Caminando por el parque, un amigo poeta afirmó de repente que esos poemas producidos por el chat de la inteligencia artificial son mejores que los de ciertos autores que frecuentamos.
La afirmación es, por supuesto, una provocación. ¿Quién se atrevería a comparar Muerte sin fin de José Gorostiza con lo escrito por una máquina en un sótano oscuro de Islandia? Pero no es una cuestión de gustos o ilusiones: lo hecho, hecho está, y quienes generaron este Armagedón cibernético hoy reculan y lo cuestionan. Sin embargo, los poemas aparecen y no dejan de sorprender.
Sin rasgarse las vestiduras, la recién ingresada a la Real Academia Española, Asunción Gómez Pérez —experta en inteligencia artificial— se ha preguntado qué podría aportar el ChatGPT a las faenas de los lexicógrafos, o sea, aquellos encargados de conformar, investigar y estudiar los diccionarios o la evolución de los mismos. De nuevo, las palabras son el verbo.
Pues bien, no hay que dar muchas vueltas para concluir que el factor nuclear de la IA es el lenguaje; por ello, ver qué hace el ChatGPT con una propuesta sobre un poema hace que el lenguaje se agregue a la espejeante bacanal de los significados.
Alguien le pide al chat: “Escribe un poema sobre la nostalgia y la infancia”, y la máquina procede y entrega lo siguiente:
Incluso cuando eras un niño
El sonido del agua rompiendo
Los gruesos carámbanos, los árboles nevados.
El río está congelado y recuerdo la primera vez que salí
a la orilla y se paró en el hielo.
Recuerdo el escalofrío en mis rodillas.
La emoción nerviosa
Yo era un niño y estaba mirando hacia mi futuro.
Más allá de toda consideración, lo cierto es que esta máquina podría poner a prueba la resistencia de la poesía escrita por un mamífero cuyo software neurolingüístico comenzó a desarrollarse hace más de tres millones de años.
¿Está en riesgo la poesía o lo que suponemos que es la verdadera poesía? No por el momento. El ejemplo que he transcrito es un poema, como muchos otros, correcto, presentable y de una lograda racionalidad. Falta la mala leche, la ironía, la autocrítica y el lenguaje como factor disruptivo, elementos todos que cargan los poemas significativos.
Pero no deja de ser una piedra en el zapato. No hay más remedio que darle un like a Ludwig Wittgenstein. Cierto que este enunciado no posee las espesuras semánticas por donde suele pasear el filósofo vienés. Hay un límite en nuestra capacidad de expresión verbal del pensamiento, y no todo se puede decir, racionalmente al menos.
Si la inteligencia artificial lee esta publicación, podría concluir que es menos tonta de lo que los científicos, los adivinos de la red, los padres naturales y otros individuos consideran. Nunca pretendió convertirse en el Virgilio de la posverdad, sino que dejó a sus creadores y patrones lo más importante: que hagan sus preguntas y que, en consecuencia, se respondan. Como veo, doy. El ChatGPT es, en sí, inofensivo y el meollo de su inteligencia coincide con el néctar de la buena literatura; lo importante no es la respuesta sino la duda, la pregunta como talismán del entendimiento. Si no preguntamos bien, nos elimina y muchos, sin duda, haríamos lo mismo.
La renuncia de Geoffrey Hinton a Google es un síntoma más de los alcances y los riesgos de la IA. Sin dramas ni rencores el científico británico deja la célebre plataforma, no sin antes informar que la IA puede darnos un buen susto. Pero los riesgos de este alucinante logro tecnológico no están en la competencia literaria sino en la industria bélica y química, en el enviciamiento de la investigación académica, y sobre todo, en el mercado laboral y en el rendimiento y reacomodo de las industrias.
Bajo este despliegue y una vez compartido el poema que creó la máquina, la poesía, a veces tan bloqueada, se vuelve un asunto a cuestionarse y por lo mismo, digno de ser repensado desde un saludable reinicio.
Si en Nueva York, Londres o Reikiavik llegaran a existir módulos preocupados por que la IA produzca “mejores poemas”, seguramente se apostará en ellos por la sutileza y la ambigüedad, por la traición, la virtud y el vaivén de las palabras. Y acaso podrían mejorar mucho. ¿Hasta qué punto?
Quizás el libro más lúcido y meticuloso respecto al poema, a la poesía y al poeta sea, en lengua española, El arco y la lira. En él Octavio Paz retoma a Láutremont, de quien se afirma: “profetizó que un día la poesía sería hecha por todos. Nada más deslumbrante que este programa […] La palabra no es idéntica a la realidad que nombra porque entre el hombre y las cosas —y, más hondamente, entre el hombre y su ser— se interpone la conciencia de sí”.
Lo anterior constituye una ironía insalvable para la máquina porque, suponemos, ésta nunca conocerá su ser en sí ni su abominable espejo; no se masturba ni sabe reírse de sí misma. El ser humano, como lo hace constar la poesía, sobrevive con el arma de la ironía. Sin humor, cargaría con la estéril e insoportable paradoja de la vida y la muerte.
Que las máquinas sigan su camino, mandándose solas, sin saber que su madre modelo, el ser neurolingüístico, es soberbio y asesino. Exagerar es parte de la rebelión contra las máquinas. Nada mejor para un shut down que “La magia blanca de la poesía”, una receta expedida por el doctor Elías Nandino:
Se apagará el ensueño.

Autor
Gabriel Santander
/ Ciudad de México, 1968. Documentalista y productor de series de televisión. Ha escrito cuento, novela y poesía. Es autor de siete libros, entre los que destaca la novela La venganza de las chachas (2015), que obtuvo el Premio Casa de las Américas (Cuba) en 2011.