A sugerencia de Ezra Pound, la joven Hilda Doolittle (Bethlehem, Pensilvania, 1886 – Zúrich, Suiza, 1961) decidió firmar sus poemas solamente con sus iniciales: H. D. Así aparece en las sucesivas ediciones de los libros que confluyen en sus Collected Poems. 1912-1944. Con Pound compartió la fascinación por el mundo y la poesía de la Grecia clásica, y se inició en algunas corrientes de pensamiento esotérico que florecieron en el Egipto faraónico. Al paso de los años, esta curiosidad se convertiría para la poeta en una pasión, a cuyo estudio dedicó buena parte de sus empeños. Un libro suyo, sólo parcialmente traducido al español, da cuenta de tan singulares indagaciones: Notes on Thought and Vision es una intensa meditación donde la poeta expone un concepto más amplio de las capacidades de la mente, donde la conciencia, la imaginación y la creatividad juegan, en conjunto, un papel esencial en nuestra percepción del mundo y en la forma en que nos relacionamos con las diferentes dimensiones, visibles e invisibles, de la realidad.

“Las islas” es uno de los testimonios tempranos de su filiación helénica. Lo publicó por primera vez en enero de 1920, a sus 33 años, antes de emprender uno de sus viajes a Grecia. A lo largo de siete cantos escuchamos el lamento de una voz femenina, una nueva encarnación de Ariadna abandonada por un poder más vasto y difícil de entender; una mujer que, al lamentarse, interroga el significado profundo de este abandono. Los nombres griegos de las islas emergen en el agua del poema como talismanes. El amor por la tierra –Grecia como una patria espiritual– es el único amor que permanece inalterable frente a la naturaleza caprichosa del amor humano. A su manera, “Los misterios” hace explícito el amor por la tierra –su íntima parcela– que ya se anunciaba en los versos del poema anterior y evoca la antigua luz de la revelación que subyace en todo ciclo amoroso. Vuelven los nombres griegos: la Pitia, Delfos, Adonis, Deméter… Un canto de resurrección, como advierte la poeta, que se resuelve también en estos términos: respeto, contemplación, paz. “No destruir, santificar” es la consigna con la que H. D. encarna, a través de las palabras, a través de las épocas, un proceso de renovación que se equipara a los trabajos de la propia naturaleza. Hay una estrecha relación entre ambos poemas: la tradición helénica, como un limo nutricio, y el fraseo que le da cuerpo, arrojan luces de una semejanza cardinal.


San Antonio Tlayacapan, abril de 2024

 
 
 

Las islas


I        


¿Qué son para mí las islas,
qué es Grecia,
qué son Rodas, Samos, Kíos,
qué es Paros de cara al poniente,
qué es Creta?           

¿Qué es Samotracia,
nave que se alza,
qué es Imbros cuando calma en su pecho
olas de tormenta?     

¿Qué son las islas:
Naxos, Paros, Milos,
qué el círculo de Licia,
qué el blanco collar
de las Cícladas?       

¿Qué es Grecia
–Esparta, roca altiva–,
Tebas, Atenas,
qué es Corinto?        

¿Qué es Euboia
–sus violetas insulares–,
qué es Euboia, cubierta de hierba,
de veloces bancos de arena,
qué es Creta?

¿Qué son para mí las islas,
qué es Grecia?
 
 

II


¿Qué puede darme el amor por la tierra
que no me has dado tú?
¿Qué saben los altos espartanos
y las buenas gentes de Ática?    

¿Qué más pueden tener
Esparta y sus mujeres?                

¿Qué son para mí las islas
si yo te pierdo
– qué son Naxos, Tinos, Andros,
y Delos, broche
de una pálida diadema?
 
 

III


¿Qué puede darme el amor por la tierra
que no me hayas dado tú,
qué puede abrir en mí el amor por la batalla
que no hayas abierto tú?          

Aunque Esparta tome Atenas,
Tebas destruya Esparta,
cada una cambia como agua,
la sal se levanta para sembrar el terror
y volver a derrumbarse.
 
 

IV


“¿Qué te ha dado el amor por la tierra
que no te he dado yo?”               
He consultado a los tirios
en sus asientos
sobre las negras naves
cargadas de riquezas,                  
he preguntado a los griegos
de las blancas naves,
y a los griegos de rojos navíos
y grandes espolones que tendían sus proas
en la arena húmeda.                    
He preguntado a los lúcidos tirios
y a los altos griegos:
“¿Qué te ha dado el amor por la tierra?”
Y ellos respondieron: “Paz”.
 
 

V


Pero la belleza es otra cosa,
la belleza, fraguada por el mar
es una roca árida,
la belleza comienza
con un naufragio de barcos
en nuestra costa, la muerte aguarda                                                        
en los arrecifes –la muerte espera
aferrándose a nosotros
desde las profundidades.

La belleza es otra cosa:
los vientos que azotan su playa
levantan remolinos de tosca
arena hacia las rocas.                                                           

La belleza se aparta
de las islas
y de Grecia.
 
 

VI


En mi jardín
los vientos plegaron
a los lirios en flor;
en mi jardín, la sal
marchitó los primeros
brotes del joven narciso,
y del más pequeño jacinto,
y la sal se deslizó
bajo las hojas del blanco jacinto.

En mi jardín,
las anémonas yacen
rotas por el viento, al final.
 
 

VII


¿Qué son para mí las islas
si yo te pierdo,
qué es Paros
si tus ojos me evitan,
qué es Milos
si a ti te asusta la belleza,
la terrible, la tortuosa, la aislada:
una roca baldía?                      

¿Qué es Rodas, Creta,
qué es Paros de cara al poniente,
qué la blanca Imbros?             

¿Qué son para mí las islas
si tú no te decides,
qué es Grecia si tú das la espalda
al terrible,
al frío esplendor del canto,
y a su desolado sacrificio?

(De Hymen, 1921)

 
 
 

Los misterios

Coro de Renacimiento


I


Oscuros
días han pasado
y días más oscuros se avecinan;
oscuridad aquí,
oscuridad allá
amenazan al espíritu                                       
un montón de huéspedes,
un vivo
puñado      
de tres veces funestos lanceros
enemigo aquí,
enemiga una porción    
de colina
y cima de montaña
y colina abajo;              
nada antes del misterio,
nada antes,
sólo el vacío,
trampa de muerte,
terror,
el torrente,
el temblor de tierra,
tempestuoso mal;
luego voz en el tumulto,                
el leve aliento
que cuenta como lo haría una flor
del pasado invierno                        
(que mata
con arco de Pitia,
la peste délfica);                             
una flor,
menuda voz,
revela
toda santidad
con una frase:
“hágase
la paz”.
 
 

II


Un cetro
y un tallo de flor
y una lanza,
una flor puede matar al invierno,
así este raro
encantador
y mago
y arcipreste;          
una flor puede matar al invierno
y encontrar la muerte;
así esto
va y viene
y muere
y vuelve a bendecir
una vez más,
una vez más;          
un cetro, una flor
y un cercano                 
protector
de los perdidos e impotentes;                                                                               
sí,
estoy perdida,
mira la estrella más cercana;
sí,
soy débil,
mira
qué encantada armadura
arropa la mente intrépida
que despoja los ropajes
del pensamiento marchito;
mira la manifiesta sabiduría,
qué sutileza
qué gracia
y qué luz;           
mira, estoy completa,
sin amado, sin amante,
una voz en el delirio,
este menudo aliento
desmiente nuestro miedo
y nuestra desesperanza,
“mira,
estoy aquí”.
 
 

III


“No destruir,
nunca, santificar
la flor
en que brota
Adonis
de entre los muertos;
mira,
mira los lirios
cómo crecen,
considera qué bondad,
considera qué encarnada pureza
(pues el amor ha muerto)    
mira a los lirios
que sangran                  
por amor;
ni emperador ni soberano,
nadie podría lucir
tal esplendor;                
ningún rey podría nunca presumir
un adorno tan hermoso
como el huésped          
del campo
y los lirios de la montaña”.
 
 

IV


“No destruir,
nunca, santificar
cada llama                    
que brota
en la frente de Amor;
no destruir
sino volver a invocar
y dar de nuevo un nombre
a cada flor,                   
serpiente
y abeja                          
y pájaro;
mira,
mira
qué astuta
la taimada serpiente;
mira a la paloma,
al gorrión,
nadie muere
sin que el padre lo sepa;                                              
el hombre dispone la trampa
y ordena el vuelo de la flecha,
el hombre atrapa al ave madre
mientras está en el nido
y deja morir de hambre
a las crías estremecidas;
nadie,
nadie,
nadie
puede nunca temer                                                       
que ella,
tamizadora del aire amoroso,                                      
sea abatida por un gavilán,
destrozada
en trampa de rústica madera,
muerta
en el cepo de rústica madera,
mi padre
y yo    
sabemos”.
 
 

V


“No destruir,
nunca, santificar           
el fervor
de todo antiguo misterio;                                                                             
mira cómo se deslíen los muertos,
la hierba yace
pisoteada
y manchada
y empapada;
mira,
mira,
mira
cómo la hierba desdeña
al torrente
de nieve y lodo y lluvia;
la hierba,                       
la hierba
se alza
llena de capullos;
la semilla
levanta su frente radiante
de nuevo hacia el sol;                                                                                                    

mira,
mira
cómo los muertos
ya no mueren,
la semilla es oro,
hoja,
tallo
y simiente;
los misterios
están en la hierba
y en la lluvia”.
 
 

VI


“Los misterios permanecen.
Yo guardo el ciclo                               
de la siembra,
el ciclo del sol y de la lluvia;               
Deméter en los campos
multiplico,
renuevo y bendigo
a Baco en la viña;                                                                                
yo sostengo la ley,
conservo la verdad de los misterios.
El primero de todos
es nombrar a los vivos, muertos;
soy el vino, soy el pan.

Yo guardo la ley,
conservo la verdad de los misterios,
soy la vid,
las ramas, soy ustedes,
soy tú”.

(De Red Roses for Bronze, 1931)

 

* Poemas pertenecientes a Desde Eleusis, volumen aparecido en la colección El Oro de los Tigres (UANL, Monterrey, 2024).


 


El PdeP agradece la publicación de este inédito a Tania Favela, albacea literaria de Gloria Gervitz, y a la Biblioteca Francisco Xavier Clavigero de la Universidad Iberoamericana, que custodia el archivo personal de la poeta.

—La Redacción

Hace varios años leí en la Revista de la Universidad [de México] el poema Algo sobre la muerte del Mayor Sabines. Quedé profundamente conmovida y deslumbrada; no recuerdo haber leído nunca antes, con excepción tal vez del Kaddish de Allen Ginsberg, un poema en el que la experiencia desgarradora de la muerte de un padre se transformara en una poesía tan intensa, tan verdadera, tan misteriosa. Desde entonces [Jaime] Sabines (1926-1999) me ha acompañado en la vida.

A mí me cuesta mucho trabajo hablar, explicar, definir y dar juicios sobre poemas y autores a los que amo. Lo único que se me ocurre es regresar a ellos, a su obra, lo que verdaderamente cuenta; parafraseando al viejo Ezra [Pound], ir a las fuentes.

El material de la poesía es el lenguaje, y la poesía es quizá la más humana y la menos material de las artes, la que permanece más cercana al pensamiento que la inspiró.

Mnemósine, la madre de las musas transformada directamente en memoria, es uno de los medios de Sabines para fijar el recuerdo; esta cercanía en el recuerdo vivo permite a la poesía de Sabines permanecer, retener su durabilidad más allá, incluso, de la página escrita o impresa.

Hay poemas que piden ser escritos en la exaltación como el propio Algo sobre la muerte del Mayor Sabines; otros proceden de la emoción recordada en la serenidad como el de “Tía Chofi”. Yo no sé quién fue la tía Chofi ni tampoco tengo una, pero todos hemos conocido a esas muchachas que se hicieron viejas y a las que la falta de caricias les devastó la piel.

Escribir poesía es un acto de fe. Nunca sabremos con certeza si lo que se ha escrito tiene un valor permanente. Una pudo haber desperdiciado el tiempo, modificado su vida para nada. ¿Cómo saberlo? No hay forma. Quizá la importante es haberlo intentado. Escribir es algo misterioso; se da en lo oscuro de una misma como las sibilas en la oscuridad de la cueva para poder decir el oráculo.

La poesía tiene mucho de alquimia. Borges decía que tal vez la literatura no es otra cosa que un sueño dirigido; no podemos definirla sin diluirla. Lo que hace a un poeta como Sabines es una especie de persistencia con la naturaleza emocional, una disponibilidad, unidas a una forma peculiar de control y la necesidad indefinible e imperiosa de expresar situaciones, reflexiones, sueños y sentimientos que piden ser escritos, dichos.

Una no se pone a pensar por qué escribe ni para quién a la hora de hacerlo, pero desde el momento en que aceptamos que un poema tiene vida propia, también, simultáneamente, debemos aceptar que su destino es imprevisible; que nuestros análisis, juicios e interpretaciones pueden resultar muy interesantes aunque peligrosos, aun si proceden del mismo poeta. Antes de escribir acerca de una obra poética, el crítico honesto debe siempre mantener un acuerdo silencioso con el lector honesto: sus escritos son sólo intentos de aproximación y de ninguna manera un sustituto del poema, y deben olvidarse con rapidez para que una pueda regresar al poema. [Yorgos] Seferis escribió en su diario que los cuerpos vivos amedrentan porque son extraños e impredecibles. Pero la vida es así, extraña e impredecible, y si no podemos ver esto en la poesía es mejor quedarnos callados. Y la de Jaime Sabines es un cuerpo vivo.

Julio de 1986

 

 

 

Tzin Ghao, el poeta ignorado por la corte del emperador, murió,
desconocido y feliz, alrededor del siglo XIV d.C.
Eduardo Chirinos, “Homenaje al poeta desconocido”.

 
En la obra de Eduardo Chirinos (Lima, Perú, 1960-Missoula, Estados Unidos, 2016) destaca su evocación de una gran diversidad de tiempos y referencias, recurso con el que el poeta conforma una muy personal miscelánea del universo. A lo largo de más de una veintena de libros, su palabra celebra indistintamente los dones que ofrecen la naturaleza y la cultura: de ahí la constante invocación a poetas de distintas geografías, idiomas y tradiciones, unidos por un impulso —activo a la vez que receptivo— que funde en un solo acto a la lectura con la escritura.

Este inusual impulso creativo, que lo llevó a ser uno de los poetas más prolíficos de su generación, no obstante, queda atenuado por la propia palabra, en ocasiones modesta pero siempre plena, cabal en sus resonancias íntimas. En cierto sentido, el anhelo que sostiene toda la escritura de Chirinos es construir una identidad personal a través de la literatura, pese a la posibilidad de que dicha identidad también sea ficticia. De este modo, sobreponiéndose a la duda, Chirinos expresa su confianza en la poesía concebida como un lenguaje autónomo, individual y a la vez colectivo, por el cual se desarrolla pacientemente una mitología privada (sin otras pretensiones fuera de las estrictamente artísticas).

En consecuencia, para el poeta que interpreta su vocación como designio, la lectura se impone como un destino. La tradición, entonces, se hace parte indisoluble del proceso creativo: un conjunto, a veces azaroso o inconsciente, de afinidades e influencias. Dicha libertad conduce a descubrir el placer de la escritura: el poema se puede hallar en cualquier estímulo (un acontecimiento, un libro o un recuerdo) que permita transformar las mil caras de la realidad a través de la palabra. Podría afirmarse que un poeta de esta estirpe asume con todas sus consecuencias el desorden propio de la vida, por lo que las emociones y el aburrimiento son tratados con idéntica dignidad. Pareciera que, ante el caos y la confusión imperantes, la poesía permitiera un refugio para la amabilidad y el sentido común. De ahí se reconoce en Eduardo Chirinos una inusual propensión, casi natural, a literaturizar la experiencia.

Mas, en primera instancia, es la lectura la que permite acceder al ritual de las palabras. A través de ella, Chirinos despersonaliza su experiencia para así universalizarla. No puede sorprender, entonces, que uno de sus maestros sea Fernando Pessoa (homenajeado en El fingidor, una deliciosa revista apócrifa), a quien continua desde una creciente pluralidad de voces y máscaras. Escribir constantemente sería, entonces, una forma de aprender y honrar un oficio que también tiene algo de fatalidad, de acto noble y vano por su escasa trascendencia social.

Los ocho libros que se recogen en Obra completa. Cuaderno rojo: Poemas, 1978-1998 (Pre-Textos, 2024) dan buena cuenta de la inusual mezcla de factores que marcan la obra de Eduardo Chirinos. Solvencia y versatilidad van otorgando coherencia a tonos en ocasiones abiertamente opuestos y, en otras, complementarios. Como rasgo general, podría mencionarse que el poeta es neoclásico en cuanto a temperamento y sincrético por la modernidad de su lenguaje. Un aspecto relacionado con el mestizaje cultural peruano, con su tendencia a absorber y reformular tradiciones. Mas aquello responde a una falta de pudor propia de la periferia de Occidente, esa práctica literaria consolidada a partir de una relevante lección de Jorge Luis Borges: concebir la lectura simultáneamente como una pesquisa y un tejido. Dichas certezas acompañarán al joven poeta en su práctica constante de la glosa y el homenaje.

Precisamente esa versatilidad del lenguaje pretende encontrar respuesta a una encrucijada: Lima, en la década de 1980, era una ciudad asediada entre la sofisticación y el caos. Cuando el joven Eduardo Chirinos empieza a escribir, en Lima estaban en activo al menos 15 poetas de primer orden —entre ellos Martín Adán, Carlos Germán Belli, Francisco Bendezú, Blanca Varela, Antonio Cisneros, José Watanabe y Enrique Verástegui, con exiliados notables como Jorge Eduardo Eielson y Rodolfo Hinostroza—, pero también se salía de una dictadura militar y empezaba a gestarse Sendero Luminoso (un conflicto armado que dejaría cerca de 70 000 muertos y más de un millón de emigrantes). La consolidación del neoliberalismo con Fujimori en la siguiente década produjo una profunda descomposición en la sociedad peruana, una hecatombe moral que destruyó cualquier incipiente institucionalidad e incrementó la violencia estructural. El Estado y la nación peruanos estaban en crisis; Lima debía renunciar a sus pretensiones de capital equiparable a las del primer mundo. La gran poesía del siglo XX escrita en lengua española, pese al apostolado de César Vallejo, nunca pudo integrar adecuadamente la cultura y la experiencia andinas. Fueron tiempos convulsos que necesariamente afectaron al poeta, quien exorcizó en sus textos temores, conflictos y dubitaciones juveniles en torno al futuro y a su vocación (un texto clave en este sentido sería “Un viento cálido sopla en las dunas del desierto”). Así, su actitud, su férrea alternativa por crear un mundo que unifique la vida y la literatura, corresponde no a una despolitización, sino al desprecio y la indiferencia que le suscita la búsqueda del poder, el mismo que decididamente subvierte desde lo privado y lo lúdico.

En consecuencia, el primer tramo de la poesía de Eduardo Chirinos expone una identidad en conflicto, que recoge presiones sociales y familiares, pero que también descubre las propias de su entorno poético, en aquel entonces altamente politizado. La profunda crisis lo obliga a dejar el país, haciéndose parte de un exilio académico que es también otro rostro de la globalización. En 1993 el poeta inicia un periplo por diversas universidades estadounidenses. Luego de obtener un doctorado en Literaturas Hispánicas por la Universidad de Rutgers, en 1998 se instaló en Missoula, Montana, una pequeña ciudad universitaria, alejada de los grandes centros culturales. Aquí se percibe la fidelidad a un temperamento, esa mesura, el aurea mediocritas de su admirado Horacio: quien vive oculto, vive bien.
 

*

 
Eduardo Chirinos es un poeta limeño representativo de un momento en que el proyecto que regía a la ciudad letrada peruana aún era occidentalizado, pero ya había dejado de ser criollo. La conciencia de este impasse hizo que su escritura trabajara la cotidianidad desde un confesionalismo comedido, que anhela un interlocutor perteneciente a una clase media culta, urbanita y sofisticada: aquella que, de acuerdo con una sensibilidad propia de la modernidad internacional, confía en un lector ideal que pueda conciliar la alta y la baja cultura (de allí tanto el empleo de la ironía como la alternancia entre los tonos elevados y medios, según la retórica de Cicerón). En esa apelación a un lector ilustrado se percibe la continuidad de un proyecto que, desde mediados de 1940, llevaron a cabo Emilio Adolfo Westphalen, Blanca Varela y Javier Sologuren.

Debe tenerse en cuenta, por lo tanto, que la propuesta de Chirinos surge en un momento en el que se había consolidado ya una reconfiguración del canon poético peruano (la cual respondía a aspectos políticos, sociales y retóricos). Fueron años en los que, de algún modo, la geopolítica regional propia de la Guerra Fría actualizó en Latinoamérica un debate en torno a la vigencia de una poesía pura o social, el mismo que fuera central a mediados de siglo (con polémicas que oponían a Eielson y Alejandro Romualdo, en las que participó el propio Mario Vargas Llosa).

Dicho clima cultural se apreció claramente en el protagonismo juvenil que desde la década de 1970 favoreció el surgimiento de grupos poéticos como Hora Zero y Kloaka, marcados por la militancia política, la rebeldía social, el experimentalismo y la estética del rock. Mas la irrupción de Chirinos representa precisamente una alternativa ante el influjo de Hora Zero (el desborde popular de la inmigración provinciana que transformaría Lima) y el Grupo Kloaka (la efervescencia y crisis de los partidos de izquierda); dándose en simultáneo también a la eclosión de una poesía femenina (Giovanna Pollarolo, Patricia Alba y Ana María Gazzolo, entre otras). Para el poeta de Crónicas de un ocioso, esta respuesta fue paulatina, pues debe recordarse que Chirinos vivió a su manera la experiencia generacional, formando parte brevemente del grupo poético los Tres Tristes Tigres, junto con José Antonio Mazzotti y Raúl Mendizábal.

No obstante, el cambio de sensibilidad se había iniciado en la década mencionada, cuando Lima pierde el influjo hispánico y francés, durante un periodo en el que se impone internacionalmente la cultura de masas, cuyo emblema en la obra de Chirinos serían Los Beatles, a quienes homenajea en esta colección con el título de Cuaderno rojo. El paralelo de este fenómeno en el ámbito de la poesía estaría en la asimilación de un supuesto “británico modo” (ciertos aspectos del modernismo anglosajón de Pound y Eliot o de Robert Lowell y la poesía beat). Una innovación retórica cuya flexibilidad versificadora condujo a la búsqueda de otro lirismo, con un registro ampliado en el que confluyen la épica y la lírica, el contar y el cantar. Chirinos, al igual que otros de sus contemporáneos, asumió el proyecto de escribir una poesía que lo abarque todo.

De este modo, en sus primeras entregas, el joven poeta continúa la adaptación del modernismo anglosajón que iniciaron Cisneros e Hinostroza, articulando una amalgama de recursos como el culturalismo, el conversacionalismo y la búsqueda de correlatos objetivos, lo que le confiere gran densidad a los textos. Mas, gracias a una inusual destreza, rápidamente la propuesta se desliza hacia una nota más personal e imprevista, que logra conciliar el tono menor y lúdico de Luis Hernández con la visión órfica y desencantada de Juan Ojeda. Fiel a su versatilidad, se destaca asimismo la búsqueda de cierto didactismo moral, como en las parábolas de José Watanabe.

Esta excepcional ductilidad representa una depuración con respecto a sus inmediatos predecesores. La poesía de Chirinos se desenvuelve así con gran libertad, sin hipotecarse a la historia o a la sociología ni asumir abiertamente la intelectualidad o el experimentalismo. Su tono apela a lo íntimo y a lo universal, aunque reconociendo y asimilando las aportaciones formales (como el ritmo prosódico que permite la máquina de escribir). De este modo, Chirinos asume con paciencia y laboriosidad el influjo innovador al adaptar para sus fines también la dicción y la contención de ciertos maestros de los cincuenta (Juan Gonzalo Rose, Washington Delgado y Javier Sologuren), aceptando paulatinamente que la tradición hispánica le concede versatilidad y virtuosismo (de allí su marcada elocuencia, su siempre renovada fe en el lenguaje). Éste sería el rasgo de un buen lector que identifica lo mejor de su tradición antes de integrarse a otras. En dicho sentido, la vuelta al orden de su propuesta coincide con la reivindicación de la gentility (refinamiento o finura) que sucediera en la poesía británica de la década de 1960 frente al quiebre modernista (la crítica de Robert Conquest en respuesta a Al Álvarez).

Esta amalgama de agudeza y sensibilidad es la que hace de Eduardo Chirinos uno de los poetas más versátiles, prolíficos y variados de la poesía hispanoamericana reciente. El recorrido de sus primeros libros va desde el ludismo a lo oracular (como conciencia de la crisis finisecular) y de lo oracular a lo comunicacional. La alteración y hasta la refutación histórica del proyecto cultural que marcó a sus contemporáneos responden a su voluntad de superar una negatividad que lo asedia, lo que logra a partir de su definitivo exilio. Obsérvese asimismo su singularidad con respecto a sus pares continentales, pues la opción por un interlocutor y un ágora está también en las antípodas del experimentalismo vanguardista del neobarroso rioplatense. En otros términos, una fe irrenunciable en la palabra es la que hace que toda la poesía de Chirinos apele al lector antes que a la historiografía literaria.
 

*

 
De este modo, desde sus primeros años, la escritura de Eduardo Chirinos oscila entre el descreimiento, el juego y la esperanza, asumiendo las paradojas del anhelo de una improbable trascendencia. Un aspecto que puede rastrearse en el desprejuiciado empleo de formas y modelos clásicos como el epigrama, la fábula y el himno (incluso con cierta facilidad para el versículo, que le permite la articulación de un tono elevado, de resonancias proféticas o bíblicas). Su constancia e infatigable imaginación lo convirtieron pronto en un poeta prolífico, un modelo poco común en la tradición poética peruana, caracterizada hasta entonces por obras intensas y breves. Desde aquel momento, siguiendo un peculiar afán por subvertir la realidad, sus versos consiguen fusionar la identidad personal con una subjetividad poética ficcional, altamente literaturizada. La riqueza de la experiencia artística le permitiría entonces reparar las fisuras y las paradojas de una sociedad en inevitable descomposición, superando cierta culpabilidad inherente a una vocación atípica. Tal necesidad lo conduciría precisamente a urdir su primera máscara en Cuadernos de Horacio Morell: un poeta apócrifo y suicida, plenamente consciente de su condición marginal, enfrentado al poder con discreta rebeldía. Con aparente ingenuidad y gran convicción, Chirinos busca una hondura y una cultura totalizadoras, ambición desmedida que matiza con un peculiar sentido del humor, como una seña de vitalidad y optimismo, a pesar de cualquier circunstancia adversa. Así deja temprana constancia su “Poema para Groucho, el de los bigotes”:

Compañero Groucho:
Tú no tienes carnet del Partido
y dudo francamente que seas militante
pero mi hermana (la mayor)
no vio ninguna de tus películas
porque creía que eran de socialismo
y a ella no le gusta el socialismo
(ni nada donde aparezca el nefasto apellido de tu primo)

[…]

Así que me dediqué a la risa
y a coleccionar boletos de Ópera
de Circo
de Carreras
pensando que tal vez encontraría
la clave del poder.

En aquellos versos iniciales, el poeta opta por un culturalismo lúdico y ornamental que paulatinamente se iría atenuando hasta hacerse menos exteriorista y más profundo, como pronto demostraría en Archivo de huellas digitales. Sea en poemas en prosa o en verso, de breve o largo aliento, desde sus primeras entregas ya resalta la tendencia a actualizar mitos y recrearlos, buscando generar otros nuevos a través de la imaginación. De este modo convierte datos que extrae entre sus lecturas o a seres que observa en la cotidianidad indistintamente en personajes, con la misma naturalidad con la que transforma en lección moral la consulta de un diccionario etimológico. Mediante tales variados y disímiles recursos el poeta establece un tejido de retratos, citas y monólogos que evocan voces poliédricas. Así se manifiesta una inusual alternancia entre la poesía dramática y el lirismo, entre el tono elevado y el humor.

No obstante, los temas omnipresentes y recurrentes serán aquellos más definitivos en la experiencia humana: la identidad, la memoria y la literatura, a la par que el ensueño, los afectos y el deseo. Dicho repertorio temático ratifica el temperamento neoclásico de quien no pretende innovar o sorprender a toda costa. La escritura de Chirinos se aleja del lugar común, pero tiene asimismo la humildad de buscar el sentido común, y consigue de este modo rehumanizar la experiencia poética. Sus poemas ansían sostenerse emotivamente, apelando al culturalismo y al encanto. Su propósito último sería la manifestación de una experiencia específica rescatada entre el devenir temporal. De ahí la constante reivindicación de la imaginación e incluso de cierta ingenuidad que, a menudo, quisiera ser bondadosa.

Aquel rasgo se impone gradualmente a la duda y al escepticismo como una tenaz resistencia a perder la infancia. En consecuencia, muchos de sus poemas de madurez se resuelven a través de sabias dosis de fantasía, inocencia y ludismo. Pese a la diversidad de lenguajes, podría señalarse que toda la escritura de Chirinos comparte un propósito común: la expresión de una sincera amabilidad. De ahí el sistemático empleo del recuerdo para encontrar una anécdota o una palabra memorable. La poesía se manifiesta en consecuencia como una amalgama de orfebrería y sabiduría, apelando a la singularidad desde la sensibilidad, en el privilegio de ser simplemente poeta: un individuo que dedica su vida a recoger los frutos de la ensoñación y la cultura.

Asumido su exilio, Chirinos se convierte paulatinamente en un poeta en busca de nuevos lectores. Para esto resultó decisivo su contacto con España, en cuyo primer viaje en los ochenta había coincidido con la recuperación internacional de Cavafis, Pessoa y Pavese, maestros modernos dentro de un lenguaje figurativo o realista. Dicha afinidad permite al poeta peruano persistir en su búsqueda de un lector culto contemporáneo, al que nunca pretende seducir con el intelectualismo o el prestigio de una actualización vanguardista.

Mediante la señalada ambivalencia y alternancia de tonos, Chirinos logra superar la crisis de la sociedad civil peruana y logra finalmente redefinirse desde otro tipo de identidad, más ficticia o fabulada, como corresponde a la actividad literaria. Si el universalismo y la trascendencia parecen ciertamente otra entelequia, ese ajuste con la realidad le permitiría perfilar su sensibilidad no hacia lo latinoamericano, sino hacia lo posnacional: la poesía del idioma, la de la comunidad de lectores del español en sus distintas entonaciones. Asunto que representaba un reto estimulante para un poeta que, circunscrito a la crisis de su tradición más inmediata, empezaba a ceder ante el escepticismo y lo fragmentario. En este sentido, una afortunada intuición en su obra propone un giro hacia una lírica sin límites en cuanto a identidad idiomática. Por consiguiente, no es una casualidad que la poesía de Chirinos empiece a internacionalizarse —de lo que dan buena cuenta publicaciones en Estados Unidos, Italia, México, Ecuador y Colombia— en el momento en el que las editoriales españolas incrementan su presencia en Hispanoamérica.

Una de las aportaciones de Chirinos estaría vinculada entonces a su predilección por un lenguaje comunicativo, siempre equilibrado, que evita caer tanto en el intelectualismo y la abstracción como en el populismo sentimental. Consecuentemente, sin renunciar a la inteligencia, el poeta nunca alardea de ella, transitando las lecciones de la tradición clásica (la grecolatina y la del Siglo de Oro). Una frecuentación que se aprecia en el eficaz desarrollo de temas y motivos, y en su dicción parsimoniosa, serena. Solvencia y dignidad que resultan cruciales para la verosimilitud de sus referencias culturalistas y monólogos dramáticos.

Con tal propósito la lectura se ofrece como una fuente infinita de anécdotas que constituirán la materia prima del poema. De este modo, para Chirinos, la vida puede vivirse a plenitud vicariamente a través de la imaginación, en un juego infinito que asumiría incluso los beneficios de una mala lectura (misreading). Mediante aquella sabia ligereza se potencia el cruce de la historia con lo mítico, y de lo mítico con lo personal. Lectura hedonista y lúdica que, a su debido tiempo, será continuada por la escritura como un regreso a los cuentos de la infancia; pero, también, a la manera de un asedio oblicuo e implacable a la memoria y a lo onírico, en una introspección cercana a lo psicoanalítico.

Tras la saturación de referentes culturales, Chirinos desarrolla otras estrategias que le permiten integrar finalmente la experiencia personal a su literatura, en un recorrido inverso al de sus orígenes. Gradualmente, al entregarle sus secretos, la palabra también le enseñaría a vivir. La voz del poeta se fue haciendo desde aquel momento más clara y definida, hasta alcanzar una suficiencia de recursos con la que logra superar cierta negatividad que lo había obsesionado y que amenazaba con limitarlo a través del vacío, la inutilidad y el sin sentido. Un momento que, no obstante, dejó poemas emblemáticos como “Retorno de los profetas”:

Los profetas han muerto.
Cuernos de guerra anuncian la pronta llegada de la peste,
nuevos tiempos de miseria y escasez.
El campo de batalla está desierto, el cielo se oscurece, la infinita
rueda se ha quebrado.
Dicen que ángeles bellos y monstruosos nos vigilan
pero ya no tenemos ojos para verlos.
Los profetas han muerto.

[…]

Nadie ahora nos engaña, nadie nos confunde, nadie
nos dice la verdad, y estamos solos.
Estamos solos esperando la señal que nos indique
dónde hemos de ir para honrar con dolor a los profetas.

El anhelado giro hacia la aceptación y el equilibrio se insinúa en El libro de los encuentros, donde lo histórico se mezcla armónicamente con lo personal, brindando una mirada distinta sobre lo cotidiano (como en el poema “Templo del Debod”, que constata una primera aproximación a España). Este proceso supone la superación de aquella voz órfica que fuera la sombra de sus temores y sus dudas, tan elocuentemente manifiesta antes en la tensión agonista de libros como Rituales del conocimiento y del sueño y Recuerda, cuerpo…

Chirinos es entonces un poeta del lenguaje, del dominio del lenguaje, no de su incertidumbre hábilmente publicitada. En toda su obra prima el cuidado a la palabra en su transformación artística, manipulada con destreza para atesorar un sentido rescatado entre lo cotidiano, reconociendo la belleza del paisaje, de la vida doméstica y de las lecturas como manifestaciones plurales del privilegio de estar vivos.

Como se aprecia, aquella peculiar vitalidad imaginativa es un aspecto crucial para suscitar el aprecio y la fidelidad de los lectores. Libro a libro, Chirinos fue plasmando una voz cada vez más honda y entrañable, entregándose a escuchar la música de las esferas, sin pretender imponerse, sabiendo también darle la razón al otro. Un proceso que se resuelve finalmente en El equilibrista de Bayard Street, cuando el exilio le brinda una nueva realidad que, coincidiendo con su madurez expresiva, también convertirá en literatura mediante una mirada empática: así sus versos se abren a la vida en pareja, descubriendo la belleza de nuevos paisajes y situaciones, siempre iluminados por las lecturas, como en “Junto a la tumba de Salinas”:

Un pequeño saurio atraviesa la tumba de Salinas,
husmea el óxido que mancha la blancura del mármol
y se oculta rápidamente entre la hierba.
Entonces lo contemplo.
Qué de besos perdidos frente al mar,
qué de labios bebiendo sus gotas azules,
qué de cielos nunca hollados, fortalezas
donde el amor se rindió a los abrazos de nadie.
Nadie, Salinas, buscando entre sombras un cuerpo desnudo,
nadie en las palabras que alguna vez ardieron por nosotros.

Yo también me enamoré con tus poemas.
Ellos sabían lo que habría de ocurrirme, me leía en ellos,
pero tú plagiaste mi vida, la dignificaste, la hiciste del revés.
¿Mereces entonces el perdón?
Ahora que estás bajo un cielo verdadero,
devorado por los insectos de la tierra, pronombre
encadenado a la carne de unos besos que yo di por ti,
te ofrezco estas flores.
Acéptalas, Salinas, como un homenaje de quien quiso creer
y vivió feliz en el fecundo engaño.

Un tono más sosegado, personal y sabio, próximo a un sermo cotidianus: una elección que corresponde a una depuración de motivos, a una decantación de influencias, reconociéndose en el deseo de hablar a un lector concreto, alguien a quien dirigirse horizontalmente en el presente. Sin pretensiones explícitas de trascendencia histórica, pero tampoco con la condescendencia que exige un público al que se pretende entretener o aleccionar.

Madrid, marzo de 2024

 

* Prólogo a Eduardo Chirinos, Obra completa. Cuaderno rojo: Poemas, 1978-1998 (Pre-Textos, 2024; Jannine Montauban, edición).

 

MARTÍN RODRÍGUEZ-GAONA, LA VOZ QUE SE CONVIRTIÓ EN LUZ – Revista Mal de Ojo

 

 
María Ángeles Pérez López, Libro mediterráneo de los muertos, Valencia, Pre-Textos, 2023, 56 pp.
 

 
La última obra de la poeta española María Ángeles Pérez LópezLibro mediterráneo de los muertos (2023), que obtuvo el VI Premio Internacional Margarita Hierro, profundiza un estilo que indaga e interpela, mediante un lenguaje frondoso, la realidad convulsionada que atravesamos —especie de genocidio en marcha continua: conflictos armados, hambrunas, depredación ambiental, trágicas migraciones—, desde una poesía en prosa atravesada por el relámpago de imágenes contundentes que muchas veces portan la mueca de lo desmembrado  y “las largas agendas del ahogo”.

Si toda obra de arte gira en un eje exploratorio, su nutrida producción lleva el impulso de sus búsquedas a partir de una paleta de símbolos que reenvían las más de las veces a objetos (metales, piedras); incluso el lenguaje visto en calidad de materia, poniendo el foco en “lo real” como categoría de fronteras difusas entre lo palpable y lo intangible —límites borrosos entre la luz y las tinieblas, el aire y la asfixia.

Apuntalan lo anterior algunos títulos de sus libros —La sola materiaCarnalidad del fríoFiebre y compasión de los metalesIncendio mineral y otros—, en cuyas páginas las “cosas” amotinadas toman la palabra y el lenguaje se convierte en una madeja de nervios, un amasijo de significados que alude a una sobrevivencia entre pulsiones —lo dicho—, de lo que pugna por persistir y lo ya carcomido por la herrumbre, o aquello que se descompone; “lo podre”, como denominó a un texto del magnífico libro Fiebre y compasión de los metales.

Es precisamente luego de esta obra publicada en 2016 que su producción dará un giro formal, al pasar del verso libre a una discursividad variopinta en la que sobresale el ensamblaje de un profuso tejido intertextual junto a un conjunto de afinidades concurrentes —diálogos con Pound, Pizarnik, Mestre, García Lorca, Borges, otros—; cimentado todo por una fulgurante constelación metafórica. Este ejercicio será recurrente en sus obras posteriores Interferencias (2019), Incendio mineral (2021), y la que motiva esta reseña: Libro mediterráneo de los muertos (2023).

Los títulos citados podrían estar indicando un ciclo en la poética de la autora que va de 2019 a 2023, en el que profundiza esas marcas, tal como lo expresa Julieta Valero hablando de sus últimos libros: “De una u otra forma, el lenguaje nace y se organiza como materia viva”.1 Palimpsesto con capas narrativas —notas, comentarios, citas, desglose de etimologías, letras de canciones, referencias culturales, datos científicos y párrafos de silencio representados por una sucesión de puntos suspensivos— que articula fases de una línea en apariencia deductiva y que adquiere su verdadero realce a partir de un flujo de imágenes sugerentes.

En esta dirección resulta singular el caso del libro Interferencias, en el que la autora exacerba este montaje al sustraerse para dejar que hable el puro acoplamiento, pasando así a ser, por decirlo de alguna manera, la “armadora” de un collage entre los versos de otros escritores y textos que llegan del periodismo y la estadística. Esa urdimbre sometida a la colisión entre el lirismo y el dato duro de la información —acentuada con el uso de tipografías diferentes—, evidencia aún más el declive de la justicia social y de la salud ambiental, adelantando en varios de sus textos la situación urgente de desplazados y refugiados; justamente el eje de su último título publicado.

En el terreno de las vecindades habría que mencionar a Ernesto Cardenal (cuya obra ha analizado Pérez López en su faceta de crítica literaria), y el trasiego textual que en la obra del nicaragüense va del salmo al testimonio y de lo descriptivo al recorte epigramático, integrando consignas políticas, onomatopeyas, datos llegados de la botánica, la antropología, la astronomía, la física, la historia, la economía; además de términos indígenas, cifras, partes de guerra, marcas comerciales, siglas, telegramas y apuntes de viaje.   

Además, quizá compartan ambas voces, a grandes rasgos y dejando de lado el peso de la religión en el autor de Cántico Cósmico, un destino general de mutaciones desde el Big Bang sobre el que martilla Cardenal (“Volveremos a ser gas de estrellas otra vez./ Hidrógeno seré […] Los astros mueren/ para dar origen de otros astros”), al “estruendoso zumbido de lo real” que atraviesa la poesía última de Pérez López (“Brota luz de los huesos cuando desaparecen”) y los constantes cambios de estado de la “materia granulada”; fragmentaciones múltiples e indagaciones sobre el ser (“tú sobre un páramo vacío”), mientras que Cardenal arma y desarma cosmogonías allí donde la materia se desintegra en un universo sumido en esa oscuridad donde “ni existía la nada”.

Si en Interferencias la poeta de Valladolid ocupaba un segundo plano, en Incendio mineral (Premio Nacional de la Crítica, 2022), su voz regresa con vigor y se encumbra mediante un hablante a ratos coral que continúa el diálogo con otros creadores a través de supuestas coautorías que rematan en líneas como las que siguen: “con Aníbal Núñez”, “con Fernando Pessoa”, “con José Emilio Pacheco”, etc. Dicha obra, que anticipa el clima de Libro mediterráneo de los muertos —las mutilaciones, el lenguaje como parte de nuestra anatomía, los ojos rodando sobre pesadillas interminables—, da señales de lo seccionado; o mejor: una sombra huérfana que atraviesa la tierra del vacío escarbando en el sinsentido.

Vomitando la carnalidad de las palabras, el tacto repasa texturas viscosas como si todo estuviese recubierto de telas, membranas, vendajes, pieles, redes (en el mismo sentido caben, creo yo, estas líneas de Olga Orozco: “Soy una habitante de la momia del mundo. Han embalsamado el aire y el paisaje que no veo”).2 

Libro mediterráneo de los muertos se sitúa en el impulso comentado hasta aquí: lo real y su naturaleza insondable, lo intertextual, la escritura sobre el temblor de su propia deriva y un ejercicio de transfiguraciones que da paso a una especie de tratado de la materia. Habría que prestarle atención además a otros tópicos que se desprenden de estas páginas y que surgen de la simbología profusa ya advertida: desde ya la tensión entre Eros y Tánatos, la rugosidad del silencio (“El silencio nos ata con su alambre. Cose mi boca, el sexo, los oídos. Pero incluso en lo mudo podré decir que no”) y el lenguaje como una Babel que vuelca jergas incomprensibles (“Todo viene a decirse y no lo entiendes”), en consonancia con el clima de sofocación.

Precisamente lo opresivo atraviesa las páginas del Libro mediterráneo de los muertos; lo irrespirable en términos de un aire contaminado; vientos que huelen a desencuentro, confrontación, indiferencia social. Vale decir, aquel “miasma” pestífero que anunciaba Oliverio Girondo en Persuasión de los días, donde presagiaba la reciente pandemia (“Este clima de asfixia que impregna los pulmones/ de una anhelante angustia de pez recién pescado,/ este hedor adhesivo y errabundo,/ que intoxica la vida./ Y nos hunde en  viscosas pesadillas de lodo”), con analogías entre el ahogo existencial por  los “pudrideros” y esa “baba… que herrumbra las horas”.3

Las imágenes de Pérez López dan noticias de este descalabro en pasajes de emotiva expresividad: “brama el mar… Entra por el boscaje de tus bronquios, los bramaderos rotos del batiente”, “No alcanzaste a anotar en tu cuaderno las frases desarboladas por el naufragio: ‘No puedo respirar’”,  “Tal vez se pose al fondo de los bronquios la llave esquiva de los carceleros”.

Luego anota, con un guiño al César Vallejo de “quiero escribir pero me sale espuma”: “Quiero decir enigma y zigurat pero sólo tengo arena en la garganta”. El lenguaje vuelto materia, como apuntamos al principio de esta nota, atraviesa las páginas del libro en secuencias de un todo que se aglutina y se disgrega al mismo tiempo: “De cada astilla o hueso o quemadura brota también el lenguaje como pulpa consanguínea […] Un escalofrío recorre la afilada sintaxis de la degollación, sus palabras que arden salpicando tu cuello […] Tropezarás con trozos de lenguaje”.

Vuelvo a la palabra “amasijo” para acompañar lo que la poeta designa como “revoltijo” (hay que recordar el título de su primer libro: Tratado sobre la geografía del desastre), un oleaje feroz, violento, que se traga todo. Escribe: “el agua ha de romper cualquier sintaxis… ¿Encontrarás tu cuerpo entre tantos ahogados?” Aquí cada palabra pesa como un ahorcado en los brazos del aire, un organismo convertido en bolsa de guijarros, un depósito de metales herrumbrados.

(Una digresión: resulta interesante espejar el libro que venimos comentando con el ensayo del filósofo Franco Berardi, Respirare, respecto a una opresión que deviene hecatombe y que el italiano denomina colapso respiratorio y psíquico a causa del “automatismo tecnofinanciero”, la saturación informática y el “flujo de Caos; es decir, sostiene, que paraliza la mente social y rigidiza la respiración”. Lo interesante es el lugar de contradiscurso que Berardi le otorga a la metáfora como “punto de fuga del sofocamiento” y el ritmo que sintoniza con la respiración del Cosmos. Señala: “La poesía es la condición existencial que hace posible la desconexión del flujo caótico y la conjunción de un ritmo de respiración diferente”).4

Desde el título, Libro mediterráneo de los muertos remite a la peripecia fatal de los migrantes; las vidas al borde; una orilla que es límite, filo, encerrona, cornisa y paso en falso; desplazamientos por fronteras vigiladas; un asunto que ya había tratado en varios textos de Interferencias como “Altura por masa”, donde expresamente hace hincapié en la empalizada entre Melilla y Marruecos dispuesta para impedir la entrada de migrantes a España, que se ha cobrado numerosas víctimas. Aunque aquí lo despedazado podría asimilarse también a desastres del medio ambiente (tsunamis, huracanes, tifones, terremotos, incendios, inundaciones), la figura central es el cuerpo (la palabra), que a contracorriente no llega a hacer pie y es deglutido. En esa línea de la vida como secuencia de mutilaciones, escribe que el mar “rompe, imprudente, las costuras, el cuidado atado de los cuerpos”, mientras va palpando todo con el sentido de la vista: “¿Serán los ojos dos botones vivos?”

De otro lado, por medio de diversas figuras de pensamiento, indaga en los campamentos de la paradoja con premisas desertoras de cualquier lógica que no sea el escarceo zigzagueante de lo poético. En las encrucijadas signadas por lo irresoluble se deja apreciar la lucha de contrarios, el espacio y el tiempo trastocados; los puentes vaporosos entre un hoy que es devastación y un ayer representado por un templo sumerio que permanece de pie: “Enigma y zigurat en la tormenta. Parpadea el relámpago mientras caen los milenios”.

Practica además exploraciones de sesgo filosófico; como la paradoja de Zenón de Elea citada en una de las “Notas” ubicadas al final de cada uno de los ocho extensos poemas del libro, que más allá del dato bibliográfico, el comentario o la referencia puntual, funcionan como una continuación del poema: “Lo sabía Zenón: ‘Lo que se mueve no se mueve ni en el lugar en que está ni en el que no está’. Nos persigue la luz en tanta noche”. Y vuelven los diálogos, esta vez con Eunice Odio (Costa Rica), Anne Carson (Canadá), Charles Wright (Estados Unidos), Juan Calzadilla (Venezuela), Juan Luis Martínez (Chile); pintores como Goya y Leonora Carrington y otros personajes diversos como el maestro republicano Antonio Benaiges, asesinado por el franquismo cuando intentaba que sus alumnos, que no conocían el mar, por lo menos lo imaginaran.

El éxodo de la pobreza como fenómeno global que ha sufrido un crecimiento exponencial en las últimas décadas —migrantes que intentan cruzar el Mediterráneo, desplazados que atraviesan México o, entre cientos de miles, refugiados en albergues de contención en las islas del Egeo, en Grecia— pueblan esta última obra de Pérez López que logra dar testimonio sin sacrificar el lenguaje apuntalado por las imágenes visuales: “Aquí no puedo abrir paréntesis sin que salte la memoria sobre el látigo, la pequeña tilde roja en la espalda de África […] Cuando escribes te vuelves su carnaza, el cebo tembloroso, lo que grita y pulula en el lenguaje […] que todo lo borre esta luz animal”, entre muchas otras.

Los mejores textos de la poesía son aquellos que trasladan una inquietud y tienden una extensa alfombra de preguntas sobre las que el lector se abismará en sus cavilaciones. Señala Pérez López: “Se borrará ese mar enmudecido. El mar mediterráneo de los muertos. ¿Entonces emergerán todos los nombres?”, dejando una estela de interrogantes que calan en los jirones de la sobrevivencia. Y repite un verso que suena a epitafio: “La tumba no es el mar sino el lenguaje”, que, entre otras cosas podría aludir a las palabras borradas para siempre en las lenguas abotagadas de los ahogados.

Las últimas páginas muestran una disposición tipográfica con sesgo concretista, mientras la tinta se diluye dando el efecto de versos flotando en el océano de la página en blanco tras el hundimiento del poema. Las palabras sueltas y espaciadas, dicen: “la piedra en que dormita, viscoso, este pavor”, dicen: “la blanda decepción de las medusas”, dicen: “rostros tachados rotos escandidos”.

En Libro mediterráneo de los muertos, Pérez López transita un tema pesaroso con la rúbrica de quien maneja con destreza un lenguaje que es a la vez bifurcación y condensación de sentido, y constata el cohabitar de la conciencia crítica con la escena onírica para entregarnos una obra singular y conmovedora.

 
 
1 Julieta Valero, epílogo a Incendio mineral, Vaso Roto, Madrid, 2021.
2 Olga Orozco, “Y todavía la rueda”, de La oscuridad es otro sol, Losada, Buenos Aires, 2010.
3 Oliverio Girondo, Persuasión de los días, Losada, Buenos Aires, 1942.
4 Franco Berardi, Respirare. Caos y poesía, Prometeo, Buenos Aires, 2020. Ver también Jorge Boccanera, entrevista a Franco Berardi, La Tecla Ñ, 23/3/2022 (lateclaene.com).

 
Versiones y nota introductoria de Roger Santiváñez
 
 
Robert Frost nació en San Francisco, Estados Unidos, el 26 de marzo de 1874; pero a la edad de 11 años, y tras la muerte de su padre, regresó a Nueva Inglaterra, de donde era originaria su familia. Se estableció en Salem, Nueva Hampshire, y debutó con su poema “My Butterfly” [“Mi mariposa”] en una revista local en 1894. Luego de distintos trabajos y empleos en su lucha por la vida, decidió abandonar todo y viajar a Inglaterra en 1912 para dedicarse a escribir. Fue entonces que publicó A Boy’s Will [La voluntad de un muchacho] en 1913, libro que fue recibido entusiastamente por Ezra Pound. En 1915 lanzó North of Boston [Norte de Boston], que le dio fama y prestigio en todo el ámbito de la lengua anglosajona. Al poco tiempo, Frost regresó a Estados Unidos para dedicarse a la docencia académica. Además de ser profesor, fue poeta residente en diversas instituciones universitarias. Los últimos años de su vida los pasó en su pequeña granja denominada Franconia. Murió en Bennington, Vermont en 1963. Obtuvo cuatro veces el Premio Pulitzer de Poesía.

 

El tendido de seda

Ella está como en un campo un tendido de seda
al mediodía cuando una soleada brisa de verano
ha secado el rocío y todas sus cuerdas se suavizan.
Entonces para los chicos es un balanceo fácil
que sostiene el poste central de cedro.
Tal es su pináculo hacia el cielo
y significa la seguridad del alma;
parece no deberle nada a ni una sola cuerda
pero estrictamente retenido por nadie, está ligado
por incontables lazos de seda de amor y pensamiento
a todo sobre la tierra, alrededor de la brújula,
y sólo por uno que va ligeramente tenso
en el capricho del aire del verano
es de la más escasa sumisión hecha conciencia.

 

The Silken Tent

She is as in a field a silken tent
At midday when a sunny summer breeze
Has dried the dew and all its ropes relent.
So that in guys it gently sways at ease,
And its supporting central cedar pole.
That is its pinnacle to heavenward
And signifies the sureness of the soul,
Seems to owe naught to any single cord,
But striclty held by none, is loosely bound
By countless silken ties of love and thought
To everything on earth the compass round,
And only by one’s going slightly taut
In the capriciousness of summer air
Is of the slightest bondage made aware.

 

 

Yo diría todo al mismo tiempo

El tiempo nunca parece ser bravo
para ponerse a sí mismo contra las puntas de la nieve,
para ponerlas al nivel de la ola corriendo.
No está él superalegre cuando ellos se echan
sino sólo grave, contemplativo y grave.

Lo que ahora está en tierra será una isla en el mar;
entonces los remolinos juegan entre el arrecife hundido
como la curva en la comisura de los labios una sonrisa,
y yo compartiría la ausencia de alegría o dolor del tiempo
como un cambio planetario de estilo.

Daría todo al tiempo excepto —excepto
lo que yo mismo he sostenido. Pero ¿por qué declarar
las cosas prohibidas que, mientras dormía la Aduana,
yo he cruzado a la Seguridad con ellas? Porque estoy allí
y lo que no me quitarían lo mantengo.

 

I Could Give All To Time

To time it never seems that he is brave
To set himself against the peaks of snow
To lay them level with the running wave,
Nor is he overjoyed when they lie low,
But only grave, contemplative and grave.

What now is inland shall be ocean isle
Then eddies playing round a sunken reef
Like the curl at the corner of a smile;
And I could share Time’s lack of joy or grief
At such a planetary change of style.

I could give all to Time except—except
What I myself have held.  But why declare
The things forbidden that while the Customs slept
I have crossed to Safety with?  For I am There,
And what I would not part with I have kept.

 

 

Una sombra de nube

Una brisa descubrió mi libro abierto
y comenzó a entreverar las hojas al mirar
por un poema que había en la primavera.
Intenté decirle “¡No hay tal cosa!”

¿Para quién podría ser un poema a la primavera?
La brisa desdeñó dar una respuesta;
y la sombra de una nube cruzó su rostro
por miedo a que yo le hiciera perder su sitio.

 

A Cloud Shadow

A breeze discovered my open book
And began to flutter the leaves to look
For a poem there used to be on Spring.
I tried to tell her “There’s no such Thing!”

For whom would a poem on Spring be by?
The breeze disdained to make reply;
And a cloud-shadow crossed her face
For fear I would make her miss the place.

 

 

Nunca otra vez la canción de los pájaros sería la misma

Él declararía y también podría creer
que los pájaros alrededor de todo el Edén,
habiendo escuchado la voz de Eva a lo largo del día,
habían agregado a los suyos un sobresonido,
su música de significados pero sin las palabras.
Admitiendo que una elocuencia tan suave
sólo podría haber tenido una influencia en los pájaros
cuando la atención o la risa lo llevaron hacia arriba.
Sea como pueda ser, ella estaba en sus canciones.
Además su voz sobre las voces se cruzó
y ahora persistía en el bosque tanto tiempo
que probablemente jamás se perdería.
Nunca otra vez la canción de los pájaros sería la misma.
Y para hacer esto con los pájaros fue que ella vino.

 

Never Again Would Birds’ Song Be The Same

He would declare and could himself believe
That the birds there in all the garden round
From having heard the daylong voice of Eve
Had added to their own an oversound,
Her tone of meaning but without the words.
Admittedly an eloquence so soft
Could only have had an influence on birds
When call or laughter carried it aloft.
Be that as may be, she was in their song.
Moreover her voice upon their voices crossed
Had now persisted in the woods so long
That probably it never would be lost.
Never again would birds’ song be the same.
And to do that to birds was why she came.

 

* Los poemas originales pertenecen al libro A Witness Tree (Henry Holt and Company, New York, 1942).

 

 
Versiones del inglés de Alfredo Núñez Lanz

Hilda Doolittle (Estados Unidos, 1886- Suiza, 1961) sentía una profunda fascinación por el mundo clásico, sus mitos y sus personajes. En 1905 se matriculó en la prestigiosa Bryn Mawr College, muy conocida entre las universidades femeninas por su difícil “plan de estudios para hombres”. Quería estudiar literatura griega clásica, pero la universidad no le proporcionó el ambiente de rebelión y crecimiento que ella esperaba. Al año siguiente abandonó los estudios por sus bajas calificaciones en matemáticas e inglés. A la edad de quince años había conocido a Ezra Pound, su primer amor, quien tendría un papel muy importante tanto en su vida privada como en la evolución de sus ideas literarias. Durante su estancia universitaria conoció a Marianne Moore y William Carlos Williams; junto a ella formaron parte del movimiento imaginista que favorecía la precisión de la imagen, la economía de lenguaje y la experimentación con las formas. A pesar de que el imaginismo tomó el estudio del tanka y el haikú japoneses como base para la renovación de la poesía en habla inglesa, el mundo grecolatino fue tema de muchos de sus poemas. Al incorporar elementos autobiográficos en clave griega, H. D. –pseudónimo con el que publicó toda su obra– logró dar un nuevo giro a los mitos tradicionales.

El poema “Eurídice” fue publicado por primera vez en 1917 como parte de la antología Some Imagist Poets. La antología se desarrolló entre 1914 y 1917, durante la Primera Guerra Mundial, acontecimiento que cambió profundamente la vida de Doolittle y, sobre todo, destruyó la relación con su esposo, el también poeta y editor Richard Aldington. Un año antes de la publicación del poema, Aldington se enlistó en el ejército para combatir en el frente occidental; no volvería sino hasta 1918 y jamás pudo recuperarse de aquella devastadora experiencia. En 1915, la única hija de la pareja había muerto durante el parto, hecho que provocó un enorme distanciamiento entre ambos. Ella creyó que la muerte de su hija había sido provocada por el shock de la noticia del hundimiento del RMS Lusitania, atacado por un submarino alemán: de los mil 959 pasajeros, mil 198 se ahogaron.

Durante ese periodo inestable, de gran violencia y confusión, H. D. escribe este poema donde le presta voz a Eurídice. A diferencia de la heroína pasiva y perpleja del mito griego, la Eurídice de H. D. tiene una voz rotunda, expresa su rabia y rencor en este monólogo dramático donde ejemplifica la agonía que sufren las mujeres a manos de los hombres y sus decisiones. Eurídice nunca culpa a los dioses por su muerte; parece aceptar el destino como parte del ciclo de vida. Orfeo, sin embargo, alteró el orden natural, casi logró devolverla a la vida, pero tuvo un momento de debilidad y Eurídice lo culpa. Comienza expresando impotencia, confusión e ira; después afirma su independencia internalizando su dolor y fortaleciéndose.

Inmersa durante décadas en las contracorrientes intelectuales del psicoanálisis, el modernismo, las mitologías sincretistas y el feminismo, H. D. creó una voz y una visión personalísima que buscaban dar significado a los fragmentos de una cultura devastada por la guerra. Las intersecciones entre lo público y lo privado, el amor, la guerra, el nacimiento y la muerte son constantes ejes de sus poemas que van más allá de la tradición modernista y conforman un corpus que investiga en la identidad, el género y el lenguaje como modelos de la cultura que surgió durante la Primera Guerra Mundial y en el periodo cada vez más ominoso que culminó en la Era Atómica.

Agradezco a los poetas Alicia García Bergua y Fabio Morábito sus amables comentarios y sugerencias para la traducción de este poema.

—El traductor

 
 
Eurídice
 
I

Me has arrastrado de vuelta,
A mí que podría haber caminado con las almas vivas
sobre la tierra,
que podría haber dormido entre flores vivas
finalmente;

por tu arrogancia
y tu impiedad
me has arrastrado de vuelta
donde líquenes muertos gotean
brasas muertas sobre musgo en cenizas;

por tu arrogancia
al fin estoy rota,
yo que vivía inconsciente,
casi olvidada;

si me hubieras dejado esperar
habría ido del hastío
a la paz,
si me hubieras dejado descansar entre los muertos,
te habría olvidado
a ti y al pasado.
 
 
Eurydice
 

So you have swept me back, 
I who could have walked with the live souls 
above the earth, 
I who could have slept among the live flowers 
at last; 

so for your arrogance 
and your ruthlessness 
I am swept back 
where dead lichens drip 
dead cinders upon moss of ash; 

so for your arrogance 
I am broken at last, 
I who had lived unconscious, 
who was almost forgot; 

if you had let me wait 
I had grown from listlessness 
into peace, 
if you had let me rest with the dead, 
I had forgot you 
and the past. 
 
 
 
 
II

Aquí sólo hay llama sobre llama
y negrura entre chispas rojas,
manchas negras y luminosas
creciendo sin color;

¿por qué volteaste,
para que el infierno fuera repoblado
conmigo
arrastrada a la nada?

¿por qué miraste atrás?
¿por qué vacilaste en ese momento?
¿por qué inclinaste tu rostro
iluminado por la llama de la tierra,
sobre mi rostro?

¿Qué fue lo que cruzó mi rostro
con la luz del tuyo
y tu mirada?
¿Qué fue eso que viste en mi rostro?
¿La luz de tu propia cara,
el fuego de tu propia presencia?

¿Qué tenía mi rostro para ofrecerte
sino el reflejo de la tierra,
color jacinto
capturado en la áspera fisura de la roca
donde la luz golpeaba,
y el color azul de los azafranes
y la brillante superficie de los azafranes dorados
y de la anémona,
rápida en sus venas como un relámpago
y tan blanca?
 
 
II 

Here only flame upon flame 
and black among the red sparks, 
streaks of black and light 
grown colourless; 

why did you turn back, 
that hell should be reinhabited 
of myself thus 
swept into nothingness? 

why did you glance back? 
why did you hesitate for that moment? 
why did you bend your face 
caught with the flame of the upper earth, 
above my face? 

what was it that crossed my face 
with the light from yours 
and your glance? 
what was it you saw in my face? 
the light of your own face, 
the fire of your own presence? 

What had my face to offer 
but reflex of the earth, 
hyacinth colour 
caught from the raw fissure in the rock 
where the light struck, 
and the colour of azure crocuses 
and the bright surface of gold crocuses 
and of the wind-flower, 
swift in its veins as lightning 
and as white. 
 
 
 
 
III

Azafrán al margen de la tierra,
salvaje azafrán doblado
sobre el canto afilado de la tierra,
todas las flores que atraviesan la tierra,
todas, todas ellas se han perdido;

todo está perdido,
todo está cubierto de negro,
negro sobre negro
y peor que el negro,
esta luz incolora.
 
 
III 

Saffron from the fringe of the earth, 
wild saffron that has bent 
over the sharp edge of earth, 
all the flowers that cut through the earth, 
all, all the flowers are lost; 

everything is lost, 
everything is crossed with black, 
black upon black 
and worse than black, 
this colourless light. 
 
 
 
 
IV

Margen sobre margen
de azafranes azules,
azafranes, emparedados por su propio azul,
azul de esa tierra superior,
azul de abismo sobre un abismo de flores,
perdidas;

flores,
si hubiera tomado aliento de ellas,
de bastantes de ellas,
más que de la tierra,
incluso más que de la tierra superior,
lo tendría conmigo
debajo de la tierra;

si lo hubiera atrapado de la tierra,
de todas las flores de la tierra,
si alguna vez pudiera haber inhalado
los azafranes dorados más hermosos
y los rojos,
y los mismos corazones dorados del primer azafrán,
a toda la masa dorada,
a toda su gran fragancia,
habría apostado a perder.
 
 
IV 

Fringe upon fringe 
of blue crocuses, 
crocuses, walled against blue of themselves, 
blue of that upper earth, 
blue of the depth upon depth of flowers, 
lost; 

flowers, 
if I could have taken once my breath of them, 
enough of them, 
more than earth, 
even than of the upper earth, 
had passed with me 
beneath the earth; 

if I could have caught up from the earth, 
the whole of the flowers of the earth, 
if once I could have breathed into myself 
the very golden crocuses 
and the red, 
and the very golden hearts of the first saffron, 
the whole of the golden mass, 
the whole of the great fragrance, 
I could have dared the loss. 
 
 
 
 
V

Así que por tu arrogancia
y tu impiedad
he perdido la tierra
y las flores de la tierra,
y las almas vivas sobre la tierra,
y a ti, que pasaste a través de la luz
y bajaste,
despiadado;

tú, que tienes tu propia luz,
que eres para ti mismo una presencia,
que no necesita presencia;

pese a toda tu arrogancia
y tu mirada,
te digo esto:

esa pérdida no es una pérdida,
ese terror, esos enredos y trampas
de oscuridad,
ese terror
no es una pérdida;

el infierno no es peor que tu tierra
sobre la tierra,
el infierno no es peor,
no, ni tus flores
ni tus venas de luz
ni tu presencia,
una pérdida;

mi infierno no es peor que el tuyo
aunque te la pases entre las flores y hables
con los espíritus sobre la tierra.
 
 

So for your arrogance 
and your ruthlessness 
I have lost the earth   
and the flowers of the earth, 
and the live souls above the earth, 
and you who passed across the light 
and reached 
ruthless; 

you who have your own light, 
who are to yourself a presence, 
who need no presence; 

yet for all your arrogance 
and your glance, 
I tell you this: 

such loss is no loss, 
such terror, such coils and strands and pitfalls 
of blackness, 
such terror 
is no loss; 

hell is no worse than your earth 
above the earth, 
hell is no worse, 
no, nor your flowers 
nor your veins of light 
nor your presence, 
a loss; 

my hell is no worse than yours 
though you pass among the flowers and speak 
with the spirits above earth. 
 
 
 
 
VI

Contra lo oscuro
tengo más fervor
que tú en todo el esplendor de ese lugar,
contra la negrura
y el gris desolado
tengo más luz;

y las flores,
si te contara,
te apartarías de tus propios caminos
al infierno,
volverías a mirar hacia atrás
y yo me hundiría en un lugar
aún más terrible que este.
 
 
VI 

Against the black 
I have more fervour 
than you in all the splendour of that place, 
against the blackness 
and the stark grey 
I have more light; 

and the flowers, 
if I should tell you, 
you would turn from your own fit paths 
toward hell, 
turn again and glance back 
and I would sink into a place 
even more terrible than this. 
 
 
 
 
VII

Al menos tengo las flores de mí misma,
y mis pensamientos, no puede arrebatármelos
ningún dios;
tengo el fervor de mí misma como presencia
y mi propio espíritu como luz;

y mi espíritu, con su pérdida,
sabe esto;
aunque pequeño frente a lo oscuro,
pequeño frente a las rocas informes,
el infierno se quebrará antes de que me pierda;

antes de que me pierda,
el infierno se abrirá como una rosa roja
para que pasen los muertos.
 
 
VII 

At least I have the flowers of myself, 
and my thoughts, no god 
can take that; 
I have the fervour of myself for a presence 
and my own spirit for light; 

and my spirit with its loss 
knows this; 
though small against the black, 
small against the formless rocks, 
hell must break before I am lost; 

before I am lost, 
hell must open like a red rose 
for the dead to pass.
 
 

Este ensayo debería titularse de la siguiente manera: “Rodolfo Hinostroza escribe un poema contra el Poder”, pero podría ser que su poema intente obrar encima de la cosa. Advertencia: aquí el poder no es un flujo, microfísica o potestad; es un personaje. En su premiado Contra natura (1971) brilla una composición larga, dividida en once partes, titulada “Imitación de Propercio” es decir, del poeta latino que gozó de fama por sus versos líricos. Éste, al ser reclutado por Mecenas para poner su arte al servicio del emperador, escribió varias cartas poéticas en las que se excusó arguyendo que era incapaz de escribir poemas que no fuesen amorosos o eróticos. Hinostroza sigue la pista disidente del maestro de Umbría.

Un posible antecedente de lectura

En la historia de la poesía contemporánea, ya Ezra Pound había escrito “Homenaje a Sexto Propercio” en la segunda década del siglo XX, traducido por Ricardo Silva-Santisteban. En América Latina, Ernesto Cardenal publicó Epigramas en 1961, donde el poeta nicaragüense –en acenso para convertirse en figura de la poesía política latinoamericana− imita a Catulo y a Marcial, incorporando intertextos y, hasta cierto punto, actualizando la tradición clásica. Entre estos epigramas, hay uno que lleva el mismo título que el poema de Hinostroza: “Imitación de Propercio”. Hay una alta probabilidad de que nuestro poeta haya leído esta reescritura. Sin embargo, la relación intertextual aquí se da con el libro segundo de las Elegías, donde el poeta latino elabora una recusatio por carecer de la musa propia de la poesía épica y apenas cantar algunos combates menores e íntimos. El ajuste de Cardenal dice así:

Yo no canto la defensa de Stalingrado
ni la campaña de Egipto
ni el desembarco de Sicilia
ni la cruzada del Rhin del general Eisenhower:

Yo sólo canto la conquista de una muchacha.

Al final, la voz de Cardenal asume que no fue con obsequios costosos su triunfo sentimental. Declara que “solamente con mis poemas la conquisté./ Y ella me prefiere, aunque soy pobre, a todos los millones de Somoza”.

El poema de Cardenal mantiene un aura de combate y, en su remate, denuncia al dictador. En el poema de Hinostroza, el “Poder” —es decir, “César”— es un sujeto indeterminado, aunque el profesor James Higgins lo identifica con Augusto por la época de Propercio. El poema de Cardenal se entiende bajo el universo de la poesía política; el de Hinostroza cuestiona a los hacedores de esta clase de poesía. No obstante, ambos comparten la visión de plenitud y unión con la amante —a saber, la “muchacha” y “Azucena”, respectivamente.

En el documental Consejero del lobo, de Franz Harvis, el peruano comenta algunas cuestiones del poema en una entrevista. Resulta que los versos acudieron a él en una especie de dictado en un momento de creatividad sorprendente. Únicamente cambió unas cuantas palabras al momento de su revisión. “Imitación de Propercio” fue un poema inusual desde su escritura y representó una cumbre poética.
Dos críticos

En México, la poesía de Hinostroza no ha sido aquilatada adecuadamente por lectores y críticos. Esto no significa que pase inadvertida. Rafael Vargas escribió una nota introductoria a su Material de lectura de la UNAM. A partir de la opinión que Paz emitió sobre el trabajo de Saint-John Perse, Vargas reconoce que el efecto que producen los poemas del limeño ocasiona que “los límites entre vida privada y acontecimiento público se disuelv[a]n”. Para él, el canto hace perdurable el texto,

incluso cuando, puesto a reflexionar sobre los años sesenta (de los cuales los setenta son una suerte de coda, sobre todo en América Latina), Hinostroza afirme que “nos faltó decisión para luchar por el Poder, porque por entonces pensábamos que éste era intrínsecamente malvado”. Digamos que ésta es una caída del poeta, pero el poema no se ve afectado en lo más mínimo a causa de ella. Por mi parte, creo que no se puede hablar del Poder en términos de bondad o maldad, pero que debemos recordar que no existe Poder sin sometimiento (Huxley dixit: el privilegio de los cuantos se da sobre la carencia de los muchos).

El crítico mexicano adopta una postura que apuntala la idea de poder como “sometimiento” y una perspectiva que a priori asume su amoralidad. Hay escuelas en la filosofía política que puntualizan en este sentido conceptual. Lo que se queda guardado en el comentario es la pregunta sobre la “caída del poeta”. ¿Por qué cae? Acaso por la idea, la expresión o ambas.

Desde los horizontes de la potente tradición poética peruana, quien hace un análisis concreto del poema es el profesor James Higgins en su conocido libro Hitos de la poesía peruana. Desgrana el sentido total del texto y comenta puntalmente algunas de sus divisiones, particularmente aquellas que se conectan con otros saberes. La interpretación es lúcida e indica la destreza idiomática del poeta. Afirma, con evidente sentido pragmático, que “Hinostroza no sólo se niega a poner su arte al servicio de causas políticas, sino que repudia los supuestos de la política”.

Queda claro, cuando el lector inicia la lectura del poema, que abre con una proposición anti-poder: “Oh César, oh demiurgo,/ tú que vives inmerso en el Poder, deja/ que yo viva inmerso en la palabra”. El problema es si esto puede significar la renuncia y el desprecio del arte de la palabra de la polis. Me parece que no, pues, aunque cuarenta años después de la publicación de Contra natura, el poeta continuó desconfiando del poder y dijo que “la gente tiene aún la idea primitiva de que si tiene mucho poder no morirá. La vida con poder entonces se convierte en una aberración”, la lectura de Higgins rescata la voz generacional que el poema representa como un testimonio político en un devenir que podríamos describir transhistórico:

En este texto Hinostroza habla como portavoz (…) de una generación que opta por marginarse para entregarse a la resistencia pasiva al orden imperante, adoptando un anárquico estilo de vida dedicado a la persecución de la belleza, el amor, la armonía y la realización del ser. Esta marginación voluntaria está equiparada con la diáspora de los judíos, y el ejército de hippies venidos de todos los países está representado como un pueblo errante que atraviesa el mundo en busca de la Tierra Prometida (…) el poema evoca la historia bíblica en la que las aguas del Mar Rojo se separaron para permitir el paso de los israelitas.

El Poder en el poema

A estas alturas podemos advertir que el poema participa de la tradición de la recusatio de Propercio y de Cardenal. A diferencia de este último, la declinación o el deslinde se da en torno a la poesía política, que se mantenía viva a finales de los sesenta y principios de los setenta. De hecho, se podría leer como una nueva recusatio, pero esta vez contra el modo poético de Cardenal y sus seguidores. Califica a los seguidores del poder –quizás también a los poetas comprometidos− de “imbéciles”, aunque él mismo se asume como tal, no sin antes hacer un marcaje semántico. Sabe que el poder no es perenne: “Cantaré a la risa/ y al ridículo: ésas son cosas ciertamente inmortales,/ no tu poder, no tu barbarie, oh César./ Yo huyo, según tu entendimiento/ arrojando latas de cerveza a América”.

Son las anécdotas, las historias y las vidas, lo que va quedando en los registros, no las órdenes o los mandatos. Después César reproduce los panfletos: “Si no te ocupas de política/ la política se ocupará de ti”. Estas frasecitas, volantes que se reparten por doquier, son vil chantaje. Para defenderse, lanza las preguntas retóricas: “Qué puede un centurión contra mis sonrisa?/ Amenazado de muerte?/ Y morirán mis reinos interiores, mis poemas, mi nombre/ será excluido de las conversaciones?”. Sin abandonar la interjección, y a través de una cruda ironía, se explica una peculiar objeción de conciencia ante la violencia imperial:

                el poder corrompió a la Idea
pero la Idea queda
arbotante y tensión sobre un espacio de aire.
Tienes quien te haga las canciones heroicas
un puñado de máximas para defenderte de la muerte
y puedes arrasarlo todo
hombre que duerme.
/No mandes
a tus terroristas a convencerme que cante tu célebre continuum represivo
yo reposaré esta noche entre los muslos de Azucena

El César no se queda con los brazos cruzados e intenta seducir a las subjetividades juveniles, los compañeros del poeta, quienes irán a acampar bajo un cielo estrellado, entre sueños y espumas. Entonces, en claro ejemplo de cetrería, el poderoso mandará a sus “gerifaltes” para que aquellos canten loas al régimen. Pero quizás los halcones no alcancen a los verdaderos artistas. Porque, así como lo advirtieron en su momento Weber, Dawkins y otros, el ejercicio de la autoridad corrompe en “un mundo que entrevemos/ trizado por el Poder/ que avanza sobre sí mismo y crece sobre sí mismo/ ayer y hoy/ en su naturaleza hay algo de maligno/ ahora y siempre”.

El poeta sabe de la fuerza del destino y las estrellas sobre las personas; por eso se niega a ser el predestinado. No quiere formar parte de la “empresa” del lujo coercitivo y la sumisión de los otros. Reconoce los tiempos de la anaciclosis de Polibio y los gestos gloriosos: “No cantaré tu empresa, César:/ hay un solo cantor para el ascenso/ y hay mil para el descenso/ descubre entre tu gente al elegido y/ que no sea tarde”. No quiere ser el poeta oficialista, el poeta patrio o el de la épica, pero tampoco desea formar parte del coro de la tragedia bélica y las voces de la revolución martirizada.

Al final, el poeta busca la armonía a través de la fuerza del ser amado, donde marchen millones de utopistas, porque, aunque “Para arrasar el Poder/ se precisa el Poder: yo buscaré el Tao & Utopía”. El último apartado alude a la fuerza cíclica del signo de Escorpio –propio por su fecha de nacimiento−, pues en realidad las divisiones eran estancias o, más propiamente, casas. En esta dimensión zodiacal, no es casual que la casa del escorpión sea la octava y que el apartado VIII del poema deposite toda la fe en el amor de los jóvenes, que será engendrador de una nueva estética e ignorante de la violencia institucionalizada.

 

 
Siempre he sentido atracción por lo extremo, por la capacidad que tienen las personas y las cosas de vivir en el límite el día a día. Me seduce el vértigo que lo mismo incita a un piloto de carreras a hundir el pie hasta el fondo, que al monje a permanecer días enteros meditando bajo un árbol. Hay en las cosas extremas un misterio que me las ofrece increíbles: su manera de vivir en los polos, de ser una u otra carga de la batería, de potenciar la velocidad a la que se mueven. Porque la velocidad también tiene sus extremos: si es rápida, busca el sonido o convertir a éste en una barrera que puede rebasarse; si es lenta, también avanza, pero con una aceleración cuyo objetivo es ir despacio hasta llegar a la quietud, el lugar donde habita el silencio.

La poesía de Antonio Deltoro (Ciudad de México, 1947-2023) es extrema y posee el aura de la cual hablo. Justo ahora que los días son cada vez más veloces, que vivimos 24/7, que el tiempo es lo más preciado y que se considera al tiempo muerto como una verdadera pérdida, la poesía de Deltoro nos muestra el valor de permanecer quietos, de ser testigos y cómplices de la esencia de las cosas. Su obra se mueve por un tiempo distinto al de nosotros; su anacronismo es del siglo XX, como él mismo lo ha dicho. La quietud es el extremo desde el que habla Deltoro, una voz de alto voltaje dentro de la poesía escrita en español, una de las obras más importantes de la literatura mexicana contemporánea. Puedo leer un poema y saber que es suyo de inmediato porque me desconcierta, me arranca de este tiempo para situarme en otro, aparentemente más amable, pero estremecedor por estático.

Para llegar a la quietud, Deltoro emprendió un viaje a baja velocidad desde su primer libro, Algarabía inorgánica (1979), pasando por ¿Hacia dónde es aquí? (1984), Los días descalzos (1992) y Balanza de sombras (1997). Digo que el viaje fue a baja velocidad, recordando un estudio de Gaston Bachelard sobre la obra de Lautréamont, donde se hace especial énfasis en la rapidez de la escritura del poeta francés, ligada a la recurrente aparición de bestias en Los cantos de Maldoror. Bachelard suscribe que la alta velocidad a la que avanza la escritura lautreamontiana es proporcional al número de animales (185, según el filósofo) que aparecen en sus Cantos. Luego afirma: “En comparación con los animales, los vegetales no aparecen casi más que en una décima parte”. En el caso de la poesía de Deltoro, sucede lo contrario: en sus poemas abundan plantas y árboles, es un mundo vegetal que permite al hombre y a los animales maravillarse frente a la simplicidad de las plantas. Deltoro, en uno de los textos que conforma su libro de ensayos titulado Favores recibidos (2012), nos dice: “Al detenernos, al frenar, descubrimos nuevos territorios, sólo colonizados o atravesados por la sombra de nuestro correr o de nuestro saltar desbocado: entre un pie y el otro, al caminar, hay un espacio interior, no pisado, pequeño, virgen e ignorado; un territorio que no tenemos frente a nuestras narices, sino entre los dos pies y que es tan esencial para la marcha como para la flecha la tensión entre la cuerda y el arco […] Reivindicar la lentitud hoy en día es ir a contracorriente, tomar distancia frente al ritmo dominante de la época”.

Deltoro toma distancia al observar con detenimiento. Su poesía avanza hacia atrás, que no es lo mismo que retroceder. El que avanza hacia atrás, como un cangrejo, adquiere una visión distinta del paisaje, está siempre añorando. La resistencia es la médula ósea de los poemas de Deltoro; siempre a contracorriente, como el pez que sube al río. Si el tiempo en el que ahora vivimos fuera lento, la poesía de Deltoro sería velocísima. Su voz aguarda –pues el que sabe esperar, gana– y, en la carrera, advierte cada detalle de la ruta; en ocasiones, casi como en un acto de magia, se amarra en el camino y hacer chillar la rueda. Su ira es contenida, lejos de la del colérico o el mercenario; cercana a la del cajero del supermercado que soporta la indiferencia del mundo hasta que un día coloca una bomba, justo entre las latas de conserva, capaz de derribar todo el establecimiento. Algunos de sus poemas tienden al aforismo pues su poesía posee trazos de sabiduría, entendiéndose al sabio como un extremo –su polo opuesto sería el genio–, como el punto más álgido de la revelación y la contemplación. Deltoro es un sabio occidental, un contemplativo que vino del ruido y que aprendió a tomar distancia a partir de vivir entre el tumulto. El conjunto de libros que conforman su obra está escrito a partir de esta distancia; hecho desde el aparente no hacer, desde lo que solemos llamar ocio. ¿Hacia dónde es aquí? y Los días descalzos son una respuesta y una pregunta: el aquí es un lugar estático; la interrogación es planteada por el poeta desde un centro al que invita a entrar al lector; vivir los días con el pie desnudo es quedarse en cada minuto, fascinarse lo mismo ante los jueves que los domingos, con efusión y hartazgo. Varios de sus poemas son la búsqueda y el regocijo de momentos ociosos. En un poema de Balanza de sombras, por ejemplo, Deltoro describe la soledad como el resultado de aquello que ignoramos del mundo de nuestros semejantes; el ocio lo lleva a escuchar a Mozart, o no escucharlo, mientras pone mayor atención a los sonidos que se desarrollan en el departamento de abajo:

mientras yo escucho a Mozart los vecinos pelean:
imagino a Mozart y a su vecino; mientras uno compone
el otro se desgarra o vegeta ignorando
que a sus pies nace un manantial de vigilia:
¿Es el pesado sillón que desconoce la agilidad de la lámpara?
¿Quién sabe del vecino de Mozart?
¿Qué sabe el vecino de Mozart?
¿Qué sabe Mozart de su vecino?
[…]
Una noche sufrí interminablemente
mientras en el piso de abajo todo dormía.

“Vegetar”, tal y como lo enuncia Bachelard con respecto a la velocidad lenta con la que se mueven los textos donde abundan plantas y vegetales, es algo que Deltoro sabe hacer mejor que nadie.

Octavio Paz afirma que “Los poetas no tienen biografía. Su obra es su biografía”. En el caso de Deltoro, ¿su biografía es relevante? Sí lo es, por lo que tiene de oculta en sus páginas: porque no es un poeta confesional, sino contenido; porque cuando escribe sobre la madre o el padre, sobre la guerra civil o el exilio, lo hace de una manera sutil pero perturbadora; porque repara sólo en detalles –las flores favoritas de la madre, la caligrafía del padre– que develan su historia. Si la obra de un poeta es su biografía, la biografía de Deltoro es un suspenso. A él, más que a nadie, le interesa que lo conozcan por lo que dice y calla, porque el que calla, otorga, y sus heridas están expuestas en la página, sólo hay que saber desprender un poco la costra para encontrar la llaga. Sus poemas aguardan años para cobrar vida, son “inmortales y pobres”, parafraseando a Borges; pareciera, por la luz que está presente en cada uno de ellos, que son escritos durante solsticios, los momentos en que el Sol alcanza su posición más extrema; el solsticio que –es una maravilla descubrirlo– proviene del latín solstitium, que significa “sol quieto”.

Y bien, ¿qué es la quietud?, ¿permanecer estático, contener la respiración y el pensamiento?, ¿hundirse en el silencio, en una tranquilidad aparente al exterior, mientras que por dentro se desata una tormenta que remueve nervios y sangre? ¿Es la quietud el Buda aguardando a que los lotos abran?, ¿el científico que aguarda a que sus bacterias crezcan o le revelen el código de una enfermedad o un nuevo malestar desconocido? Hay unos versos en Balanza de sombras que dicen:

estos versos se ensanchan, me ensanchan,
me llevan a una inmovilidad muy alta.

Libros como El quieto y Los árboles que poblarán el ártico dan fe de esta inmovilidad, de esta “quietud” que en la poesía de Deltoro es, sin temor a utilizar la palabra, un estado del alma. El alma de Deltoro es estática, pues transita por “una inmovilidad muy alta”. En El quieto, el título no deja dudas al lector; es una obra escrita por un viajero que se ha detenido para contemplar no sólo la trayectoria que ha recorrido, sino el lugar donde se ha estacionado y el tramo de aventura que aún le aguarda. En su ensayo “Poesía de baja velocidad”, Deltoro señala: “He viajado cientos de kilómetros en avión, he volado sobre el mar para venirles a hablar de las virtudes de los pies, de lo cercano del suelo, de las «actividades quietistas».” ¿Actividades quietistas? Sospecho que Deltoro podría estar hablando sobre el quietismo, el movimiento místico creado en la España del siglo XVI por Miguel de Molinos. En su Guía espiritual que desembaraza el alma y la conduce por el interior camino para alcanzar la perfecta contemplación y el rico tesoro de la paz interior, de Molinos enuncia:

Ni se ha de decir que está ociosa el alma porque, aunque no obra activa, obra en ella el Espíritu Santo. A más, que no está sin ninguna actividad, porque obra, aunque espiritual, sencilla e íntimamente. Porque estar atenta a Dios, llegarse a él, seguir sus internas inspiraciones, recibir sus divinas influencias, adorarle en su íntimo centro, venerarle con un pío afecto de la voluntad… todos son verdaderos actos, aunque sencillos y totalmente espirituales y casi imperceptibles, por la tranquilidad grande con que el alma los produce. Muchos dejan las cosas temporales; pero no dejan su gusto, su voluntad, y a sí mismos, y por eso son tan pocos los verdaderos solitarios.

Pascal enunció que la desgracia del género humano consiste en que el hombre es incapaz de permanecer quieto en una habitación. Una famosa línea de Kafka dice: “No es necesario que salgas de casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate completamente solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar, no puede dejar de hacerlo, se prosternará estático a tus pies.” Deltoro permanece quieto en cualquier parte: el mundo es su habitación. La niebla lo seduce y perturba lo mismo en Totoltepec que en Civitella. ¿Cómo es el quieto? ¿Qué hace que alguien sea un quieto? He encontrado una respuesta a esta pregunta en el poema que da título a El quieto. Deltoro dice que el quieto “Se despierta en la ausencia de los nombres con la lengua dormida”. Al igual que cuando se nos duerme una pierna si nos sentamos en determinada posición, el poeta tiende su lengua en una postura incómoda a la vista, pero que le permite decir las cosas con otra voz, una recorrida por un hormigueo que vuelve las sensaciones no más exaltadas, sino como si se vivieran por primera vez. El quieto va del dolor al éxtasis sin dar un paso, es un escrutador, no precisa de grandes dimensiones para crear universos. Deltoro paraliza al lector con cada uno de sus poemas. No es un perezoso ni un koala —los animales que más duermen en la Tierra, según un programa de National Geographic, canal del que Deltoro se declara aficionado—, es, simplemente, alguien que ha decidido encontrar la maravilla a partir de permanecer estático. En el caso de Los árboles que poblarán el Ártico, esa maravilla es el suspenso con que inicia el libro, con una voz que supone el final de la voz propia, y sigue con versos delgados, musicales, incluso juguetones, ¿quién puede impedir que se fabriquen muñecos de guerra para jugar a la guerra, sílabas y acentos para hacer poemas o que la lagartija, ya sea lagartija o cuija, tenga el verde necesario para arrancarnos una sonrisa? ¿Quién no querría jugar, de ganas o de nervios, cuándo el fin se acerca? En este libro, los pájaros migran hacia latitudes más radicales, pero quizás allí encuentren el ambiente propicio para sobrevivir. El árbol, tema frecuente en la poesía de Deltoro, también está presente, sólo que esta vez es una promesa o la visión de un futuro terroríficamente inmediato. En este libro vuelan zopilotes, ¿sobre qué cadáver? En sus páginas los hombres abandonamos lo árboles simiescos para perdernos aún más en el lenguaje; pasamos de contar piojos a contar versos, nos humanizamos y, a la vez, nos distanciamos de la esencia de lo humano. ¿Alguien recuerda la última vez que tuvo piojos? En Los árboles que poblarán el Ártico el lenguaje de Deltoro también se ha desplazado hacia otro polo, buscando otros aires, pero con la misma inquietud y propensión al asombro. Deltoro lleva sus palabras al límite, las desgrana como mazorca, se hunde y ensucia, se recolecta y, si de pronto a algún maíz le sale hongo, también se degusta y se prepara como huitlacoche.

Hay voces que son ecos en la obra de Deltoro, en sus versos se nota la admiración y devoción por poetas que le son cercanos y pares; su entregada lectura de Eugenio Montejo, Eliseo Diego o Antonio Machado, lentos como él; pero también de Huidobro, Pessoa o Girondo, sus opuestos; éstos son sólo algunos, muy pocos, del universo de poetas que Deltoro frecuenta y lee con precisión de cirujano. Su oficio de lector también visita todos los extremos, no sólo explora los planetas lentos, también se detiene en autores rapidísimos —como Góngora y Quevedo, o más cerca de nuestro tiempo como Gonzalo Rojas— porque reconoce a sus iguales, porque sabe que sus opuestos son el otro lado que lo complementan. Ahora me detengo para citar unos versos de Borges, otro de sus recurrentes, que son una definición más de la poética de Deltoro. El poema se titula “Jactancia de quietud”:

El tiempo está viviéndome.
Más silencioso que mi sombra, cruzo el tropel de su levantada codicia.
Ellos son imprescindibles, únicos, merecedores del mañana.
Mi nombre es alguien y cualquiera.
Paso con lentitud, como quien viene de tan lejos que no espera llegar.

Todos somos Ulises. Todos emprendemos un viaje que avanza más o menos rápido que el de nuestros semejantes. Yo, que tiendo a acelerar a fondo, que frecuento del relámpago más la luz que el sonido, encuentro en Deltoro mi contrario, una poesía que siento hermana en más de una manera. Cada uno de los poemas de Deltoro debe leerse y releerse para encontrar su esencia, debe repetirse como un mantra, pues la fermentación de sus versos toma tiempo y está pensada para el lector paciente, porque la paciencia es clave fundamental no para leer o entender, sino para sentir un poema. Si, como afirma Carlyle, “Todos somos poetas cuando leemos bien un poema”, también lo somos cuando lo escuchamos con atención y paciencia, al leerlo en voz alta y pausada. Hay unas palabras de Pound que bien podrían ser una invitación para acercarse a los poemas de Antonio Deltoro, como una guía para desentrañar o aclimatarse a su misterio; se trata de un verso de un poema titulado, precisamente, “Quieto”: “Pasa y siléntate”. Esa es la invitación que hace la poesía de Deltoro: un llamado a tomar asiento, a escuchar sencillamente la palabra, lo cual, nos dice Deltoro desde el tiempo inmóvil de su colina en San Andrés Totoltepec, es lo único que no podemos evitar: “Basta cerrar los ojos para imaginarme ciego; / imaginarme sordo, no puedo”.

Llevo años escuchando, leyendo a Antonio; aprendiendo de cada uno de sus silencios; comprendiendo que, como él señala, el trabajo del poeta es cuidar del silencio que la poesía le propina. Dice Deltoro: “La poesía no sólo nos permite ser otros y ser en otras partes, sino nos deja ser lo que fuimos, permanecer, quedarse. […] El poema crea su soledad, su silencio. Esta zona de silencio es el origen del rostro y de la voz del poeta. Éste no debe rendirse a la superstición del resultado, de la prisa, de la cantidad, de lo lleno, que es la superstición de nuestros días. El poeta debe ser fiel a su silencio y a su verbo, tener, como el pescador, la religión de la espera. El poeta, porque es responsable de su voz, es el guardián del silencio”.

 

Mientras escribía Expediente X.V. llegué a sentir miedo con Xavier Villaurrutia”: Christian Peña

 
Ubicua, reacia a ser marcada desde las convenciones críticas excesivamente formales, carente de representación objetiva, la emoción, el affectus donde hace raíz, conforma, sin embargo, en el poema una línea de fuerza invisible que lo impulsa, lo sostiene y alimenta su sentido.

Situar la emoción implica ir más allá de los procedimientos lingüísticos y de la referencia objetiva que el poema pone en escena, incluso más allá de las ideas, para ver de qué modo aquello que constituye su materia se halla permeado y magnetizado desde una subjetividad. Ir a ese punto ciego e irreductible del poema. Deleuze decía, al retomar las ideas de Spinoza, que el affectus, el afecto, “no tiene representación”. Una esperanza, una angustia, un amor, una volición o un deseo no tienen representación como la tiene una idea objetiva, pero impulsan el aumento o la disminución de la potencia de actuar en el acontecer vital. El affectus, dice Deleuze, traza una “línea melódica de variación continua” que asciende o desciende según la predisposición vital y tiene la misma fuerza que el existir. Ubicar esas líneas de fuerza, esos vectores dentro del proceso de escritura poética que lo orientan y lo intensifican, que dan espesor a las imágenes y a sus asociaciones, así como también hacerlos visibles en la lectura del poema, implica repensar ciertos temas que hacen a la poesía.

La revalorización y el reconocimiento dado a la emoción provocó cambios radicales en la idea del arte y, en particular, en la poesía. A partir de la emoción, los románticos del siglo XIX​ transgredieron y ensancharon los límites preceptivos que hasta entonces regían la producción artística. Si en la búsqueda de la renovación de las formas los poetas románticos invocaron la “espontaneidad” del lenguaje y la verdad del “sentimiento” como principios para enfrentarse al “decoro” y a la “artificiosidad” de la poesía clásica, en el mismo sentido situaron la defensa de la emoción en la raíz del proceso creador. William Wordsworth proponía escribir no en el momento de la vivencia, de la conmoción frente a un acontecimiento, sino desde “la emoción revivida en tranquilidad”,1 es decir, en un segundo momento de la emoción, el de la evocación, de la recuperación más calma de los sucesos que la provocaron. De una manera velada, ese segundo momento, esa mediatización en calma implica la intervención de un objetivo estético, una cierta racionalidad, que en general no se le reconoce al romanticismo, sólo se insiste, quizás para su descrédito, con la idea de “desborde de sentimientos”.

Ya instalada la modernidad, la reflexión sobre la poesía incluyó la emoción anudada al pensamiento. Cuando Ezra Pound define la imagen poética como un complejo intelectual y emotivo en un instante temporal, señala de manera indisoluble los dos componentes: pensamiento y emoción. Del mismo modo, cuando Denise Levertov se refiere a la composición del poema, habla del proceso de pensar-sentir, sentir-pensar que moviliza a quien escribe y que se mantiene como un pulso de dos dimensiones durante la escritura. Pensamiento y emoción, logos y affectus, más allá del énfasis de cada poética en uno u otro sentido, ambos hacen al poema, aparecen dentro del diálogo que quien enuncia establece con el mundo a través del lenguaje.

Sin embargo, se habla poco de la manera en que interviene la emoción en el poema, aunque las zonas que suele habitar la poesía son movilizadas por el eros que percibe el mundo, por la memoria más primaria, por la necesidad de los vínculos; zonas que se dejan de lado cuando se confunde emoción con incapacidad lógica, sensibilidad con sensiblería edulcorada, cuando se ve la emoción como obstáculo o impedimento para crear sentido, cuando el binarismo patriarcal adjudica valor a la fortaleza de la racionalidad, al cauce lógico discursivo que se asocia con lo masculino, en detrimento de la debilidad emocional, el “mero” instinto adjudicado a lo femenino. Pero la emoción, algo tan constitutivo de los seres humanos, no se agota en ninguna idea reduccionista.

El cineasta Andréi Tarkovski decía que la captación emocional del mundo trasciende el pensamiento del artista. “Cuando un artista crea su imagen, está superando su pensamiento, que es una nada en comparación con la imagen del mundo captada emocionalmente”.2 Una afirmación válida también para la construcción de la imagen poética. La captación emocional del afuera es capaz de cuestionar la frontera establecida por una verdad o por un sistema de verdades que rige nuestros movimientos en determinadas circunstancias históricas. La imagen poética, siguiendo la idea de Tarkovski, tendrá un plus, un excedente por sobre aquello que quien escribe sabe del mundo, de sí mismo y del arte. Una imagen puede provocar el ensanchamiento de cualquier a priori conceptual por su capacidad sensorial y aglutinante. En esa apertura de la visión que constituye la imagen, reside el primer movimiento de aquello que puede superarnos, dejarnos desprovistos de las seguridades del saber.

Hablar de captación emocional del mundo o de percepción pone en tela de juicio la idea de un sujeto observador puramente racional en la escritura poética. Dice Merleau-Ponty que el sujeto de la percepción no puede ser considerado un espectador desafectado; no es un sujeto cartesiano, completamente racional, alejado de su objeto, sino un sujeto situado, inmerso en el mundo. Él mismo “carne del mundo”, afirma. No se trata de un sujeto separado de ese mundo que retacea cuerpo, sensibilidad, y que es casi sólo y únicamente conciencia. La experiencia sensible cuestiona el cogito cartesiano que, encerrado en su racionalidad, permanece ajeno al “estremecimiento perceptivo”, tal como afirma Merleau-Ponty. Se puede inferir así que, sin sujeto situado, sin la conmoción de lo inmediato, sin compromiso emocional del sujeto, el objeto dentro del poema puede ser solo un concepto, materia muerta, carente de las aristas rugosas de lo real. La percepción poética provoca desde su conexión sensible una revitalización del mundo, su compromiso emocional puede desestabilizar lo que parecía quieto o demasiado estable en el saber aceptado, en ese statu quo sin interrogantes.

En uno de sus poemas, Marosa di Giorgio se sitúa frente a un jardín y lo observa:

Las margaritas abarcaron todo el jardín, primero fueron como un arroz dorado, luego se abrían de verdad, eran como pájaros deformes, circulares, de muchas alas en torno de una sola cabeza de oro o de plata. Las margaritas doradas y plateadas quemaron todo el jardín. Su penetrante perfume a uva nos inundó, el penetrante perfume a uva, a higo, a miel de las margaritas quemó toda la casa.

Por ellas nos volvíamos audaces, como locos, como ebrios e íbamos a través de la noche, del alba, de la mañana, por el día cometiendo el más hermoso de los pecados, sin cesar.3

En este poema, el erotismo atraviesa los objetos, los transforma, les da un movimiento deseante que los metamorfosea. Atravesado por la ebriedad producida en el contacto con las margaritas, el sujeto lírico se transforma, y en su respuesta se produce la transgresión, aquello que el poema alude como “pecado”, como el más hermoso de todos los pecados. El objeto —las margaritas— no permanece inmóvil cuando entra en la vivencia del sujeto poético; allí abandona su literalidad, aunque nunca del todo. Las margaritas son un arroz dorado, pájaros deformes, fuego, huelen a uvas y a miel; se crea de este modo una cadena comparativa de asociaciones metonímicas que las va metamorfoseando, sin hacerlas desaparecer de su referencia objetiva. En este poema puede verse cómo el affectus, la fuerza del erotismo, actúa como enlace de los objetos que convoca para mostrar ese ascenso en la fuerza del existir en la línea melódica que marca Deleuze. Desde esa emoción la palabra “pecado” cambia su valencia negativa a una positiva y desde esa transformación una creencia social de origen religioso se cuestiona.

A partir del poema de Di Giorgio, es posible observar cómo cualquier objeto material o situación accidental, cualquier breve escena que con pocos trazos se individualice, puede entrar al poema; pero ese objeto, al incorporarse a partir del vínculo que establece el sujeto de la percepción, se desplaza de su estar ahí, de su pura materia inerte.

Es esta también una manera de crear un “correlativo objetivo”, una zona paralela correlacionada con una emoción o con una serie de emociones, el plano objetivo mediante el cual la emoción se exterioriza y queda por debajo. No se habla de manera directa de la emoción. Podría decirse que el correlativo objetivo de Eliot convoca un segundo término ausente, la emoción. La poética de Eliot intentaba liberarse de la emoción, alejarla a través de esa selección de objetos evocadores. De ese modo, la emoción encuentra diques de contención, compuertas que regulan su apertura, su exceso. Eliot le da un lugar más acotado a la emoción, aunque ella permanece en ese término ausente, de aristas fluctuantes, poco predecibles. La idea del correlativo objetivo de Eliot fue más allá de la referencia inicial que este hacía a Shakespeare y más allá también de la propia poesía de Eliot. Reaparece de distintas maneras cuando se intenta lograr que la emoción permanezca, aunque mediatizada, en un segundo plano.

En “Elogio del refrenamiento”, un artículo fechado en 1999, José Watanabe se refiere, de un modo diferente al de Eliot, a esa contención del aspecto emocional en el hacer del poema. Watanabe, nacido en Perú, rescata aquí sus raíces orientales, más precisamente japonesas; en ellas abreva cierto hieratismo frente a la emoción que él retoma con el objetivo de evitar que su poesía caiga en el patetismo o el dramatismo.

En la imagen poética realista, que predomina en la poesía contemporánea, la emoción aparece de manera oblicua, indirecta, se impregna con las cualidades del objeto y allí adquiere peso, volumen, texturas, aroma. Pero, aunque permanezca elidida en un sobrevuelo, en una zona invisible sin explícita representación, la emoción magnetiza ese campo puesto en foco. Cuando la imagen no está orientada por un affectus, permanece en lo literal sin desplazarse; es inmóvil, seca, mera descripción desconectada.

Pero hay muchas maneras de componer una imagen poética. En la imagen onírica, se crea una combinatoria de elementos que nunca estuvieron juntos, que pueden aparecer en una situación distorsionada, la cual carece de realidad material, de referentes precisos; una mezcla solo ubicable en la cadena deseante del mundo onírico. En esa imagen poética, lo fantasmático puede crear un referente fuera de la justificación mimética. Es una condensación o una asociación más cercana a las imágenes recurrentes en los sueños, una visión ensoñada o fantaseada. Desplazamiento y condensación, metáfora y metonimia del discurso poético puestos a jugar.

Dice Francisco Madariaga en un conocido poema: “…el gato montés orinaba verdes tecitos sobre mi alma”,4 donde se distinguen como elementos reconocibles el gato montés y los tecitos, pero dentro de una condensación que crea otra realidad. Podría decirse que desde esta imagen el sujeto poético crea para sí una causalidad de lo salvaje y la muestra a través de una imagen inexistente, si se la busca únicamente entre las cosas visibles. La imagen onírica se relaciona con un contenido psíquico y es más cercana a un sentir, a una subjetivad situada en el tironeo de los afectos. El surrealismo de Madariaga a menudo genera estas imágenes, aquí también asociada a una visión romántica del poeta en su cercanía con lo salvaje. Decía Keats sobre la figura del poeta: “A él el grito del tigre/ le llega articulado y se abre paso/ como lengua materna en su oído”. Para Keats el poeta tiene ese oído tan agudo, tan aguzado, que puede encontrar caminos por su instinto, saber metafóricamente lo que un león articula con su rugido.

La pregunta sería cómo componer con la emoción sin que el lenguaje traicione, sin que la búsqueda formal se deshaga en buenas ideas o en efectos de laboratorio y sin que la confesión catártica se convierta per se en valor poético. Seamus Heaney, en un ensayo titulado “De la emoción a las palabras”, se pregunta cómo desatar el nudo en la garganta para llegar al poema. Heaney habla de los propios lugares ocultos, a los que define como escondrijos que a primera vista parecen abiertos, claros, pero que, ni bien uno se acerca, se cierran. A pesar de la dificultad, hay que acercarse a esos escondrijos y dar cuenta de ellos. Se trata de lugares enterrados y quien escribe tiene que moverse como un arqueólogo de sí mismo para poder encontrarlos y encontrarse. “Cavar” es la palabra que utiliza para ir a ese encuentro, para posibilitar el hallazgo y que el poema sea “revelación del yo a uno mismo”. Cavar se relaciona también con la idea de encontrar una voz, esa “especie de huella dactilar poseedora de una rúbrica constante y singular que, como las huellas dactilares, puede ser grabada y empleada para nuestra identificación”.5 Se pregunta Heaney cómo hallar imágenes, ritmos, sonidos, palabras que contengan la energía necesaria del poema. Emociones convirtiéndose en palabras y palabras convirtiéndose en emociones, en ese “horizonte de la mente” constituido por lugares y realidades que permanecen distantes, grabadas como una escritura indeleble en el sistema nervioso. El paisaje del campo irlandés donde pasó su infancia formó parte de las respuestas en su poesía, así como el acento del inglés hablado por los irlandeses que moldeó su tono poético. La búsqueda de la forma no se hace en un laboratorio esterilizado, sino desde ese terreno de la subjetividad lleno de vivencias, de vestigios ancestrales, interceptado por lo contemporáneo. Quien escribe, recibe el desafío de dejarse envolver en su propia zona recóndita, el desafío de aprender a no saber y acercarse cautelosamente a ella; “no saber, sabiendo”, parafraseando a san Juan de la Cruz. La emoción adquiere otro valor al asociarse con ese lanzamiento del sí mismo hacia el afuera que adquiere en el poema significación simbólica a través del lenguaje.

Desde el plano compositivo, si quien escribe parte de una emoción: una perturbación, un desacomodamiento, un relampaguear de dicha o dolor, de celebración o despedida, el poema, todavía imperfecto en el primer garabateo, habiendo encontrado objetos quizás aún provisorios, puede hacer que esa emoción se convierta en apoyatura, en la remisión necesaria cuando, en la continuidad de la escritura, haya pérdida de sentido o dispersión. Ese primer enunciado aún precario, porque no sabe qué es ni hacia dónde va, puede ir conformando un sentido. Es como si en esa primera fluencia de un yo invadido por el mundo, por lo otro, ya sea en su atracción o en su desapego, se formaran los primeros anillos de una columna vertebral fantasmática que todavía debe revelarse, encontrar sus objetos, y donde la escritura pulsionada se mueve en zonas de avance o de retorno. Si quien escribe puede continuar deslizándose por el túnel que le cava esa primera emisión de voz, asociando otros sentidos, otras significaciones azarosas, pero, apegado al impulso primero que se reconoce como válido, la estructura del poema se va deslizando autojustificada. Es capaz de regularse a sí misma si necesitara en la revisión podar o sembrar, desprenderse de elementos o agregar otros. Podrá hacerlo, ya tiene el gran aglutinante de su propio impulso. El logos, el saber hacer con el lenguaje, permanece activo durante todo este proceso; extiende rieles, crea la vía para el deslizamiento de la emoción para que no pierda potencia, ni se desvanezca en un mero juego formal o en un temor a decir. Pensar dentro del poema también es una erótica. Así como el pensamiento puede dar valor a una emoción, una emoción puede validar la lucidez del poema.
 
 
 
* Fragmento de Abrir el mundo desde el ojo del poema, publicado por el Fondo de Cultura Económica (Argentina) en 2023.  Agradecemos a la autora y al sello editor su autorización para reproducir estas líneas.
 
 

1 William Wordsworth (1989), “Preface to Lyrical Ballads”, en The Critical Tradition. Classic Texts and Contemporary Trends, Nueva York: St. Martin’s Press, p. 295.
2 Andréi Tarkovski (2002), Esculpir en el tiempo. Reflexiones sobre el arte, la estética y la poética del cine, (Enrique Banús Irusta, trad.) Madrid: Ediciones Rialp, p. 64.
3 Marosa di Giorgio (2000), Historial de las violetas, en Los papeles salvajes I, Buenos Aires: Adriana Hidalgo, p. 101.
4 Francisco Madariaga (1980), Llegada de un jaguar a la tranquera. Buenos Aires: Botella al Mar, 61 pp.
5 Seamus Heaney (1996), De la emoción a las palabras. Ensayos literarios (Francesc Parcerisas, trad.) Barcelona: Anagrama, p. 42.

 
Conocí al poeta Víctor López Zumelzu (Curacaví, Chile, 1982) hace veinte años, cuando él tenía poco más de esa edad. Entonces yo dictaba un taller literario en Balmaceda Arte Joven que, ante la ausencia de talleres gratuitos y la necesidad económica de algunos colegas, se convirtió en una usina de poetas y escritores. Claro que, en el verano de 2003, eso yo no podía saberlo; lo que sí sabía era que, además de mi taller de narrativa, había otro de poesía, por lo que había poetas jóvenes.

Como a Víctor conocí a otros poetas, que en esos años eran poco más que niños pero con inquietudes y ambiciones. Me sorprendía el hambre por saber los secretos de la literatura. Si me hubieran preguntado, hubiera dicho que la literatura, y en especial la poesía, es un cajón lleno de secretos y enigmas que uno nunca termina de saber o solucionar. Así que mientras tanto, en los dos talleres, se leía y se escribía. Y eso hacía Víctor López, que a decir verdad nunca supe si estaba en el taller de poesía o era una presencia que merodeaba por ese edificio, y que antes habían sido las oficinas de la estación ferroviaria Mapocho.

(Y aquí, una breve digresión. Como se sabe, el padre de Pablo Neruda [José del Carmen Reyes], nuestro poeta nacional, fue trabajador ferroviario en el sur de Chile. Precisamente Neruda tiene un poema titulado “El padre” que dice así: “El ferroviario es marinero en tierra/ y en los pequeños puertos sin marina/ –pueblos del bosque– el tren corre que corre / desenfrenando la naturaleza,/ cumpliendo su navegación terrestre./ Cuando descansa el largo tren/ se juntan los amigos,/ entran, se abren las puertas de mi infancia,/ la mesa se sacude,/ al golpe de una mano ferroviaria/ chocan los gruesos vasos del hermano/ y destella/ el fulgor/ de los ojos del vino”.)

Hay una cosa curiosa en el conocimiento que he tenido del poeta y de la persona Víctor López, y ésa ha sido el vino. Claro, muchos dirán: ¿qué de curiosa puede tener la presencia del vino entre un poeta y un escritor? Y es cierto, pero me refiero a algo que contiene la experiencia literaria que, a su vez, engloba el vino. A ver si logro explicarme. Al año siguiente de haber dictado ese taller, se me ocurrió que junto al poeta Víctor Hugo Díaz, el editor Marcelo Montecinos y yo podíamos dictar un taller gratuito en mi departamento. Y convocamos a diez poetas jóvenes: Nicolás Cornejo, Pola Barros, Christian Aedo, Alejandra Fritz, Carlos Cardani, Marcos Yupanqui, Edson Pizarro, Eduardo Barahona, Raúl Hernández y Víctor López.

Las sesiones eran los sábados. Arrancaban a las cuatro de la tarde y podían terminar a las dos o tres de la mañana; en el ínterin bebíamos cervezas, a veces fumábamos porro —aunque a nadie se le obligaba: no éramos una secta—, recibíamos visitas de periodistas literarios que se mostraban fascinados por estos jóvenes poetas. Porque, aparte de la bebida y la droga, se leía y se hacían críticas severas, mordaces, incluso crueles, pero siempre con buena fe. No sé cómo se dio esa dinámica, pero nunca más me tocó presenciar algo así. Había una honestidad que rayaba en la mala onda y, a la vez, por sobre todo, en el respeto de la poesía.

Lentamente Víctor López comenzó a hacerse visible para mí, entre otras cosas porque leía de un modo anacrónico, tratando de emular a Neruda. Hacía pausas y énfasis, y tenía una cadencia al leer que con los años fue desapareciendo o adquiriendo un estilo propio, más corporal. No sé por qué mientras escribo este texto encuentro este poema de Víctor vinculado al padre, tal como hiciera Neruda: “El hálito alcohólico del padre al besar a la madre/ inunda la habitación y atraviesa su piel como una sierra”. Pienso que estos versos perfectamente podrían tener “el fulgor de los ojos del vino” del poema de Neruda —aunque de alguna manera lo tiene, pero de un modo más brutal.

En ese taller fui testigo de cómo Víctor López fue dando forma a Los surfistas, que ganó en 2005 el Premio Hispanoamericano de Poesía 2005 convocado por la editorial VOX y la revista Diario de Poesía, publicado un año después en Argentina. Precisamente hay en este libro unos versos que, de algún modo, anuncian la poca raigambre con el Chile geográfico-social sentida por Víctor: “Cuando escribo de Chile no pienso en Chile como un país/ sino que escribo otro sinónimo más de lejanía”. Tengo la sensación de que a Víctor le incomodaba el Chile neoliberal, pero no la tradición poética chilena; al contrario, ése era su lugar (aparte de Neruda, Enrique Lihn, Elvira Hernández y Germán Carrasco, por nombrar a algunos). Pero sucedió que hubo cambios en el campo literario y Víctor los consignó hace poco, cuando le hice una entrevista: “Mi ida de Chile tiene que ver con huir de un sistema poético mucho más cerrado, donde aún estaba el poeta de única voz y donde teníamos voces que impregnaban una totalidad”. El estado de la poesía terminó expulsando a este poeta cuando tenía poco más de treinta años y trayéndolo, vía la inmigración, a Argentina. (Aquellos versos de Los surfistas ya anunciaban esta inmigración.)

Pero antes de eso, cinco o seis años antes, la editorial La Calabaza del Diablo publicó una edición limitada del taller que trabajamos en mi departamento; se llamó La gran capital. Recuerdo haber escrito un texto para la presentación que, si mal no recuerdo, se hizo en la recién inaugurada Biblioteca de Santiago. En una de las partes de ese breve texto escribí: “Confío, por último, en que este libro-taller, este libro-objeto, cuyo único objeto siempre fue la poesía, se transforme en el puntapié para que todos estos jóvenes poetas –desde Aedo a Yupanqui– se consoliden como voces nuevas en el panorama de la poesía chilena”. Me entrecomillo porque, a los pocos años, siete de los diez terminaron publicando un libro. Víctor López fue uno de los primeros. Y lo uno a la experiencia de taller (que siempre es colectiva) porque, desde un tiempo a la fecha, me parece un poeta que no puede explicarse solo sino como fruto de una generación —esto es, de los poetas del 2000—. Quizás ante la ausencia de proyectos colectivos (política, ideología) y para los poetas formados sin los tótems de nuestra tradición (Neruda, Mistral, Lihn), lo generacional se yergue como una realidad inevitable.

Todo ello, sin embargo, a la vez que Víctor López es un poeta singular. Hay en su poesía una alusión a la familia (a su padre, a su hermano en Erosión, a una novia en Un tiempo anterior al frío), a la naturaleza (entendida como la invención del yo que hizo el romanticismo), a una música o a un ritmo muy propio y a la tradición. En general las distintas variantes del clima atraviesan los títulos de sus libros: a los ya mencionados, habría que agregar Viento, su libro más reciente.

Pero esta singularidad se fue construyendo de a poco. Recuerdo que asistí a la presentación de Guía para perderse en la ciudad (2010) y escuché leer a Víctor unos poemas que, en verdad, eran un solo gran poema. En la reedición de este libro hay un prólogo del autor donde establece la influencia del teatro griego en su poesía, y aquí podemos encontrar algunas claves para entender la importancia que Víctor le da a la oralidad (entendida como lectura): “Es a través de la oralidad que ocurre la génesis del cuerpo pasional y, de esta manera, el tono no dialogaba en la tragedia con la razón sino con el cuerpo mismo”. El poeta admite que el foco de Guía para perderse… está en la oralidad del ritmo o del cuerpo porque –y esto lo entienden mejor los músicos– la voz es una extensión del cuerpo.

Una tarde, medio en broma y medio en serio, me dijo que escribir un buen poema —esto es, que fuera considerado bueno por terceros— no era una cosa muy difícil: había que poner imágenes, introducir algo de filosofía y, desde luego, música. En realidad, esa boutade nos remite al viejo Pound, quien señalaba que un buen poema debía tener imágenes (fanopea), musicalidad (melopea), ideas (logopea) y todo eso enmarcado en una arquitectura (forma). Cualquier incauto, al oírlo, habría pensado “Oh, pero qué provocador”. Pero la provocación está fuera del universo de este poeta. En otras palabras, Víctor estaba diciendo cómo se construía un buen poema no desde su punto de vista, sino cómo lo han hecho y pensado otros.

A esto habría que llamar “influencia”, y creo que en Un tiempo anterior al frío (2019) está la de Lihn, cosa nada nueva en los poetas de su generación y de los poetas de los 90 (como Andrés Anwandter en materia gris). Pero quizás, para Víctor López, la gracia radique en el modo en que esta influencia se manifiesta.

A diferencia de sus libros anteriores, en Un tiempo… introduce el voseo porteño en medio de una relación de pareja antes de su disolución. En una primera instancia pareciera que el habla chilena también lo estuviese, pero, claramente, la operación es otra y está en sintonía con aquel famoso poema de Lihn, “Nunca salí del horroroso Chile”, y por extensión a Antes que Manhattan: “Nunca salí del horroroso Chile/ mis viajes que no son imaginarios/ tardíos sí —momentos de un momento—/ no me desarraigaron del eriazo/ remoto y presuntuoso/ Nunca salí del habla que el Liceo Alemán/ me infligió en sus dos patios como en un regimiento/ mordiendo en ella el polvo de un exilio imposible”.

En uno de los poemas del libro de Víctor se puede leer: “¿Quién de nosotros dos dijo que esto era un hogar?/ He dormido con vos tantas veces. He escrito para vos/ no pude detener la serpiente del tiempo/ que se enrolla sobre sí misma”. El vos aparece porque el ser amado es argentino. No es casual este recurso porque se trata del mismo que ocupa Lihn en varios poemas donde aparece el metro —aunque él, para fijarlo en la extranjería, ocupa el término subway—. Entonces López Zumelzu encuentra una denominación (el vos) que opera como nacionalidad del amor; es decir que tal como Lihn fija con el subway el espacio de su lírica (Estados Unidos), este poeta fija con el voseo el contexto de su lírica.

Víctor López ha obtenido el Premio Municipal de Literatura de Santiago y el Premio Mejores Obras del Consejo Nacional del Libro y La Lectura de Chile, pero eso parece no importarle. De hecho, desde hace un tiempo está en una nueva búsqueda que aún no se ve en libro; me refiero al interés por las artes visuales. Es conocido el hecho de que el arte ha influido tanto a la poesía como a la narrativa argentinas. En poesía se pueden mencionar Juana Bignozzi, Arturo Carrera, Fernanda Laguna y Mario Arteca, y en narrativa podemos pensar en César Aira y Juan José Becerra, pero hay muchos más si usamos la definición de Oscar Masotta para arte pop: ese arte hecho exclusivamente con lenguajes. Quizá la influencia que dice sentir Víctor López de la poesía argentina sea, precisamente, a través de las artes visuales.

 

“Crítica literaria chilena en el Periódico de Poesía de la UNAM (México) y en Vallejo & Co. (Perú)”. Proyecto seleccionado por el Fondo del Libro y la Lectura del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio 2021.

Responsable: Rodrigo Landau.