Tierra de azafrán (lenguando, anolando)
Existencia inoculada,
integrada al cuerpo,
ya habiéndola disfrutado.
Tierra masticada a fondo
con dientes de leche,
albóndigas amasadas
a la sombra de una higuera,
a los cuatro, yo, a los tres, tú,
sazonadas con plantitas
en sartenes invisibles,
jugando a la comidita.
Carne no de res o de algún otro animal,
carne de arcilla del mismo color
que aquella doblemente roja,
mezcla del marrón natural (alma)
y el carmín sanguíneo (cuerpo),
que desesperadamente devoraban
luego de desmembrar
los músculos de sus víctimas
los caníbales que observó de lejos,
aterrado, a salvo de la tierra,
desde las ramas de un árbol,
Robinson Crusoe,
tan lejana o cercana
—según se interprete—
de la semilla
—aunque igual de inspiradora,
igual de digerible—,
del “Preludio”
que hizo al iluminado crecer,
desarrollarse
como cualquier criatura,
alimentándose
tanto de la belleza como del terror,
ambas cosas en claroscuro
—dos perfiles, dos miradas,
dos caras que somos—:
miedo y hermosura amasados en inglés
con acierto y aderezo meridiano,
son simplísimas “bolas de carne”,
mismas que de este lado de la luna
con ornato y filigrana árabe,
se revelan como “búnduqa”,
precedida del artículo “al”,
al-bóndiga, la bola,
sin mencionar de qué.
Delicia de agrio sabor y aroma,
idéntica a los huéspedes en boca,
estómago e intestinos
de los nativos de Trinidad.
*
Intentaron convencerme.
Debía ayunar, limpiar, purificar. Nada.
Yo quería seguir comiendo tierra.
Máxime si llegaba a incluir
espagueti en movimiento.
Hasta que un día su sabor,
amado en amada transformado,
se volvió más penetrante, más intenso.
(Metieron mano —no magia— negra,
creando una réplica espuria
del lodo ab/origen,
pulverizando, desbaratando, desmoronando
la intimidad familiar de seres entrañables,
que hablaban de lo mismo que comían,
comían de lo que hablaban,
saboreaban la confianza incalificable,
incomunicable).
Alguien se propuso
envenenarme el alma.
Con azafrán. Con “oro rojo”.
Bastaron unas albóndigas
en caldo hecho con restos de paella,
dejadas con descuido al pie del árbol,
para adoctrinarme,
disuadirme de,
perder la fe en,
para recelar del mundo.
Las delicias (del jardín),
lo más granado del reino vegetal,
me estarían esperando en ultratumba.
Y mientras tanto, a pasar el rato,
a “hacer” tiempo.
[Cada uno de mis dos hijos tenía su propio concepto y definición de un verbo que habían inventado juntos, en confabulación absoluta: lenguar. Para el más pequeño significaba deshacer algo entre la lengua y el paladar. Para el mayor implicaba prorrumpir en palabras de distintos idiomas, desconocidas para los demás, creadas por él, o encadenando esta terra incognita con la terra cognita del español, el inglés, el alemán… Uno entendía lo que para el otro quería decir tal acción, aparte de salir con un “voy a lenguar”, refiriéndose a una idea recién generada. Me fascinaba escuchar sus conversaciones a hurtadillas, reconociendo a solas mi propio des/quiciamiento nombrando por mi cuenta anolar (que nadie entiende, en todo caso, más que un yucateco de generaciones casi extintas) a la acepción del menor, babelear a la del grande. Cada uno de los tres degustaba estos asuntos a su manera…pero muy ahí, a profundidad.]
¿Sabrá a tierra la muerte
del enterrado, del aterrado,
a diferencia del cremado?
¿Sabrán a crema
los restos del incinerado,
sus sedosas cenizas?
Yo sé (al conjugar
el significativo sabor
mediante el cual
se adquieren conocimientos)
que el azafrán
servía para embalsamar,
colorante precioso de mortajas,
perfume voluptuoso del cadáver
que se momificaría.
Yo sé (al conjugar
el significativo sabor
mediante el cual
se distinguen los sabores)
a néctares ambiguos
al proponerme lenguar, anolar,
crear una múltiple variedad babélica,
al tentar y aproximarme
a la muerte,
al concebirla por obra y gracia egocéntricas,
al identificarla con la tierra y sus delicias.
De este modo reconozco
las paredes de adobe de mi cuerpo,
estos peculiares muros de lamentaciones,
estos rojos intensos de sangre y azafrán
que, aun y aún deseando vivir,
me sacan de la zanja
y me hunden hondo en ella
cada vez que me humedezco
los dedos con saliva
al pasar las páginas de un libro:
voy lenguando
eso,
lo voy anticipando.
[Que la tierra,
me trague
(y no nada más cree
el vernáculo vacío de alguna frase),
y me suspire sin regurgitar,
o me confirme sin prescindir.]
Autor
Pura López Colomé
/ Ciudad de México, 1952. Poeta, ensayista y traductora. Recibió el Premio Nacional de Traducción de Poesía 1992 por Isla de las estaciones, de Seamus Heaney, el Premio Xavier Villaurrutia 2007 por Santo y seña y el Premio Bellas Artes de Literatura Inés Arredondo 2019 por el conjunto de su obra. Ha traducido a autores como Hilda Doolittle, Robert Hass, William Carlos Williams, Philip Larkin y Hans Magnus Enzensberger, entre otros. En 2013 publicó Poemas reunidos (1984-2012) en la colección Práctica Mortal del Conaculta. Su título más reciente es Expósita (2024).