Siempre he sentido atracción por lo extremo, por la capacidad que tienen las personas y las cosas de vivir en el límite el día a día. Me seduce el vértigo que lo mismo incita a un piloto de carreras a hundir el pie hasta el fondo, que al monje a permanecer días enteros meditando bajo un árbol. Hay en las cosas extremas un misterio que me las ofrece increíbles: su manera de vivir en los polos, de ser una u otra carga de la batería, de potenciar la velocidad a la que se mueven. Porque la velocidad también tiene sus extremos: si es rápida, busca el sonido o convertir a éste en una barrera que puede rebasarse; si es lenta, también avanza, pero con una aceleración cuyo objetivo es ir despacio hasta llegar a la quietud, el lugar donde habita el silencio.
La poesía de Antonio Deltoro (Ciudad de México, 1947-2023) es extrema y posee el aura de la cual hablo. Justo ahora que los días son cada vez más veloces, que vivimos 24/7, que el tiempo es lo más preciado y que se considera al tiempo muerto como una verdadera pérdida, la poesía de Deltoro nos muestra el valor de permanecer quietos, de ser testigos y cómplices de la esencia de las cosas. Su obra se mueve por un tiempo distinto al de nosotros; su anacronismo es del siglo XX, como él mismo lo ha dicho. La quietud es el extremo desde el que habla Deltoro, una voz de alto voltaje dentro de la poesía escrita en español, una de las obras más importantes de la literatura mexicana contemporánea. Puedo leer un poema y saber que es suyo de inmediato porque me desconcierta, me arranca de este tiempo para situarme en otro, aparentemente más amable, pero estremecedor por estático.
Para llegar a la quietud, Deltoro emprendió un viaje a baja velocidad desde su primer libro, Algarabía inorgánica (1979), pasando por ¿Hacia dónde es aquí? (1984), Los días descalzos (1992) y Balanza de sombras (1997). Digo que el viaje fue a baja velocidad, recordando un estudio de Gaston Bachelard sobre la obra de Lautréamont, donde se hace especial énfasis en la rapidez de la escritura del poeta francés, ligada a la recurrente aparición de bestias en Los cantos de Maldoror. Bachelard suscribe que la alta velocidad a la que avanza la escritura lautreamontiana es proporcional al número de animales (185, según el filósofo) que aparecen en sus Cantos. Luego afirma: “En comparación con los animales, los vegetales no aparecen casi más que en una décima parte”. En el caso de la poesía de Deltoro, sucede lo contrario: en sus poemas abundan plantas y árboles, es un mundo vegetal que permite al hombre y a los animales maravillarse frente a la simplicidad de las plantas. Deltoro, en uno de los textos que conforma su libro de ensayos titulado Favores recibidos (2012), nos dice: “Al detenernos, al frenar, descubrimos nuevos territorios, sólo colonizados o atravesados por la sombra de nuestro correr o de nuestro saltar desbocado: entre un pie y el otro, al caminar, hay un espacio interior, no pisado, pequeño, virgen e ignorado; un territorio que no tenemos frente a nuestras narices, sino entre los dos pies y que es tan esencial para la marcha como para la flecha la tensión entre la cuerda y el arco […] Reivindicar la lentitud hoy en día es ir a contracorriente, tomar distancia frente al ritmo dominante de la época”.
Deltoro toma distancia al observar con detenimiento. Su poesía avanza hacia atrás, que no es lo mismo que retroceder. El que avanza hacia atrás, como un cangrejo, adquiere una visión distinta del paisaje, está siempre añorando. La resistencia es la médula ósea de los poemas de Deltoro; siempre a contracorriente, como el pez que sube al río. Si el tiempo en el que ahora vivimos fuera lento, la poesía de Deltoro sería velocísima. Su voz aguarda –pues el que sabe esperar, gana– y, en la carrera, advierte cada detalle de la ruta; en ocasiones, casi como en un acto de magia, se amarra en el camino y hacer chillar la rueda. Su ira es contenida, lejos de la del colérico o el mercenario; cercana a la del cajero del supermercado que soporta la indiferencia del mundo hasta que un día coloca una bomba, justo entre las latas de conserva, capaz de derribar todo el establecimiento. Algunos de sus poemas tienden al aforismo pues su poesía posee trazos de sabiduría, entendiéndose al sabio como un extremo –su polo opuesto sería el genio–, como el punto más álgido de la revelación y la contemplación. Deltoro es un sabio occidental, un contemplativo que vino del ruido y que aprendió a tomar distancia a partir de vivir entre el tumulto. El conjunto de libros que conforman su obra está escrito a partir de esta distancia; hecho desde el aparente no hacer, desde lo que solemos llamar ocio. ¿Hacia dónde es aquí? y Los días descalzos son una respuesta y una pregunta: el aquí es un lugar estático; la interrogación es planteada por el poeta desde un centro al que invita a entrar al lector; vivir los días con el pie desnudo es quedarse en cada minuto, fascinarse lo mismo ante los jueves que los domingos, con efusión y hartazgo. Varios de sus poemas son la búsqueda y el regocijo de momentos ociosos. En un poema de Balanza de sombras, por ejemplo, Deltoro describe la soledad como el resultado de aquello que ignoramos del mundo de nuestros semejantes; el ocio lo lleva a escuchar a Mozart, o no escucharlo, mientras pone mayor atención a los sonidos que se desarrollan en el departamento de abajo:
imagino a Mozart y a su vecino; mientras uno compone
el otro se desgarra o vegeta ignorando
que a sus pies nace un manantial de vigilia:
¿Es el pesado sillón que desconoce la agilidad de la lámpara?
¿Quién sabe del vecino de Mozart?
¿Qué sabe el vecino de Mozart?
¿Qué sabe Mozart de su vecino?
[…]
Una noche sufrí interminablemente
mientras en el piso de abajo todo dormía.
“Vegetar”, tal y como lo enuncia Bachelard con respecto a la velocidad lenta con la que se mueven los textos donde abundan plantas y vegetales, es algo que Deltoro sabe hacer mejor que nadie.
Octavio Paz afirma que “Los poetas no tienen biografía. Su obra es su biografía”. En el caso de Deltoro, ¿su biografía es relevante? Sí lo es, por lo que tiene de oculta en sus páginas: porque no es un poeta confesional, sino contenido; porque cuando escribe sobre la madre o el padre, sobre la guerra civil o el exilio, lo hace de una manera sutil pero perturbadora; porque repara sólo en detalles –las flores favoritas de la madre, la caligrafía del padre– que develan su historia. Si la obra de un poeta es su biografía, la biografía de Deltoro es un suspenso. A él, más que a nadie, le interesa que lo conozcan por lo que dice y calla, porque el que calla, otorga, y sus heridas están expuestas en la página, sólo hay que saber desprender un poco la costra para encontrar la llaga. Sus poemas aguardan años para cobrar vida, son “inmortales y pobres”, parafraseando a Borges; pareciera, por la luz que está presente en cada uno de ellos, que son escritos durante solsticios, los momentos en que el Sol alcanza su posición más extrema; el solsticio que –es una maravilla descubrirlo– proviene del latín solstitium, que significa “sol quieto”.
Y bien, ¿qué es la quietud?, ¿permanecer estático, contener la respiración y el pensamiento?, ¿hundirse en el silencio, en una tranquilidad aparente al exterior, mientras que por dentro se desata una tormenta que remueve nervios y sangre? ¿Es la quietud el Buda aguardando a que los lotos abran?, ¿el científico que aguarda a que sus bacterias crezcan o le revelen el código de una enfermedad o un nuevo malestar desconocido? Hay unos versos en Balanza de sombras que dicen:
me llevan a una inmovilidad muy alta.
Libros como El quieto y Los árboles que poblarán el ártico dan fe de esta inmovilidad, de esta “quietud” que en la poesía de Deltoro es, sin temor a utilizar la palabra, un estado del alma. El alma de Deltoro es estática, pues transita por “una inmovilidad muy alta”. En El quieto, el título no deja dudas al lector; es una obra escrita por un viajero que se ha detenido para contemplar no sólo la trayectoria que ha recorrido, sino el lugar donde se ha estacionado y el tramo de aventura que aún le aguarda. En su ensayo “Poesía de baja velocidad”, Deltoro señala: “He viajado cientos de kilómetros en avión, he volado sobre el mar para venirles a hablar de las virtudes de los pies, de lo cercano del suelo, de las «actividades quietistas».” ¿Actividades quietistas? Sospecho que Deltoro podría estar hablando sobre el quietismo, el movimiento místico creado en la España del siglo XVI por Miguel de Molinos. En su Guía espiritual que desembaraza el alma y la conduce por el interior camino para alcanzar la perfecta contemplación y el rico tesoro de la paz interior, de Molinos enuncia:
Pascal enunció que la desgracia del género humano consiste en que el hombre es incapaz de permanecer quieto en una habitación. Una famosa línea de Kafka dice: “No es necesario que salgas de casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate completamente solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar, no puede dejar de hacerlo, se prosternará estático a tus pies.” Deltoro permanece quieto en cualquier parte: el mundo es su habitación. La niebla lo seduce y perturba lo mismo en Totoltepec que en Civitella. ¿Cómo es el quieto? ¿Qué hace que alguien sea un quieto? He encontrado una respuesta a esta pregunta en el poema que da título a El quieto. Deltoro dice que el quieto “Se despierta en la ausencia de los nombres con la lengua dormida”. Al igual que cuando se nos duerme una pierna si nos sentamos en determinada posición, el poeta tiende su lengua en una postura incómoda a la vista, pero que le permite decir las cosas con otra voz, una recorrida por un hormigueo que vuelve las sensaciones no más exaltadas, sino como si se vivieran por primera vez. El quieto va del dolor al éxtasis sin dar un paso, es un escrutador, no precisa de grandes dimensiones para crear universos. Deltoro paraliza al lector con cada uno de sus poemas. No es un perezoso ni un koala —los animales que más duermen en la Tierra, según un programa de National Geographic, canal del que Deltoro se declara aficionado—, es, simplemente, alguien que ha decidido encontrar la maravilla a partir de permanecer estático. En el caso de Los árboles que poblarán el Ártico, esa maravilla es el suspenso con que inicia el libro, con una voz que supone el final de la voz propia, y sigue con versos delgados, musicales, incluso juguetones, ¿quién puede impedir que se fabriquen muñecos de guerra para jugar a la guerra, sílabas y acentos para hacer poemas o que la lagartija, ya sea lagartija o cuija, tenga el verde necesario para arrancarnos una sonrisa? ¿Quién no querría jugar, de ganas o de nervios, cuándo el fin se acerca? En este libro, los pájaros migran hacia latitudes más radicales, pero quizás allí encuentren el ambiente propicio para sobrevivir. El árbol, tema frecuente en la poesía de Deltoro, también está presente, sólo que esta vez es una promesa o la visión de un futuro terroríficamente inmediato. En este libro vuelan zopilotes, ¿sobre qué cadáver? En sus páginas los hombres abandonamos lo árboles simiescos para perdernos aún más en el lenguaje; pasamos de contar piojos a contar versos, nos humanizamos y, a la vez, nos distanciamos de la esencia de lo humano. ¿Alguien recuerda la última vez que tuvo piojos? En Los árboles que poblarán el Ártico el lenguaje de Deltoro también se ha desplazado hacia otro polo, buscando otros aires, pero con la misma inquietud y propensión al asombro. Deltoro lleva sus palabras al límite, las desgrana como mazorca, se hunde y ensucia, se recolecta y, si de pronto a algún maíz le sale hongo, también se degusta y se prepara como huitlacoche.
Hay voces que son ecos en la obra de Deltoro, en sus versos se nota la admiración y devoción por poetas que le son cercanos y pares; su entregada lectura de Eugenio Montejo, Eliseo Diego o Antonio Machado, lentos como él; pero también de Huidobro, Pessoa o Girondo, sus opuestos; éstos son sólo algunos, muy pocos, del universo de poetas que Deltoro frecuenta y lee con precisión de cirujano. Su oficio de lector también visita todos los extremos, no sólo explora los planetas lentos, también se detiene en autores rapidísimos —como Góngora y Quevedo, o más cerca de nuestro tiempo como Gonzalo Rojas— porque reconoce a sus iguales, porque sabe que sus opuestos son el otro lado que lo complementan. Ahora me detengo para citar unos versos de Borges, otro de sus recurrentes, que son una definición más de la poética de Deltoro. El poema se titula “Jactancia de quietud”:
Más silencioso que mi sombra, cruzo el tropel de su levantada codicia.
Ellos son imprescindibles, únicos, merecedores del mañana.
Mi nombre es alguien y cualquiera.
Paso con lentitud, como quien viene de tan lejos que no espera llegar.
Todos somos Ulises. Todos emprendemos un viaje que avanza más o menos rápido que el de nuestros semejantes. Yo, que tiendo a acelerar a fondo, que frecuento del relámpago más la luz que el sonido, encuentro en Deltoro mi contrario, una poesía que siento hermana en más de una manera. Cada uno de los poemas de Deltoro debe leerse y releerse para encontrar su esencia, debe repetirse como un mantra, pues la fermentación de sus versos toma tiempo y está pensada para el lector paciente, porque la paciencia es clave fundamental no para leer o entender, sino para sentir un poema. Si, como afirma Carlyle, “Todos somos poetas cuando leemos bien un poema”, también lo somos cuando lo escuchamos con atención y paciencia, al leerlo en voz alta y pausada. Hay unas palabras de Pound que bien podrían ser una invitación para acercarse a los poemas de Antonio Deltoro, como una guía para desentrañar o aclimatarse a su misterio; se trata de un verso de un poema titulado, precisamente, “Quieto”: “Pasa y siléntate”. Esa es la invitación que hace la poesía de Deltoro: un llamado a tomar asiento, a escuchar sencillamente la palabra, lo cual, nos dice Deltoro desde el tiempo inmóvil de su colina en San Andrés Totoltepec, es lo único que no podemos evitar: “Basta cerrar los ojos para imaginarme ciego; / imaginarme sordo, no puedo”.
Llevo años escuchando, leyendo a Antonio; aprendiendo de cada uno de sus silencios; comprendiendo que, como él señala, el trabajo del poeta es cuidar del silencio que la poesía le propina. Dice Deltoro: “La poesía no sólo nos permite ser otros y ser en otras partes, sino nos deja ser lo que fuimos, permanecer, quedarse. […] El poema crea su soledad, su silencio. Esta zona de silencio es el origen del rostro y de la voz del poeta. Éste no debe rendirse a la superstición del resultado, de la prisa, de la cantidad, de lo lleno, que es la superstición de nuestros días. El poeta debe ser fiel a su silencio y a su verbo, tener, como el pescador, la religión de la espera. El poeta, porque es responsable de su voz, es el guardián del silencio”.

Autor
Christian Peña
/ Ciudad de México, 1985. Ha merecido el Premio Xavier Villaurrutia 2024 por Quirón, el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2016 por Expediente X.V., el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2014 por Me llamo Hokusai y el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta 2013 por Veladora, entre muchos otros. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas (2005-2007) y del Fonca en el programa Jóvenes Creadores (2010-2011 y 2012-2013). En colaboración con Antonio Deltoro publicó la antología El gallo y la perla: México en la poesía mexicana (UNAM, 2011).