Dubái
La primera versión de este poema fue escrita en prosa
y en tiempo presente. Empezaba con
Todas las mañanas come lo mismo y siempre cuenta la misma historia.
Pero ese texto tuvo que irse. Transformarse
a la altura del personaje. Ajustarse a los tiempos de su cuerpo.
Tuvo que ser otro para exponer mi imposibilidad
de hablar con un hombre y escribir sobre él.
Lo conocí hace mucho.
El semáforo hacía lo suyo, los jóvenes reían afuera de la prepa,
los oficinistas corríamos a nuestros destinos
mientras ese señor de ochenta años,
la gorra percudida, la punta del cinturón por los suelos
consumía café de máquina y cigarros y pan dulce
recargado en un poste.
El día siguiente fue idéntico, todas las personas iguales
y él comiendo lo mismo, siempre despacio,
siempre de pie en la banqueta
frente a su casa, una vecindad esmeralda.
Una tarde alcancé a escucharlo
y entendí el origen de su fama en la colonia:
su elocuencia, la voz agrietada,
su repentino inglés si se sentía en presencia
de un interlocutor extranjero.
En cuanto tenía la atención de un transeúnte
comenzaba su relato:
era extrabajador de una aerolínea
(piloto, técnico, auxiliar de vuelo, quién sabe), un cosmopolita
que sabía varias lenguas
y que desde hace años esperaba una llamada,
el acento árabe en el auricular:
por fin la confirmación del negocio millonario
que pactó con un jeque y su séquito
durante un vuelo a Dubai.
No podía bajar la guardia;
imposible alejarse del teléfono
o tendría que renunciar a su fortuna.
La fluidez de su discurso era siempre interrumpida
por la incomodidad del chantaje:
Necesito dinero para pagar la renta,
pero en cuanto me llegue el cheque árabe te busco;
y a veces:
Si tienes un ahorro inviértelo conmigo.
La plática llegaba a su fin cuando el paseante
sacaba una moneda del bolsillo
o ponía excusas, con prisa por marcharse.
Pasé frente a él durante cuatro años
y jamás pude acercarme.
Nunca encontré cómo articular su espera,
el estoicismo de quien sabe
que una llamada va a cambiarle la vida.
Nunca supe cómo calificar los dobleces de su habla,
la narración llena de giros, de sinceridad;
el tono vulnerable, el constante desafío a la lógica
para arribar al punto medular: la carencia,
estirar y abrir la mano, la promesa de pago.
¿Cómo distinguir una anécdota sin precedentes
de una elaborada estrategia?
¿Cómo saber si el árbol más antiguo de la calle,
la sombra de todos los peatones,
era en realidad un millonario en potencia?
Ahora sólo me resta escribir
que la banqueta está desierta desde hace siete meses.
Los semáforos cambian a verde, a rojo, a amarillo.
La tienda de la esquina aún vende pan y café.
Dubái, siempre Dubái en el horizonte.
Un poema donde el yo
sea siempre otro,
siempre ajeno a la mano
que lo guía.
Jamás una voz única.
Convertirme
en la poeta vehículo,
la poeta instrumento,
testigo,
megáfono,
tubería.
La poeta hormiga entre hormigas.
La poeta sin carne.
Articular una poesía de la multitud.
Dos frutas
Nos acostamos juntas sobre el cartón
con ganas de tocarnos
a la intemperie.
Los faros nos espían.
Nos sentimos abiertas
como mangos escurriendo
en la tabla; vulnerables,
a la vista de mosquitos
y autos.
La noche se rasga al unísono.
Nuestro único refugio
es el otro cuerpo.
Tendidas,
jugamos a imitar la danza de las moscas
sobre frutas podridas:
revolotear alrededor de la otra,
rozar brevemente nuestras alas.
Un concierto de zumbidos
que eriza los lóbulos
y nos envuelve.
Hay que disimular si un borracho,
un sonámbulo, otra pareja se acerca:
fingir que estamos dormidas,
que la cama no está húmeda,
a punto de deshacerse.
Las cenizas son fulgores en potencia.
El momento exacto en que la luz
toca el frutero
y lo transfigura en lienzo
se repite
y toca otros objetos, otros seres,
otras luces incluso.
Iluminadas, las ruinas suspiran
y lo embellecen todo
con sus cantos de templos disipados.
Para elevar sus voces esperan
una mirada, una exhalación,
la punta de una palabra;
así el derrumbe
se transforma en metáfora,
en moraleja.
El residuo es Dios,
fuente infinita,
rocío que todo lo recubre.
Lo inacabado y la poesía,
hilos conductores,
subtítulos:
encarnar, gritar, legitimar,
rehacer la casa.
Los versos son la cocina,
calidez de migajas,
y las migajas
el fuego.
Pares
Unos zapatos de niño.
Tenis viejos, botines,
calzado masculino que cuelga
de los cables.
Los postes se han vuelto tendederos eléctricos,
la compañía de luz reporta fallas
en el servicio.
Las teorías:
punto de encuentro ilícito,
trofeo de una pelea, acto intimidatorio,
castigo para quien pierde
un partido de futbol.
Pero también:
homenaje a un muerto
(colgó los tenis),
juego de adolescentes, travesura,
retorcida declaración de amor.
Quizá:
naturalezas muertas citadinas.
Las botas roídas de Van Gogh
a la vista del mundo.
Intervención artística
del espacio público, ejercicio
de reapropiación.
Ventilar la intimidad.
Nota:
En una imagen de la masacre del 68
los zapatos que atestiguan
la ausencia de sus dueños
son en su mayoría
tacones de mujer.
* Poemas pertenecientes a Fantasma y monumento (UANL, 2024).

Autor
Michelle Pérez-Lobo
Ciudad de México, 1990. Poeta y editora. Estudió Literatura Iberoamericana en la Universidad del Claustro de Sor Juana y la maestría en Lexicografía Hispánica en la Escuela de Lexicografía Hispánica de la RAE. Fue becaria del Programa Jóvenes Creadores 2019-2020 del FONCA en Poesía, y recibió mención honorífica en la segunda residencia de escritura Casa Octavia-Dharma Books 2022. Es autora de la plaquette Lo que perdimos y otros poemas, e inauguró, en el marco del festival de poesía DiVerso, la exposición de libros intervenidos un texto es un lienzo es un texto. Fue una de las editoras de la revista independiente La Peste, y actualmente se desempeña como directora en Ediciones Era.