En 1968, año paradigmático en la historia política y social de muchos países, entre ellos Francia, Paul Celan (1920-1970) se unió al comité de redacción de la revista de poesía L’Éphémère, fundada un año antes por un grupo de poetas entre los que se encontraba Yves Bonnefoy (1923-2016). Así, los caminos de dos de las voces poéticas más representativas del siglo XX se cruzaron —la primera, principalmente en alemán; la segunda, en francés—. Nacidos en la década de los años veinte, ambos empezaron a ganar reconocimiento después de la Segunda Guerra Mundial. Ambos traductores hicieron de la palabra un espacio de crítica a la palabra misma, en tanto construcción que fragmenta el mundo y cuestiona nociones fundamentales como la vida y la muerte o la guerra y la paz, que son, al final, confrontaciones del yo con el otro. La palabra, como categorización de las realidades del mundo, crea pertenencias que construyen identidad, que atraviesan la individualidad. De hecho, Bonnefoy dirá de su amigo Celan, después de la muerte de éste en 1970, que a Paul siempre se le recordó que era un judío sin patria, un rumano que escribía en alemán, un francés por naturalización, un germano francoparlante, un exiliado en París, etcétera. Esta “no pertenencia” —que es al mismo tiempo pertenencia—, también puede ser atribuida a Bonnefoy, pero desde un contexto menos violento, si podemos decirlo así. Su obra como cuestionamiento del concepto rompía, aún más, una realidad que se mostraba en los años cincuenta: un cementerio de ideas y de cuerpos, un monumento derruido de algo que ya no se sabía qué era, contemplado durante el instante en que caía hecho cenizas. Así, un diálogo poético entre esos autores es posible a partir de la materialidad del mundo, expresada mediante la performatividad de la palabra y el instante de su enunciación, que es también el de su desaparición.
Para Michel van Schendel, la poesía de Bonnefoy está vinculada al drama, a la crisis desencadenada por el acto de comprender, que hace evidentes los límites y las ausencias, y pone en marcha el movimiento de renovación de la realidad, la creación desde la contemplación, la cual se expresa mediante la inmediatez de la palabra, en el rito de murmurar el verso. Lo nombrado es; adquiere cuerpo, forma; se define y se disuelve inmediatamente al ser enunciado porque la palabra ocurre en el devenir del tiempo. Esta acción instantánea: ser y no ser, vivir y morir, puede apreciarse en versos como los siguientes, pertenecientes a Del movimiento y de la inmovilidad de Douve (1953):
Pero yo veo tus ojos corromperse
Y la palabra rostro ya no tiene sentido.
La tierra ilumina porque revela los límites de las formas, pero el rostro comienza inmediatamente a descomponerse. Y entonces, ¿qué es un rostro? Cuando mencionamos que Bonnefoy cuestiona el concepto, nos referimos a las nociones que configuran lo más elemental de la realidad humana, como, por ejemplo, la palabra cuerpo, que crea una experiencia espacio-temporal que posibilita la existencia de la materia-cuerpo. Así, la poética de Bonnefoy es aquélla de la ausencia y presencia de las formas, de la ausencia y presencia de la muerte, cuya enunciación paradójica obliga al lector a hacerse la pregunta fundamental y fundadora de toda visión del mundo: ¿Qué es?
La famosa “imposibilidad del lenguaje para expresar el mundo”, como afirma Van Schendel —digo famosa por inherente a la historia de la literatura—, se convierte en “austeridad del lenguaje”, en un desnudamiento de la palabra cuya necesaria exactitud revela su carácter polisémico. Volviendo al ejemplo del “rostro”, ¿cuántos sentidos son contenidos en esa palabra? ¿Cuántos significantes? ¿De quién es el rostro del que se habla?
Paul Celan, en tanto que poeta judío que hizo suya “la lengua de los asesinos”, consideraba que el poema era el lugar donde el poeta daba testimonio de su experiencia del mundo, es decir, de la unicidad irremplazable. Estar dividido entre la afirmación y la negación de una identidad profundamente vinculada al uso de la lengua, lo llevó a concebir el poema como un espacio utópico para abrir —en palabras de Hugo Echagüe— “el tiempo y la posibilidad de construir un lugar humano más allá de lo humano”, donde las formas, lo material, la lengua misma, están estrechamente vinculadas, como en Bonnefoy, al movimiento y a la nostalgia de la pérdida, como puede apreciarse en estos versos de Amapola y memoria (1952):
Con él se vuelve blanco, entonces lo tiño de azul-piedra:
el color de la ciudad donde al final fui arrastrado hacia el sur…
En estos versos leemos dos materialidades: la corporal, natural, humana, y aquella de la ciudad como lugar de exilio, lugar no buscado. Lo inasible del cabello al viento, las olas y los colores de la ciudad mientras el sol realiza su viaje diurno son trayectos que ocurren una sola vez, a pesar de su carácter cíclico. Todas las mañanas del mundo son únicas, dirá Pascal Quignard, quien también coincidió con Celan y Bonnefoy gracias a L’Éphémère y comparte con ambos la necesidad de una verdad terrenal que otorgue sentido a la cotidianidad y a las metamorfosis de la realidad humana y de la individual, que obedecen a fuerzas que no siempre pueden controlarse, a decisiones que parten de la existencia de la alteridad. En Celan, tú es el pronombre por excelencia: tú es lo que se pierde, lo que se recupera, lo que se recuerda, lo que se dice. Tú es el mundo en tránsito, y aquí se encuentra uno de sus vínculos con Bonnefoy. Al intentar explicar las transformaciones de un tú, la voz poética de Celan comprende que el yo también está en movimiento continuo.
Los años de ti a mí
De nuevo se ondula tu cabello cuando lloro. Con el azul de tus ojos
cubres la mesa de nuestro amor: un lecho entre verano y otoño.
Bebemos lo criado por alguien que no era yo, ni tú, ni un tercero:
saboreamos algo vacío y último.
Nos vemos en los espejos del mar profundo y nos pasamos más deprisa las viandas:
la noche es la noche, comienza con la mañana,
me tiende junto a ti.
En ambos poetas observamos una configuración seguida de una disolución de las formas, que acontece en muy diversos ámbitos de la realidad. En Bonnefoy este devenir refiere los cambios de la materia, que ocurren en la contemplación del tránsito estacional y en fenómenos como la podredumbre de la muerte, lo que a su vez constituye un guiño a Baudelaire. Asistimos, en muchos sentidos, a un drama que acaece naturalmente, a pesar del hombre. Para Celan, dicha metamorfosis habla también de un exilio que es políticamente problemático, en tanto que choque entre dos realidades que no pueden reducirse a una de ellas; ello significaría negar la alteridad y, por consiguiente, simplificar el mundo y simplificarse a sí mismo. En Reja de lenguaje (1959), los pozos son las tumbas de los desaparecidos, y el trauma de la muerte del otro nos habla de nuestra propia muerte.
de la corona de los pozos, de la carrucha de los pozos,
los cenotes de los pozos – cuenta.
Cuenta y recuenta, el reloj,
también éste, se va a parar.
Agua: qué
palabra. Te comprendemos, vida.)
La poesía permite contemplar cara a cara las contradicciones de la realidad, sus aspectos nefastos, que se comprenden en retrospectiva y desanudan el concepto. Esta inestabilidad conduce muchas veces al silencio, al asombro frente a una realidad que se impone frente al lenguaje y los intentos humanos por decirla, en un momento de la historia occidental en el que todos los discursos, incluido el del arte, habían participado en el horror de la guerra y la desolación de la reconstrucción. “Agua, qué palabra”, exclama Celan, invitándonos a sorprendernos por la existencia no sólo del elemento y de las sensaciones que su contacto nos provoca, sino por la palabra misma, por la elección de cierto vocablo para denominar cierta realidad, que, al final, escapa a toda denominación y conlleva un enmudecer maravillado, un estallido del concepto. Por su parte, Bonnefoy hace del silencio el momento en que inicia el trabajo poético y nace una nueva escritura, una nueva oportunidad para decir.
En recuerdo que brilló
Un círculo, ese fuego desierto.
La poesía deviene así reconstrucción de la memoria, una memoria intangible excepto en los lenguajes humanos. El recuerdo es, ante todo, la facultad de recrear. No es gratuito entonces que en Bonnefoy y Celan exista un esfuerzo por revelar usos de la palabra que hagan consciente la dimensión proteica de la poesía. No se trata únicamente de fundar mundos poéticos, sino de sostenerlos desde lo humano. La palabra, mermada por la Historia, debe volverse receptáculo de todo tipo de discursos para dar cuenta del drama occidental.
Paul Celan, en la revista El Meridiano [Obras completas], escribió: “¿Y qué serían entonces las imágenes? Lo que se ha percibido y lo que se ha de percibir sólo una vez, siempre una vez y sólo ahora y sólo aquí. El poema sería así el lugar donde todos los tropos y metáforas nos invitan a reducirles al absurdo”. La escritura de Celan, desde una reflexión de la muerte ligada a la experiencia del Holocausto, concibe el tiempo como una cadena de instantes cuyo carácter irrepetible sólo puede recuperarse mediante la escritura y la lectura, siendo el lector el receptor de un mensaje lanzado al mar. Al mismo tiempo, el poeta pone de manifiesto que la empresa poética, su terquedad al querer decir, al necesitar decir, conduce también al silencio maravillado al que hemos aludido, a un cortocircuito en el que se comprendió algo y nada al mismo tiempo, pero ese algo deja su huella. “Te comprendemos, vida”, dice el poeta: te comprendemos en este momento. El instante es posible en tanto que la alteridad existe y alienta no sólo el diálogo, sino el recuerdo. Hemos dicho que el poema es la representación de una memoria, pero añadimos el resto de la idea: la lectura constituye la revelación de dicha memoria, una segunda recreación de la experiencia de la alteridad.
Para Bonnefoy, la escritura poética está vinculada a la tierra, a lo mineral. No refiere a realidades trascendentales, sino a una suerte de alquimia del verbo que permite vislumbrar su carácter proteico, al que ya hemos aludido, así como su honesta desnudez, su funcionamiento primordial, su materialidad preciosa que se trabaja con las manos, con el intelecto, y que no necesita más que mostrarse. No en vano, y en esta misma línea de pensamiento, Celan afirmó que “sólo verdaderas manos pueden escribir verdaderos poemas. No veo ninguna diferencia entre un apretón de manos y un poema”. En otras palabras, la honestidad del poema está relacionada con su ser materia, es un don que se ofrece mirando de frente. En Celan, los ojos son motivos poéticos centrales. En tanto que refugio siempre abierto, son símbolo de hospitalidad, como se puede apreciar en estos versos de “Elogio de la lejanía”:
viven las redes de los pescadores de la mar del extravío.
En la fuente de tus ojos
el mar cumple su promesa.
Aquí arrojo yo,
un corazón que se detuvo entre los hombres.
Estos versos revelan la herencia judía de Celan, y aluden a los versículos de los evangelios que narran el pasaje en el que Jesús indica a los pescadores que vuelvan a echar las redes porque encontrarán alimento. El mar es la fuente de sustento primordial como los ojos de la mujer amada son germen de vida. Asimismo, el instante en el que se contemplan los ojos de la amada rompe el horizonte e interrumpe el tiempo: el corazón que se detuvo entre los hombres, en diálogo con los ojos, logra reunir en un solo momento el pasado (el pasaje de los pescadores), el futuro (la promesa) y el presente (el acto de contemplar). Así, el instante se extiende y se llena de sentido. Por su parte, Bonnefoy enfatiza el carácter dialógico del instante en que se nombra, la simbiosis entre el individuo y aquello que contempla: “Douve, yo hablo en ti; y te encierro/ en el acto de conocer y de nombrar”. Estos versos son sugestivos, pues a lo largo del poemario Del movimiento y de la inmovilidad de Douve, Bonnefoy intenta decir todas las facetas y metamorfosis de esta figura femenina, de esta fuerza de la naturaleza contenida, precisamente, en el apelativo Douve. ¿Qué es Douve y qué es el conocimiento? Un instante en el que una palabra sintetiza una experiencia y luego la deja ir. El conocimiento es, probablemente, abrir los brazos para recibir a la Otredad. En lo que respecta a Celan, el poeta recurre al motivo del encuentro en el espacio para expresar estas imágenes fugaces, en poemas como “Colonia, Am Hof”:
del sueño responden por
la cifra de medianoche.
Algo habló en el silencio, algo calló,
algo se fue por su camino.
Proscrito y Perdido
estaban en casa. Vosotras, catedrales.
Vosotras, catedrales no vistas,
vosotros, ríos no escuchados,
vosotros, relojes en lo hondo de nosotros.
Lo no dicho en el poema, lo nombrado y, al mismo tiempo, lo carente de nombre propio, enfatiza el acto ético de nombrar a aquellos seres anónimos que se difuminaron en el devenir histórico, como señala Walter Benjamin. El nombre, dicho y no dicho, da sentido y, como consecuencia, reconstruye la relación con el Otro/ lo Otro, en la que se revela la propia extrañeza, como lo anuncian estos versos de Bonnefoy:
¿Qué grito se hizo en una boca ausente?
Apenas escucho gritar contra mí,
Apenas siento ese aliento que me nombra.
Sin embargo, ese grito encima de mí viene de mí,
Estoy amurallado en mi extravagancia.
¿Qué divinidad o qué extraña voz
Consintió habitar mi silencio?
George Steiner señala que el lenguaje no puede mostrarse indiferente frente a los hechos históricos, que el acto de nombrar conlleva una herencia de la que el poeta, en tanto artífice del lenguaje, debería ser responsable. En este sentido, ¿qué hacen Yves Bonnefoy y Paul Celan con el lenguaje que heredaron y que van a legar? ¿Cómo se hacen cargo de sus ruinas? Celan y Bonnefoy, cada uno desde su poética, escriben, como señala el poeta italiano Andrea Zanzotto, “dentro de las cenizas, llega[n] a otra poesía venciendo ese aniquilamiento absoluto, y no obstante, en cierto modo, permaneciendo en ese aniquilamiento”. Aniquilar el concepto, reconstruir el concepto, como lo señala Jean-Pierre Lemaire, con el objetivo de evidenciar no sólo la presencia, sino la experiencia sensible de la presencia, es decir, el detonante material del poema y su elaboración a través de la palabra. Como ocurre con las cenizas, estamos frente a una destrucción y reconstrucción de la realidad cuyo resto es lo efímero y también la poesía, que viene del tú, que viene del otro.
Obra consultada
Benjamin, W. (1940). “Tesis de filosofía de la historia” en Angelus Novus. Barcelona : Edhasa, pp. 77-89.
Bonnefoy, Y. (1982). Poèmes. Paris : Gallimard.
Celan, P. (1999). Obras completas. Madrid : Trotta.
Echagüe, H. Una aproximación a la lírica de Paul Celan. TÓPICOS. Revista de Filosofía de Santa Fe (Rep. Argentina) N° 15, 2007, pp 77-86.
Jerade Dana, M. Memoria y Voces: Paul Celan. Acta poética 27 (2) OTOÑO 2006.
Lemaire, J.P. Yves Bonnefoy l’exil et la présence. Revue Etudes 2016-12, pp.73-80.
Marques Rambourg, M. La métamorphose de l’image chez Yves Bonnefoy : Le mouvement du poème. Carnets Revue électronique d’études françaises de l’APEF. Première Série – 5 | 2013. (Consultado el 9 de abril de 2023).
Polanco, J. Heridas de realidad. Poesía, testimonio y silencio. Universidad Viña del Mar – Universidad Técnica Federico Santa María, pp. 17-30.
Steiner, G. (2003). Lenguaje y silencio. Ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano. Barcelona: Gedisa.
Van Schendel, M. Yves Bonnefoy ou la mort vivante. Liberté : art et politique. Volume 3, numéro 3-4 (15-16), mai–avril 1961 URI : https://id.erudit.org/iderudit/59756a (Consultado el 9 de abril de 2023).

Autor
Perla Mendoza
/ Ciudad de México, 1981. Candidata a doctora en Letras por la UNAM, profesora de literatura y de francés, poeta aficionada, lectora de poesía y especialista en la obra de Pascal Quignard. Ha publicado artículos en Synergies Mexique y en la revista La Otra.