septiembre 2021 / Ensayos

Ángel Ortuño

Ha muerto Ángel Ortuño. Tan sólo pensar en lo que significa esa frase ya es una insensatez. Escribirla es inaceptable.

Lo conocí en 1991, cuando fuimos asistentes de investigación en el entonces llamado Centro de Estudios Literarios de la Universidad de Guadalajara. Yo ignoraba que fuera poeta, si bien escribíamos anagramas, palíndromos y rimas burlescas, robándole tiempo a nuestras obligaciones. Pese al respetuoso voto de silencio de aquellos cubículos, éramos parlanchines y nos reíamos escandalosamente, muchas veces a costillas de nuestros jefes y compañeros. Un día matamos un ratón en el patio. Lo acorralamos entre dos botes de basura y lo golpeamos con el palo de una escoba. Cuando al fin entendimos que ya estaba muerto, volteamos a vernos con horror, mientras la risa se nos congelaba en la cara.

Platicábamos en todas partes: en la oficina, en la fila de la paga quincenal, en las fondas no precisamente gastronómicas donde comíamos antes de irnos a Filosofía y Letras. Dos buenos amigos de Ángel, Armando Ek Chac y Alberto el Esesoio, editaban sendas revistas, Águila Lunar y Le Güevoné, que tenían algo de fanzine y mucho de laboratorio. Ahora que lo pienso, mientras Ángel fue cumpliendo años también se fue asumiendo cada vez más como el muchacho formado en aquel ambiente de insolencia, camaradería y experimentación literaria.

Era, pues, un poeta. Lo fui sabiendo paulatinamente por aquellos años, y sólo terminé de percibir con claridad su talento cuando, en 1994, corregí con Mónica Nepote las pruebas de su primer libro, Las bodas químicas. El poemario se publicó en la colección que Jorge Esquinca, Miguel Ángel Hernández Rubio y Carmen Villoro coordinaban para la Secretaría de Cultura de Jalisco, llamada Orígenes. Y tuvieron que pasar siete años para que apareciera el segundo, Siam, bajo el sello de filodecaballos. Después, en 2003, le propuse reunir en un volumen sus primeros dos libros para la colección Bajo Tantos Párpados, añadiéndoles otras colecciones que tenía inéditas. Aceptó, para mi fortuna, y así fue como nació Aleta dorsal, uno de los mejores libros de poemas que hayan aparecido en México en lo que va del siglo.

Muchos de sus amigos lo recuerdan, con toda razón, en cantinas y amanecidas. Yo más bien lo recuerdo en cualquiera de sus empleos: en Extensión Universitaria, en la biblioteca Octavio Paz, en Ediciones de la Noche, siempre atento y comedido, culto y educado, brillante y escrupuloso. El mundo del trabajo, como puede constatarlo cualquiera de sus lectores, forma parte inseparable de su imaginación como poeta. Los reglamentos, los imperativos y las jerarquías aparecen como auténticos monstruos en sus poemas, que son como los productos a medio digerir, pero asombrosamente vívidos, de un subconsciente (o de varios, al mismo tiempo) bajo la presión de una realidad implacable. Quienes digan, para elogiarlo, que Ortuño no se tomaba las cosas en serio, como si la sola mención de la seriedad supusiera no sólo una ofensa contra su obra, sino contra su persona, tendrían que haberlo visto trabajando el turno de la mañana en una editorial y el vespertino en una biblioteca, pendiente de sus hijas, cargando como se pudiera con deudas y dolencias. Otra cosa es que su poesía fuera una espléndida rebelión contra el orden, contra la coherencia obligatoria o contra las leyes humanas que quieren imponérsenos como divinas.

La noche de su boda con Flor Barboza, mientras un conjunto de marimba tropical alegraba la fiesta, pasó por donde yo estaba y, haciendo cara de sorpresa, me dijo, sin dejar de bailar: “¡No entiendo qué pasó! ¡Yo contraté un ensamble de música dodecafónica!” En ese papel cómico de hombre culto, un poco aristocrático, desconcertado ante las miserias de una realidad cada vez más vulgar, está una de las muchas claves de su sentido del humor, que nunca dudó en trasladar a sus poemas.

Creo que fueron César López Cuadras y Valentina Arreola quienes, hacia 1995, nos propusieron hablar en una mesa redonda en el entonces recién fundado Museo de las Artes. El tema de la mesa era insólito: ¡Enrique González Martínez! Nadie hablaba por esos años de González Martínez, al menos en Guadalajara, como no fuera para denostarlo y, en el mejor de los casos, atribuirle un único mérito: haber escrito “Tuércele el cuello al cisne”. Ángel, esa vez, leyó un ensayo notable. Por desdicha, nunca se interesó en reunir sus artículos, algunos de los cuales ya deben ser difíciles de localizar a estas alturas. En cambio, sí llegamos a publicar dos libros de González Martínez: una selección de ciento treinta poemas que se llamó Señas a la distancia (Secretaría de Cultura de Jalisco, 2011) y una reedición de Jardines de Francia (UNAM, 2014) como no había sido publicado nunca, con los originales franceses de los poemas que tradujo el autor de La muerte del cisne y una serie de documentos anexos.

Entre tanto, los libros de poemas de Ortuño eran cada vez más y mejor apreciados. Poemarios como Boa (Mantis, 2009), Mecanismos discretos (Mano Santa, 2011), Perlesía (Bonobos, 2012), 1331 (Conaculta, 2013), Poemas swinger y otros malentendidos (Bongo Books, Cuba, 2014), Turbo Girl (Agua Dulce / Trabalis, Puerto Rico, 2015) y El amor a los santos (El Viaje, 2015) aparecían a ritmo acelerado y su fama en internet crecía más rápido aún. Por esos años, Ángel ya era indistinguible de su look: la barba, los tatuajes y las camisetas estampadas lo hacían reconocible con facilidad, ya fuera en Facebook o en las calles del centro de Guadalajara. “Tengo una reputación que mantener”, decía, escondiendo las carcajadas tras la mano derecha. Llegó a ser, a pequeña escala, un auténtico ídolo. Con su talento y su manera de habitar el mundo, mezcla imposible de baterista de heavy metal, exboxeador, copista medieval enloquecido y niño de nueve años, era inevitable.

Recientemente había publicado Muñecos infernales (filodecaballos, 2016), Tu conducta infantil ya comienza a cansarnos (La Liga de la Justicia, Chile, 2017) y Gas lacrimógeno y otras cosas que no son poemas (Universidad de Guanajuato, 2018). Decía que sus libros eran apenas de “líneas” o de “versitos”, o los calificaba de abusos y despropósitos, de monstruos, impertinencias y dislates, pero sus lectores los coleccionamos y atesoramos con celo. El verdadero disparate sería repetir que ha muerto.


Autor

Luis Vicente de Aguinaga

/ Guadalajara, Jalisco, 1971. Poeta, ensayista y traductor. Recibió el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes y el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta en 2003, así como el Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos en 2005 y la Medalla Wikaráame al Mérito Poético en las Lenguas de América 2019. Qué fue de mí (2017) es su libro de poemas más reciente.

septiembre 2021