I
Ya no le pregunto a Google qué significan mis sueños
cuando aparece un hombre que no conozco aún
comiendo fresas de mis manos,
bebiendo mezcal,
riendo con cierto aire de ternura
y cinismo.
Ya no despierto asustada,
cuando sueños adentro
veo a mi perra devorando
a un par de patitos
mientras llueve a cántaros
y ella parece no inmutarse.
Ella se concentra en roer
el amasijo rojo y emplumado
al que redujo sus presas.
¿Qué diría Freud de esto,
o la mujer con la que hablo
cada semana?
¿Qué diría un especialista de las cosas que me dicen mis sueños?
Dirían lo de siempre:
transtorno obsesivo-compulsivo,
ansiedad.
Seguro el Doctor Psiquiatra
también me diría tonterías
mientras me mira las piernas,
pero el sueño es un lugar sin palabras.
II
Aprendí a mentir antes de aprender a hacer un poema
y le fui infiel
con el primero que pasaba,
le mentí todas las veces
para irme a bailar con mis amantes
y emborrachar mi corazón roto,
arder en las pistas de baile
tomada del brazo de otros,
a él siempre lo agarraba de la mano
y ya no sé si estoy hablando de poesía.
III
Escribo siempre de madrugada,
varias tazas de café,
libros de poesía abiertos
en páginas dispares,
un poema en la pared blanca
unido apenas con tachuelas,
como las pistas de un detective
sin caso y sin homicidio,
tan sólo con un par de rastros
que perseguir.
Nada del otro mundo.
Soy un detective,
uno fracasado que se sienta
frustrado
en el comedor de su sala
que hace las veces de escritorio.
Afuera el tráfico en la avenida,
solitarios coches que atraviesan
esta ciudad.
Adentro, el refrigerador respirando
con su calma de todos los días,
un ruido incidental que pasa desapercibido,
pero bien podría ser otra pista
para este poema. La calma
de permanecer atento a los sonidos:
silencio.
Pero este silencio se rompe
por una perra que suspira en el sillón.
Siempre estuvo ahí. Mi perra
siendo un testigo,
en este caso.
La perra,
el poema,
la hoja en blanco que dejó de serlo.
Un crimen.
IV
La perra roe, sin mucho alboroto,
la carnaza que le he dado
para entretenerse.
Ha decidido que la otra mitad del sillón
en el que me he plantado a escribir
es el mejor sitio para su tarea minuciosa
de lengua y dientes.
Sujeta el cuero reblandecido con sus patas delanteras,
el resto será constancia,
concentración y baba.
Las dos roemos algo, me digo,
ella con los colmillos
y yo con las palabras,
masticamos lo blanco
de nuestros objetivos
hasta reblandecerlo.
V
Parece que sí,
pero nada me diferencia de los hombres que construyen
el edificio enfrente de mi edificio,
acaso la certeza de que para malescribir estos versos
yo no necesito ni casco ni botas.
Desde hace semanas
también coloco castillos, refuerzo varillas y apilo los ladrillos
de estos poemas.
Amanece y ambos retomamos
nuestro trabajo en los pequeños pendientes
que dejamos al atardecer:
una pala de arena, dos de cemento y tres de grava,
que quede fuerte la mezcla de esto que queremos hacer;
siete pisos de sentimientos, de sudor.
La hoja en blanco cubre el misterio de lo que se alza ahora
a la vista de todos.
VI
Un poema también se habita,
debe ser lo suficientemente fuerte para resistir
sismos, huracanes, tornados,
lluvias torrenciales
y ser al mismo tiempo acogedor para albergar el corazón
de sus inquilinos.
Aquellos albañiles lo saben,
yo acaso
lo intuyo.

Autor
Zel Cabrera
Iguala, Guerrero, 1988. Poeta y narradora. Ha sido becaria del FONCA y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Por La arista que no se toca (2019) obtuvo el Premio Nacional de Poesía Tijuana. Es autora de los libros de poemas Una jacaranda en medio del patio (2018), Perras (2019), Cosas comunes (2019 y 2020) y de la novela Cómo pesa el silencio de los muertos. Desde 2020 dirige el proyecto editorial Los Libros del Perro y el Festival Internacional de Escritoras Primavera Bonita.