A cualquier lector que se acerque a un libro de Pier Paolo Pasolini le saludará enseguida la figura de un eros bifronte. De un lado, el más puramente sexual (y abiertamente homosexual). De otro, el que Gianfranco Contini ha definido como “eros pedagógico”. “Tengo la manía de la pedagogía”, escribe Pasolini en un paso; “Solo puede educar quien sabe lo que significa amar”, en otro (De Laude, 14). El escándalo, una palabra también frecuentemente asociada a nuestro autor, es el gozne entre ambos eros; “una misión, una razón de vida”, en palabras de Enrico Redaelli;1 un escándalo “etimológico”: “la piedra en la que tropezar, el obstáculo; lo que molesta, lo que hace discutir, lo que mueve a reflexión”.2 Un escándalo que tiene la libertad más como castigo que como premio: pensemos en cómo en 1950 Pasolini fue sucesivamente condenado por cometer actos obscenos en público (después sería absuelto), expulsado del Partido Comunista Italiano (PCI) por “indignidad moral y política” y apartado de la carrera docente. Una tríada de eventos que tuvo como consecuencia el traslado a Roma desde el Friuli y con ello, en realidad, la toma de posesión de un altavoz más poderoso con el agigantamiento de su libérrima figura intelectual.
Si el eros bifronte es el motor de la obra de Pasolini, su vertiente pedagógica se cruza enseguida con las enseñanzas de Antonio Gramsci. El homenaje que Pasolini le rindió llevando sus cenizas al título del que probablemente sea su más conocido libro de poemas (y que aquí ofrecemos traducido de forma íntegra) no es casual; el pensamiento del que fuera uno de los fundadores del PCI permea toda su obra y deja en su poesía no sólo algunos ecos anecdóticos (esas “bellas banderas”, por ejemplo, que ondean en uno de los poemas del libro y que ya lo hacían en el texto “La educación y la familia” del teórico marxista), sino en las más profundas raíces del pensamiento pasoliniano. “Odio a los indiferentes”, proclamaba Gramsci y parece repetir casi a cada paso Pasolini. “La indiferencia —insiste Gramsci— es el peso muerto de la historia. Es la bola de plomo para el innovador, es la materia inerte en la que a menudo se ahogan los entusiasmos más brillantes, es el pantano que rodea a la vieja ciudad y la defiende mejor que la muralla más sólida, mejor que las corazas de sus guerreros, que se traga a los asaltantes en su remolino de lodo, y los diezma y los amilana, y en ocasiones los hace desistir de cualquier empresa heroica”.3 Pasolini lleva este odio al indiferente al extremo. Muchas veces sus poemas dirigen este sentimiento, más bien teñido de incomprensión, a los más humildes, que parecen condenados a su condición por esa misma indiferencia que Pasolini no consigue comprender.
Y es que el mundo de Pasolini tiene que ver con lo que podríamos llamar, quizás algo atrevidamente, “la Italia negra”, en el sentido que usa Valeriano Bozal ese adjetivo para referirse a la España surgida “de la modernización y por causa de la modernización”,4 una modernización que es una gran generadora de migraciones internas y, en consecuencia, de arrabales, chabolas, desarraigo, pobreza extrema, desahogadas en unas fiestas brutales y en una existencia automatizada. Son los habitantes de ese arrabal los destinatarios del erotismo bifronte de Pasolini, a quienes amará y a quienes no perdonará su indiferencia.
Nostalgia del tiempo presente
Junto a los ríos de Babilonia nos sentamos
a llorar, recordando Sión.
En los sauces de las orillas
colgamos nuestras arpas.
Antiguo Testamento
Celeste error son mis pasos, y oscuro el sentido
de mis palabras, para quien de otros lugares
me conoce. Entre los setos blancos por lejanía
como un fuego intocable arde mi cuerpo
para quien es muchacho y desde lejos me observa.
Y para mí mismo no seré más que un espíritu viviente
bajo las azules vides y las sombras arbóreas
cuando, extrañado y perdido y lejano,
nueva vida y nuevo día me sostengan.
Cuando sea remoto a estos lugares
y al aliento del campo que doloroso
percibo, y remoto a mí mismo
(perdida efigie ahora en este sueño de vida),
sollozará tal vez desde sus chimeneas mi tierra,
suspendida en el azul raso de nieblas, sus amargos
vapores al cielo; y será ya antigua
para su tiempo, que quieto se consuma.
Al príncipe
Si vuelve el sol, si cae la tarde,
si la noche tiene un sabor de noches futuras,
si una tarde de lluvia parece regresar
desde tiempos muy amados y nunca poseídos del todo,
yo pierdo la felicidad de gozar o padecer con ello:
no siento más, frente a mí, toda la vida.
Para ser poeta es necesario tener mucho tiempo:
horas y horas de soledad son el único medio
para crear algo, algo que es fuerza, abandono,
vicio, libertad, para otorgar estilo al caos.
Yo tiempo tengo ya poco: por culpa de la muerte
que se aproxima, en el ocaso de la juventud.
Pero también por culpa de este mundo humano nuestro,
que a los pobres hurta el pan, y a los poetas, la paz.
A un Papa
Pocos días antes de que murieses, la muerte
había posado sus ojos en un coetáneo tuyo;
a los veinte años, mientras estudiabas, él era peón;
tú noble, rico, y él un muchacho plebeyo;
pero los mismos días doraron a vuestro alrededor
la vieja Roma que se volvía tan nueva.
He visto sus restos, pobre Zucchetto.
Rondaba de noche, borracho, en torno a los mercados,
y un tranvía que venía de San Pablo lo arrolló
y lo arrastró un tramo por las vías, entre los plátanos de sombra;
y allí quedó por horas, bajo las ruedas;
alguna gente se arremolinó alrededor para verlo,
en silencio: era tarde, no había muchos transeúntes.
Uno de los hombres que existen porque tú existes,
un viejo policía sobreactuado como un matón,
a quienes se acercaban mucho les gritaba: “¡Largo, cojones!”
Después vino una ambulancia a llevárselo;
la gente se fue, quedó algún jirón aquí y allá,
y la dueña de un bar de copas cercano,
que lo conocía, le dijo a uno que pasaba
que Zucchetto había ido a parar bajo un tranvía, estaba muerto.
Pocos días después el muerto eras tú: Zucchetto era uno más
de tu vasta grey romana y humana,
un pobre borracho, sin familia y sin lecho,
que rondaba de noche, viviendo quién sabe cómo.
Tú de él nada sabías: como nada sabías
de otros miles y miles de cristos como él.
Quizá yo soy cruel si me pregunto por qué razón
la gente como Zucchetto fue indigna de tu amor.
Hay lugares infames donde madres y niños
viven envueltos en un polvo antiguo, en un fango de otras épocas.
No muy lejos de donde tú mismo vivías,
con vistas a la hermosa cúpula de San Pedro,
hay uno de estos lugares, el Gelsomino.
Un monte partido por la mitad por una cantera, y a sus pies,
entre una charca y una hilera de nuevos edificios,
un cúmulo de míseras construcciones, más pocilgas que casas.
Hubiera bastado un gesto tuyo, una palabra,
para que esos hijos tuyos tuvieran un hogar;
pero ni hiciste el gesto ni dijiste la palabra.
¡Nadie te pedía que perdonaras a Marx! Una ola
inmensa que se refracta desde hace milenios de vida
te separaba de ellos, de su religión;
pero ¿acaso en tu religión no se habla de piedad?
Miles de hombres bajo tu pontificado,
ante tus ojos, han vivido en establos y pocilgas.
Lo sabías, pecar no significa hacer el mal:
no hacer el bien, he ahí lo que significa pecar.
¡Cuánto bien hubieras podido hacer! Y no lo hiciste:
no ha habido pecador más grande que tú.
La recesión
Veremos pantalones con remiendos,
atardeceres rojos sobre pueblos privados de máquinas
y llenos de jóvenes mendigos
regresados de Turín o de Alemania.
Los viejos serán dueños de sus tapias
como de poltronas de senadores;
los niños sabrán que la menestra escasea,
y cuánto cuesta un mendrugo de pan.
La tarde será negra como el fin del mundo,
y de noche se escucharán solo los grillos
y los truenos; y quizás, quizás, algún joven
—uno de los pocos jóvenes buenos de vuelta al nido—
sacará una mandolina. El aire
olerá a ropa mojada. Todo
será lejano. Trenes y mensajeros
pasarán de tanto en tanto como un sueño.
Las ciudades grandes como mundos
estarán llenas de gente que va a pie
con trajes grises, y una súplica
en los ojos, una súplica que es,
quizás, de un poco de dinero, de una pequeña ayuda,
y sin embargo es solo de amor. Los antiguos edificios
serán como montañas de piedra,
solos y cerrados, como fueron en tiempos.
Las pequeñas fábricas en las praderas
más hermosas, en el meandro
de un río, en el corazón de un viejo
robledal, se derrumbarán
un poco por la noche, tapia a tapia,
chapa a chapa. Los bandidos
(los jóvenes que volvieron a casa del mundo
tan distintos a como marcharon)
tendrán los rostros de antaño,
con el cabello corto y los ojos de sus madres,
colmados del negro de las noches de luna
e irán armados sólo con un cuchillo.
La pezuña del caballo golpeará
la tierra, ligera como una mariposa,
y recordará lo que una vez fue,
en silencio, el mundo, y lo que será.
Pero basta de esta película neorrealista.
Hemos abjurado de cuanto eso representa.
Experimentarlo de nuevo sólo vale la pena
si es para luchar por un mundo verdaderamente comunista.
* Poemas pertenecientes a La insomne felicidad. Antología poética de Pier Paolo Pasolini (selección, traducción y prólogo de Martín López-Vega), Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2022. El PdeP agradece al traductor y al sello editor la reproducción de este material.

1 Enrico Redaelli (ed.), La lezione di Pasolini, Milán, Mimesis, 2020, p. 7.
2 Ibidem.
3 Antonio Gramsci, Odio a los indiferentes, trad. Cristina Marés, Barcelona, Ariel, 2017, p. 19.
4 Valeriano Bozal, Otra España negra, Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2020, p. 21.
Autor
Pier Paolo Pasolini
/ Bolonia, 1922 - Ostia (Roma), 1975. Escritor y director de cine, es una de las figuras protagónicas de la literatura y la cultura italianas del siglo XX. Escribió poesía, teatro, narrativa y ensayo, y publicó, entre muchos otros, los libros La religión de mi tiempo, Poesía en forma de rosa y Trashumanar y organizar.