
Las primeras postales que tuve de Michael McClure (Marysville, Kansas, Estados Unidos 1932-Oakland, California, Estados Unidos, 2020) provenían de su vínculo estrecho con el rock: su inolvidable lectura, como invitado especial al concierto de despedida de The Band, del prólogo a Los cuentos de Canterbury de Chaucer; su presencia como coautor de “Mercedes Benz”, uno de los mayores éxitos de Janis Joplin; la amistad y colaboración con Jim Morrison y Ray Manzarek. Luego me fui interiorizando de su vínculo con la generación Beat, con Allen Ginsberg y Gregory Corso como compañeros de ruta, y también de la profunda admiración que Francis Crick, uno de los descubridores del código genético, sintió por su poesía. Michael McClure es un autor multidimensional que ha incursionado además en el teatro y el ensayo. En el prólogo al poemario Misteriosos cita una frase de Friedrich Schlegel que resume su credo: “Toda poesía debería convertirse en ciencia y toda ciencia transformarse en arte”.1
Epígono del vitalismo de Whitman y de los raptos visionarios de William Blake, se podría decir que el poema, en McClure, es un acontecimiento biológico, con la palabra como una estructura celular asentada en un campo de energías donde el sonido y el significado adquieren magnitud física. Esto es el resultado de una concepción antropológica enraizada en la naturaleza corpórea del hombre y su emplazamiento en un mundo cuyo acontecer asalta la percepción y, desde ella, la memoria, la inteligencia y la imaginación. Son las herramientas que le permiten codificar las oleadas de estímulos, inyectándoles una arquitectura y una dirección, en un esfuerzo orientador. Y es que el desvalimiento intrínseco del ser humano lo obliga a desarrollar patrones de amoldamiento, no sólo por necesidad de supervivencia sino también de sentido. El lenguaje y su desarrollo es, desde luego, nudo central de ese sostén. Valga esta digresión para acentuar el itinerario del propio McClure en su búsqueda de un fundamento biológico a su poética. “La carne es pensamiento”;2 a su vez, en el ensayo “Blake y el Yogui” reafirmará esta idea abriéndose a la posibilidad de “constelar” y “reconstelar” el gigantesco universo que es cada uno de nosotros.3 Ese entramado de partículas, células y tejidos es un microcosmos portador de una inteligencia que orienta su devenir. “Una inteligencia sentiente”, habría dicho Xavier Zubiri. Somos un haz de impulsos, un “cúmulo de percepciones” —a la manera de Hume—, que nos sitúan en el mundo como eslabones de una cadena metabólica incesante en la que absorbemos estímulos y entregamos energía física y espiritual que retroalimenta el ciclo. Estas nociones son tributarias de la filosofía de Whitehead y también ofrecen reminiscencias de la teoría del verso proyectivo o “composición por campo” que McClure toma de Charles Olson, para quien la arquitectura prosódica del verso, lejos de patrones impuestos, seguirá la fisiología de la respiración cuya “energía”, brotando en flujos y reflujos, será luego transferida al lector.4 El poema es entonces objeto corpóreo, gesto que repite el gesto. Pero más allá de Olson, en McClure, sospecho, yace un vitalismo cuya vocación estética más honda se remonta a Whitman y D. H. Lawrence: el poema como triunfo no de un intelecto rasurado del instinto, la pulsión o el sentimiento, sino al servicio de la vida, embriagado y estremecido por esta. Y es así como la escritura se tensiona por el pulso del aliento, quebrando a menudo la sintaxis y yuxtaponiendo modulaciones expresivas e imágenes en un trazado verbal polirrítmico. El diseño gráfico del poema es casi tan importante como el poema mismo y uno puede vislumbrar la tensión no menor que para un poeta como McClure, avezado y notable recitador, significa reproducir esa partitura al declamarla en vivo, como cuando se hace acompañar por el tecladista de The Doors, el ya mencionado Manzarek. El delicado contrapunto entre la palabra hablada (o cantada) y la palabra escrita es un dilema complejo. Es famosa la condena de Platón a la palabra escrita, una palabra de cuerpo ausente, signo mudo e inerte que nada responde al ser interpelada. En la vereda opuesta a Platón el poeta Philip Larkin, según nos recuerda Cristopher Ricks en su ensayo sobre Bob Dylan, inclinará el alegato a favor de “la página impresa”5 al existir peculiaridades en las marcas gráficas del poema que son consustanciales a la forma de este y cuyo vestigio, fuera de la hoja, se pierde o desdibuja. En McClure estas dos dimensiones se entrecruzan. De una parte está la presencia de elementos verbales y paratextuales, cuya visualización es fundamental para entender la disposición sonora; de otra, más allá de la página impresa, la esencial cualidad musical del verso, su línea melódica, que reclama más oído que vista. Aunque toda lectura atenta, como bien sabemos, es una experiencia multisensorial y hasta sinestésica: el ojo puede escuchar y el oído puede ver. En todo caso, lo definitorio de la aventura estética de McClure —valga aquí también la huella del verso proyectivo de Olson— se funda en abrir el poema como un acontecimiento provisional o tentativo cuyo autor es únicamente puerto de zarpe; el anclaje está en el lector, que culmina su itinerario desde aquello que la página esbozó: sus inteligencias y energías son múltiples. En “Canción” McClure escribe:
del espíritu
esculpiendo la materia
con mis manos.
La
moldeo
desde
la matriz interior.6
A su vez, en “99 Tesis” afirma que
La divisoria cartesiana entre la res extensa y la res cogitans se debilita; hay un espíritu tangible, macizo, espacializado, y hay una carne incorpórea, destilada de tiempo y lugar; son el anverso y el reverso de una misma moneda: la vida y su impulso ancestral y acuciante. El poema es la geografía de ese territorio fronterizo, opaco, sorpresivo: uno podría imaginarlo como una constelación en movimiento donde fonemas y sílabas son los átomos y moléculas de esas células que son las palabras, desplegadas en cada verso hasta formar tejidos cuya asociación formaría los órganos encargados de dispensar la afluencia del significado, emotivo e intelectivo. No se trata, en consecuencia, de letra muerta; son estímulos en transmigración, de autor a lector, cuyos alientos puestos en movimientos, configuran un círculo virtuoso. McClure, en “Poética”, indica que la única vía política es la biología:
POLÍTICA Y ESA ES
LA BIOLOGÍA.
BIOLOGÍA
ES
POLÍTICA.
Nos zambullimos en el oscuro,
el oscuro arcoíris
que señala el final
salvo que dediquemos
nuestras energías y brindemos amor
a la creación
de todo lo viviente.
Las viejas visiones
(gastadas e inhóspitas)
son eslabones
de la muerte.
Nuestro aliento
ES
PARA
SERVIR
A LA
RADICAL
belleza
de nosotros mismos.8
No es azaroso el fundamento biológico de lo político; menos aún que se lo subraye desde una poética que viene a ser una suerte de manifiesto. El triunfo expresivo de la poesía es el triunfo del insoslayable apetito humano de comunicar y, si hemos de comunicar, es porque somos esculturas celulares no autárquicas, en permanente intercambio con el medio que nos rodea; la apertura al otro, el amor por “todo lo viviente”, es la rúbrica de nuestra constitución orgánica. Como ya se viene repitiendo desde los griegos, el ser humano se realiza como tal en la polis y eso lo distingue de los dioses y las bestias. El poema es la huella ejemplar de esa voluntad de vínculo que hace al yo un abrevadero de conciencias donde lo propio reclama al otro; porque cada palabra, más que ser una ínsula, es un altavoz del universo entero.
* Ensayo perteneciente a Ácrata. Apuntes y visiones (Descontexto, Santiago de Chile, 2023).

1 Michael McClure, Misteriosos, Nueva York: New Directions, 2010, p. ix.
2 Michael McClure, “99 tesis”, en Agnosia y otros poemas, Santiago: Altazor, 2018, p. 28. [La traducción es mía.]
3 Michael McClure, Scratching the Beat Surface. Essays on New Vision from Blake to Kerouac, Inglaterra: Penguin Books, 1994, pp. 147-148.
4 Charles Olson, “Projective verse”. Recogido en Postmodern American Poetry. A Norton Anthology (Paul Hoover, ed.), Nueva York: Norton, 1994, pp. 613-621.
5 Cristopher Ricks, Dylan poeta. Visiones del pecado, Eduardo Valls Oyarzun (trad.), España: Biblioteca Paralela Langre, 2007, p. 21.
6 Michael McClure, Agnosia y otros poemas. Op. cit., p.54.
Autor
Armando Roa Vial
/ Santiago, Chile, 1966. Poeta, ensayista, antologador, narrador y traductor. Su obra poética escrita entre 1998 y 2008 ha sido recogida en el libro Ejercicios de Filiación (2010), al que se suma el título Shakesperean Blues (2012). Su obra le ha valido el Premio Pablo Neruda en 2002 y el Premio de la Crítica en Poesía en 2001.