elegir. Hoy recomendaría “La mancha púrpura”, de mi amado Ramón López Velarde. Vaya en ello mi homenaje a la gran poesía mexicana y a esa ejemplar revista, Periódico de Poesía.
Desdémona
En el juego de espejos del cielo
contra el agua,
¿cómo he de aguardar una respuesta
si aún no logro comprender
la simbiosis entre
fragilidad
y dureza?
Me basta
verte
para perderme
en las callejuelas húmedas
y los pequeños
puentes,
esperando el silencio
tras tus desplazamientos,
la mentira
de tu canción.
“No puedo, aunque te ame. Tengo miedo.
Si algún día
me tuvieras completamente
se acabaría:
dejarías
de
mirar”.
Lord Byron
No he tenido una puta en seis meses.
Me he entregado estrictamente
al adulterio.
Todo amor es vanidad, egoísmo en su origen
y en su fin,
salvo cuando surge la locura,
el espíritu que lucha
por fundirse con la frágil
fatuidad
de la belleza,
de la que el ser de la pasión
depende.
Aquellos movimientos, aquellas mejoras
en nuestros cuerpos
que los vuelven ansiosos por abandonar
un foso de arena,
y buscan unirnos a una diosa,
lo que es toda mujer,
en un inicio,
sin lugar a dudas.
¡Qué hermoso es ese instante!
¡Y qué extraña la fiebre que precede
a la derrota
de nuestras sensaciones!
Es muy injusto
que quieras que pague
mis deudas.
No sabes cómo duele.
Ezra Pound
El aire eterno sobre las cúpulas de San Marcos.
Tout dit que pas ne dure
la fortune.
¿Quién está muerto y quién
no lo está?
¿Y cuándo el mundo
volverá a girar?
Le Paradis
n´est pas artificiel.
Nada importa
salvo la calidad
del afecto.
Aquello que ha forjado
una marca en la mente.
Dove sta memoria: solo
la emoción perdura.
Joseph Brodsky: Marca de agua
Tu voz,
alguna vez medio enamorada
de lo novedoso
pinta ahora un solitario corazón,
y aunque su ánimo
varíe lentamente
sólo el infatigable ojo
podrá ver, ves.
Yace
al igual que ciudades en el agua,
eternas
pero nunca las mismas.
Madonna: Like a Virgin
¿Qué pasaría si toda la ciudad, sin que casi te dieses cuenta,
se convirtiera
en el escenario de tus más íntimos
e inadmisibles deseos?
La culpa sería, otra vez, ese aspecto
del placer
que algún desprevenido
no dudará en relacionar con un espectáculo
de cuerpos, vicios y aporías:
El misticismo
de una involución.
Francesco Morosini, futuro Dux peloponesíaco, divaga mientras bombardea el Partenón
26 de septiembre de 1687, tras días
de ataque sistemático a la Acrópolis.
Será una desgracia para tres mil años de historia, pero no puedo
permitir que también lo sea
en mis ambiciones personales. La destrucción de lo que amamos
sucede porque no sabemos
lo que somos: el poder logra siempre obtener
beneficios ante cualquier turbación.
Imagino ahora,
desterrados nuevamente, a los nobles atenienses, su ilusión
al pedirnos combatir contra los turcos.
Cuando la tragedia se aproxima lo sensato es mantenerse
a buen recaudo, salvar lo que se pueda.
Porque muy pocos tesoros quedan bajo el imperio
del miedo, el egoísmo y la ambición.
Así es como somos y, sin embargo, ¿qué es lo que somos?
Sé que este hecho ominoso
no será importante y, por lo tanto, esta lucha es un error:
una pobre estrategia mal planteada.
O quizá no, y el fruto de nuestra destrucción pronto
se torne generoso, pues sólo puede producir
parálisis, desencanto, perversión, por lo que muchos
morirán manchados
después del estruendo y la sangre.
Y ese hedor probablemente sea
difícil de quitar.
Otros, anticipándose a su derrota
–el éxtasis del vacío por sus venas–
buscando una supuesta dignidad, confirmarán ingenuamente
la dominación:
Yo he de volver a un lugar
todavía más grande, desde el cual celebraré fastos
en honor a los vencidos.
Yo, Francesco Morosini, navegante y militar
veneciano, sé lo que es perder
–desde mi niñez ahogada aún pienso en ti, madre–
pero no puedo llorar por la belleza rota,
pues de alguna manera supe que no nací para ella,
y no la busqué nunca de la forma en que se encuentra
en el calor de los lares familiares o en la piel
que se atesora como una estatua.
Yo, Francesco Morosini, comandante en jefe
de la Liga Santa, admirador de Temístocles, marino
por linaje y oficio, al frente de un ejército cosmopolita
y multilingüe,
he ordenado a la artillería cumplir mi misión
más inmediata:
Donde hubo grandeza crear horror y mercancías
–robo de leones
de mármol pentélico, pagos con monedas devaluadas,
peste, frisos derruidos, silencio–
triunfos de muerte y confusión.
* Estos poemas pertenecen a Motivos fuera del tiempo: las ruinas (Pre-Textos, 2020).

Javier Vela, Revelaciones de la maestra del arco, Editorial Pre-Textos, 2021, 140 pp.
Todo libro es un manual de autoconocimiento. Y, aunque pronunciada de este modo esta frase tiene todos los papeles para destacar como una cursilería hueca, está lejos de ser falsa. La lectura puede provocar en nosotros una transformación inaudita. El lenguaje choca contra las persianas de nuestro mundo —nuestros paradigmas, nuestros sueños, nuestras experiencias, nuestros miedos— y nos brinda herramientas para mejorar nuestra percepción de la realidad. Un libro es una flecha que se clava en nuestro eje de equilibrio, provocando insospechadas modificaciones en el pensar y el comportamiento. Es cierto que también podemos escoger tirar del culatín, quitar la punta y seguir casi exactamente igual a como estábamos —casi: la hendidura que abre un libro no se cierra jamás— pero, ¿quién querría desaprovechar una oportunidad tan hermosa?
Revelaciones de la maestra del arco, de Javier Vela (Madrid, 1981) es una flecha con punta de hojas finas que nos penetra de forma directa, un manual de autoconocimiento y una invitación a ahondar en los límites de la vida y en nuestra manera de estar en ella. “¿Hay tiempo en lo que vuela?” se pregunta la protagonista de Revelaciones de la maestra del arco. Naoko ha emprendido un camino de práctica y aprendizaje que implica indagar en las voces ancestrales, en su experiencia íntima y familiar y en la geografía literaria de su país para alcanzar un mayor grado de conciencia. Quizá con la intención de salvarse; tal vez porque no conoce otra forma de estar en el mundo. La distancia entre lo vivido, lo soñado y lo venidero es el tema central de su dilema vital: el antes y el después, la herida y el aprendizaje. En este viaje en el que pasará de ser alumna a ser maestra la acompañarán Hitomi, una joven curiosa que quiere aprender a tensar el arco, y Roli, un gato blanco caído del cielo. A través de un estilo que juega de forma constante con la fusión de registros, Vela atraviesa la frontera entre realidad y ficción, entre narrativa y poesía, entre vida y muerte, en un libro asombroso y de una rigurosidad estética preponderante.
¿De qué manera construir una obra concisa que reúna gran parte de la tradición de un país tan prolífico como Japón, y tan relevante en lo que atañe a la tradición literaria universal? Vela se podría haber propuesto un ensayo erudito, detallado, aglutinado de notas al pie y con un extenso apéndice bibliográfico; sin embargo, ha decidido adentrarse en el corazón de la selva, ofreciéndonos una composición minimalista que apela a nuestra sensibilidad y transforma nuestra percepción. No sé si podría haber encontrado una estética más convincente para presentarnos las voces ineludibles de la literatura japonesa. Conjugar ficción, poesía, retratos biográficos y sentencias filosóficas es uno de los aciertos principales de este libro. Refleja el sentido del camino: buscar más allá de la frontera, revolver la forma, atizar con preguntas toda idea encapotada. Leemos este ensayo y ya no hay barreras entre imaginación y realidad. Y aunque seguramente no puede leerse como un manual de literatura japonesa, sí que me parece una maravillosa invitación para adentrarse en la vasta literatura de este país. ¿Quién podría desmerecer, entonces, la perspicacia de ahondar en una composición extraña donde la búsqueda de la belleza parece el objetivo principal? La indagación de la forma para entender el mundo. ¡Eso mismo! Así, Vela tensa su arco y construye una obra exquisita y polifónica —entre la voz de Confucio y el lenguaje renovado de la poesía contemporánea, entre tradición y reforma.
Resulta imposible leerlo y no pensar en nuestra relación con el lenguaje. Vela establece una curiosa metáfora entre el oficio de la arquería y el de la escritura. “Muévete como el agua, que ondula estando quieta”. La maestra del arco enseña a su alumna a ser una con el arco para tensarlo y disparar la flecha sin pensar en el destino. Fijar la vista en el viaje: quizá ésa sea la gran enseñanza del camino. Aprender a conquistar el sentido de las cosas antes de atisbar el argumento, como quien es capaz de reconocer un espíritu atrapado entre las sombras sin que medie palabra.
Todo libro es un camino al sí mismo: la posibilidad de entroncar lo aprendido en los libros con lo que habita en lo profundo de nosotros. Revelaciones de la maestra del arco puede leerse así, como un camino de aprendizaje y de búsqueda interior. Recorriendo los pasos de la alumna podemos aprender a manejar el arco, mantener el cuerpo en equilibrio y prestar atención a los bordes de las cosas. Asimismo es una lectura que nos invita a reconciliarnos con el tiempo y a esperar con alegría el encuentro con lo insólito. “Cada palabra tensa la cuerda de un arco”, leemos. Aprender a encontrar las palabras que construyan el mundo: ahí el gran secreto de la maestra, el regalo del libro.
Revelaciones de la maestra del arco es un mapa de literatura japonesa y, también, una piedra que puede ser raspada para encender fuego. En definitiva, un libro lleno de luz, de alegría y de música. En la soledad de la lectura empieza nuestro viaje —“Es un viaje sin término. Está sola”—. ¿Tendremos la valentía de abrazar nuestra sombra para tocar un poquito de luz? Se me ocurre que en la arena de este libro sorprendente podemos encontrar las primeras chispas de una hoguera.