enero 2025 / Inéditos

La cresta del instante

Los acantilados

Buscaba con los pies el filo mismo, el último contorno de los acantilados
(como un acento esdrújulo en el horizonte) para sentir el vértigo lleno de vida
que inspira la inminencia de la muerte. Era un recodo singularmente anfractuoso
de la isla, particularmente letal e insoportablemente bello en proporción, como si
un ritmo áureo se instalara justo ahí, donde el umbral de la conciencia y el dolor
se encumbra. Abajo el mar violento y gélido, sin concesiones, trabajaba todo él
sobre un minúsculo pedazo de granito, puliendo acaso la invaluable gema
de la furia, rugiendo al mismo tiempo como el viejo león que se desorientó
en su selva, en las entrañas de su propio reino. Y arriba un golpe azul de cielo
en cuya vastedad ya deliraba la mirada en la instantaneidad de su embriaguez,
bebiendo firmamento y alojándolo en un marco imposible, como pensar
el infinito, sentir su insinuación atravesando un marcador: ese momento,
ese lugar donde buscaba, con los pies, el borde de las cosas. Y comprendió
que toda coordenada es la antesala de un abismo, que cada paso es arte
de funámbulo y el mundo entero es el alféizar tras el cual reina la noche,
larga como un milenio y hospedando egos, atisbos de conciencia que se saben
y estallan de inmediato, astros ensimismados como sapos, mínimos hipos
haciendo chispas en la inmensidad. Deseó secretamente su fulminación
por un relámpago en los arrecifes, un rayo bienhechor que desgajara
de un limpio tajo su dolor como una espada separa a dos amantes, pero
perseveró, dio una siguiente bocanada, llenó de oxígeno el sistema
de su conmovedora introspección, no pudo no ser yo, desvanecerse
entre los brazos de un paisaje verosímil y que además aullaba a ráfagas
de vientos encontrados, rachas, vocales en huida, lamentos en el éter
que fustigaban la certeza de su estar y ser ahí, apuntalándolo en la encrucijada
de los mundos, en medio de los aires, astilla entre la espuma de las nubes
y las tormentas del océano, partícula sabiéndose agonía, idea encendida
y apagándose ahí en el epicentro de lo que sucede, parpadeo. Entonces
suspiró en silencio, como quien en la tarde y sin testigos muere un poco
y reconoce la certeza de un final que ya lo atenazó.

El último círculo

Todos los hijos son antepenúltimos si en ellos arden las heridas
de la posibilidad. La muerte suena en cambio su gong definitivo
con ondas que se hospedan dócilmente en el oído. Entre ambos,
muerte e hijos, el mundo comparece convincentemente bajo el pie
si doy un paso, y luego lo hace bajo el otro pie, como esforzándose
por demostrar su realidad e intoxicarme con la fascinación psicomotriz
de caminar pensando. ¿Dónde termina uno y se inaugura el mundo?
¿Dónde comienza este compacto yo que se recorta contra el cosmos?
No pude preguntarles a mis hijos si querían marchar a la vanguardia
de esta sangre, contemplar los crepúsculos atroces, comer el desayuno
y a veces sonreír para los otros. Ahora estamos todos condenados
a unas docenas de momentos bellos y en mi lenguaje no hay palabras
para disculparme, querría decir que nada pude hacer contra el rumor
y distraído escándalo de andar como si nada, como si este segundo
no se estuviera ya abismando y uno tartamudeara torpemente nada más,
sintiendo un vértigo morado de cansancio. Jamás tuve las manos al timón
de un solo día, querría decir de frente entre dos olas, si le robáramos
a la minúscula epopeya un gajo (quietud que crece acaso en el poema
conforme se dice). Se manifiesta, no obstante, la cresta del instante,
hay que luchar con la continuidad a cuchilladas y perder triunfando,
jalando heroicamente la flamante bocanada del ahorita, sin descanso,
con nuevos brotes de encadenamiento y sin control de la bifurcación,
como tomar la encrucijada por asalto, como la trenza replegada en sí
del ácido nucleico: los ojos mismos saben de estas cosas cuando dejan
caer el cortinaje de los párpados y cunde la maleza de los nervios, hay
mares adentro que explorar, jamás pisados continentes en un palmo
de conciencia, ideas caníbales que sólo esperan la señal, ay,
de su espiral. Tal vez no sea necesaria la pasión de ser sabiendo,
de tanto atlético desdoblamiento, si aún resuena y persevera el gong
como el último círculo de qué magnífica y patética expansión.

 

 


Autor

Julio Trujillo

/ Ciudad de México, 1969. Es poeta. Cursó la carrera de Lengua y Literatura Hispánicas en la UNAM. Se ha dedicado a la edición de suplementos y revistas culturales, como la Revista de la Universidad de México, la Revista Mexicana de Cultura, El Huevo y Letras Libres. Es autor de los libros Una sangre (Trilce, 1998), Proa (Marsias, 2000), El perro de Koudelka (Trilce, 2003), Sobrenoche (Taller Ditoria, 2005), Bipolar (Pre-Textos, 2008), Pitecántropo (Almadía, 2009), Ex profeso (Taller Ditoria, 2010), La burbuja (Almadía, 2013), El acelerador de partículas (Almadía, 2017) y Jueves (Trilce, 2020). Recientemente obtuvo el Premio Internacional de Poesía Margarita Hierro por Detrás de la ciudad y antes del cielo.

enero 2025