febrero 2024 / Inéditos

Si levanto los ojos al cielo es imposible que mi cuerpo llore

 
¿Hasta dónde?, pregunta la mujer
que corta mi cabello.

Por encima del hombro,
responde papá.

Papá quiere que tenga el cabello
por encima del hombro
pues sigue sin saber peinarlo.

Cinco de las siete mañanas
colma sus manos con agua
y me la echa encima.

Colma sus manos
tantas veces
 
que termina
 
   por vaciarme
 
      toda el agua
 
de la casa.

Justo después,
dibuja una línea recta
que empieza en mi frente
y acaba en mi nuca.

En el colegio,
nadie le ha desmentido a la maestra:

no es que me bañe diario
desde hace tres meses;

es que toda el agua de la casa
fue necesaria para poder peinarme.

Nadie le ha contado tampoco
que cuando se termina,

papá llora

   para colmar sus manos

      con esas lágrimas.

Las otras dos mañanas
le pido una trenza.

En voz baja me dice que no sabe.

Cierra la llave de agua
y dibuja una línea recta
que empieza en mi frente
y acaba en mi nuca.

 
 
 
Nunca había tenido un pez
 
         … Mamá no me dejaba.
 
Ella solía decir
que terminaría siendo la única
en hacerse cargo
del agua y la comida.
 
      No imaginó que sólo es una mancha azul

               en medio de la transparencia

   y que es papá quien cuida de nosotros.
 
Le compró una pecera grande
—nadie merece estrechez de espacio—,

me ayuda a limpiarla dos veces al mes,
investiga cuál es el mejor alimento para su especie

—lo he escuchado decirle a la cajera
que le sorprende lo cara que resulta
la comida de un ser tan pequeño.

Cuando oscurece, nos quedamos en la sala:
y mientras merendamos

      observamos nadar al pez

—así evitamos la cocina
que nos recuerda a ella
cuando bajaba del estante tres platos,
nunca dos.

Mamá jamás se imaginó
que estamos pensando comprar más peces

   para que ninguno vuelva a sentirse solo.

 
 
 
Algunas veces he querido llorar en reuniones familiares

 
   Entonces mi padre me dice
         que si levanto los ojos al cielo
es imposible que mi cuerpo llore.

     A lo mejor a Dios le da vergüenza
  que sus criaturas se lamenten

            viéndolo a la cara.

 
 
 
En tu estómago anidó un vacío

      que llenaste con palabras.
 
  Pretendías servirlas
en el tazón de cereal
      la mañana de cualquier día.
 
Pero aquel domingo se te hizo tarde
y al llegar ya me había ido.

 
Sin saber que volvería,
      te fuiste también.
 
En medio de tal desconcierto, lavé mi rostro…
  Liberé a tus jilgueros para no tener que contarles de tu ausencia.

 
 
 
Si no he de volver a habitar tu vientre
 
debería arrancar el cordón
que cuelga seco de mi ombligo.

 
 


Autor

Danhia Montes

/ Pachuca, Hidalgo, 1995. Escritora, hispanista y mediadora de lectura. Seleccionada en la convocatoria para Creadores y Artistas 2020 del FONCA con el podcast Teoría y Literatura. Autora del libro de poemas Sobre mi espalda llevo claveles blancos (Premio Estatal de Poesía Efrén Rebolledo 2022). Actualmente cursa la Maestría en Literatura Aplicada en la Universidad IBERO Puebla.

febrero 2024