Hécate de Ecatepec
Largo de aquí, perra negra, bruja hedionda de tres caras.
Vete a pecar a otros puertos o peca de recatada.
Ahueca el ala de elote, zopilote de las balas,
de las malas compañías, y riñas de niñas malas.
Llévate de aquí tu peste a miedo de encrucijada,
ese antiguo hedor a décadas de muertes amontonadas.
Ve hasta donde no la huelan Santo Tomás Chiconautla
ni Santa Clara Coatitla ni las demás Santa Claras,
Santa María Tulpetlac, o los Héroes de Tecamac.
Sácate de la cabeza
esa maleza herrumbrada, esa corona de espinas, de vecinas deshonradas, de la cabeza cabrona
de la zona
conurbada. Los cables del teleférico son los nervios
tus alas. Sácate de las casitas
que imitas en carcajadas, como un mosaico de dientes
pendientes de las montañas
de San Pedro Xalostoc a las seis de mañana.
Sácate o quédate aquí y sécate como anciana,
Hécate en Ecatepec, viva aún
pero enterrada. Sécate como el zacate,
antes que vengan las aguas, antes que toda esa mierda
se nos pierda en la barranca, mezclada con el sudor
de mil axilas sin alas. Vete, que aquí viven hombres
y los hombres te traen ganas. Sácate, hechicera hermosa, joven diosa de tres caras, caras raras de los muertos
y de las encrucijadas. En Jardines de Morelos, Ecatepec peca y mata. Sácate de aquí o reseca
esa piel morena y naca, antes de que Ecatepec
te mate cual mató a tantas.
Masa
…Pero todo cadáver persevera
en su seguir muriendo rectilíneo, en su uniforme, ay,
seguir muriendo. Por severa la ley, la ley primera,
cada masa distinta
persevera, insiste en su morir, ya sea que muera,
sea de bala o de tinta… en medida distinta, pero de igual manera.
Pese al peso disímil de sus muertes
y sus
masas inertes, y a todo cuanto en ellos es diverso, en su morirse por
el universo, cada cual en su dónde
y en su cómo, los muertos por la pluma y por el plomo
trazan en su desplome un mismo trazo,
llevan en su caída un mismo ritmo
y, en su seguir muriendo, un mismo paso,
en su estado inercial de movimiento,
su caer rectilíneo. En su uniforme, ay, seguir muriendo.
Para cambiar el curso
de las masas inertes, para alterar sus muertes,
debe haber quien ejerza, en razón de sus masas, una fuerza
que rompa su balance, que interrumpa el avance
del cuerpo hacia la tierra, o bien hacia la mar.
Para que, en medio mismo de la guerra, modifique el cadáver
su morir rectilíneo y uniforme, abrace a primer hombre
y eche a andar.
La escoba
Reina sobre la tierra un cetro enjuto, que con rudeza maternal
la soba. Como un árbol sin ramas y sin fruto, aquí
manda la escoba.
Al ver la faz del mundo cenicienta de pena, “Levántate”, le ordena, y la ceniza, la
ceniza postrada, atomizada, atomizada y queda, sube como la brisa. Canta, rueda.
Y una vez más se arrulla, mas la risa
la vuelve polvareda, y, a una palabra suya, se organiza. Volando a ras del suelo, como
hechicera en celo, recupera
de entre los altos pies de la casera, la gloria de la casa en que la que vive, y que
alguien más le roba. Aquí
manda la escoba.
Áspera al tacto rudo de dos palmas, forjadora de almas, las invita a pasar a lo barrido.
Varita mágica del estampido, bastón de mariscal de la limpieza, batalla eterna y
proba. La dictadura proletaria empieza
debajo de la mesa. Aquí
manda la escoba.
Romance de Koba el barbero
El Viejo está en una silla con los músculos en calma.
Tiene los ojos cerrados. Es
como si no escuchara
los pasos
siempre furtivos
de su joven camarada
que se acerca por detrás
sosteniendo una navaja.
No viene a cortarle el cuello
sino a afeitarle la barba.
Un escondite seguro, una choza de barriada. Es la hora más oscura
antes de la madrugada. El Viejo, que no es tan viejo, sentado en su silla, aguarda.
Tras él, un hombre de pie, viene a afeitarle la barba
y a ponerle una peluca
sobre la cabeza calva. Lo oculta de los gendarmes
y sus posibles redadas, lo deja irreconocible
y ni sus propias hermanas
podrían identificarlo
si ahora se lo toparan.
El Viejo, que no es tan viejo, con los músculos en calma, parece no sospechar
que, en un lejano mañana, el hombre que tiene atrás, sostenido otras navajas, vendrá
a cortarles el cuello
a treinta mil camaradas.
Pero hoy no viene a matarlo
sino afeitarle la barba. El viejo está una silla
con los músculos en calma.
Aniversario luctuoso
Varias semanas antes de morirse, ya don Presente estaba
bien podrido. Varias semanas antes, don Presente Toletes Toletano
exigía por el ano
represión
de la peste insalubre. Y fue la maldición, esa tarde de octubre, que marcaría su vida,
el que su petición
fuera cumplida. “Había que estar demente –teorizaba Presente, en nombre de un futuro
razonable y sumiso– para manifestarse sin permiso
del Señor Presidente, ese pináculo de sabiduría –señalaba con dedo de Toledo
y voz de Lombardía– o bien ser un agente
de la CIA.” Y entonces llovió lumbre. Sí, pero no te espantes. Toda esa podredumbre
había empezado antes. Y fue un proceso suave y fue un proceso leve. Ya en el 59,
perdónenme que insista, don Presente Perpetuo y Solipsista, que siempre fue
parejo
y habló de corazón, le había echado la culpa a Demetrio Vallejo
de su propia prisión. Porque las leyes de la historia son, si las sabes leer, las del poder
(si las sabes vender, que es lo que cuenta). Ya en el año 40, ayudaba a montar,
orador nato, el ambiente de ornato y el ornato del mal: el ambiente moral
para el asesinato, según la norma al uso, del desterrado ruso
del futuro. Fue eficaz y fue duro. Ad maiorem Dei Gloriam, que se cumplan las leyes
de la Historiam
aunque el mundo se queme. Y ya en el 36, le endilgaba a la joven
CTM
un presente lechero del más pésimo agüero, una cruel satrapía pobre en principios,
pero rica en ingenios, que duraría milenios. Siempre quiso leer
las leyes de la historia como las del poder. Pero ¿murió realmente
don Presente? ¿O más bien, como un rey de la mitología, con la sabiduría
de los viejos tahúres, tras escuchar la voz de los augures, consiguió suprimir, para
evitar su sino, a su hijo Futuro, que sería su asesino? Fue sabio pero duro, duro
pero certero. ¿No seguimos llorando
al joven heredero? En cambio, Don Presente, ese padre amoroso y eficiente, con su
amor selectivo y delincuente, libre de desengaños; don Presente, ese dios
delictivo, después de 50 años, sigue vivo.
Declaración de principios
Son ya muchas las piedras con que cargas
mientras alzas el cuerpo desde el suelo. Esperas que mi amor
te de un consuelo
cuando la mano
generosa
alargas. Mi amor te doy
sin polvos y sin velo, mi amor
lastrado
por historias largas, que dejan sólo
lo vacío
del cielo
y acaso
las palabras
más amargas.
Y su verdad, temblando de ternura, te azota con su luz.
No se arrepiente, terriblemente hermosa
de tan pura. Te trae mi amor
su ofensa permanente: así nos mate
a ambos
la amargura, te diré la verdad, gente mi gente.
De intemperie
Se precipita un denso
tejido de palabras, de metal y de arena, para cubrir
sudariamente
el rostro
que emerge de un retrato
humano desde muerto. Rostro casi concreto, concreto
casi
carne, que se vive a sí mismo
como muerto imposible, y no: se sobrevive.
Fuiste un muerto sencillo, fuiste un muerto de tantos cuyo nombre
sucede que conozco.
Viniste con el viento de naranjas y reses: ruta de los centauros. Eras un niño, eras
esos ojos morenos de veinticinco años
que viste ametrallar
de luz
en su negrura, de luz lineal y blanca, multiplicada y sucia, sólida en su destiempo,
ojos moreno mora
que se van aguilando, que se van combatiendo, que se fueron
a ese país antiguo y vegetal que nace
de la precaria eternidad en la que dormitaba, que despierta al desorden
selvático del mundo, al olor de la pólvora y el cardamomo,
y de pronto se ve lleno de historia:
Leyéndote las huellas, hoy, parece que llevabas
tatuado sobre el pecho un mapa
de laceraciones, parece que sabías
que el océano es un surco
arado por la sal, una inviable vastedad de bosques
y un modo permanente
de morir de sed; América Central, una serpiente trágica
que se alimenta y muere
tragándose a sí misma cada día. País lleno de historia
recién inaugurada.
Arden de pensamiento Las Orquídeas. La Sierra de las Minas
es toda
de nosotros, es toda suya, hermano, teniente de lo indócil, toda suya esta selva de
botas fatigada, comandante Yon Sosa. La ciudad
es una tarde grana de tacto y estrategia, es una tumba toda
de nosotros.
En cambio hoy, ahora, la añoranza posible
cobra el sabor ridículo del tizne: queda sólo el papel que la lluvia despeina, queda
sólo la sangre
vuelta contra sí misma, debajo de la cal
que pone a arder los muros, la superficie áspera del mundo. Queda
solamente la piel de la frontera férvida, alambradas mostrándote
los dientes, soldados de ambos lados
esperando
que te atrevas siquiera
a salir un segundo. Quedan las líneas vueltas
cicatrices, los trazos del café y del alto hierro, en los que descifró
tu suerte mala, la tumba de tus líneas, las líneas
de tu mano, Guatemala. Dicen que el trece trae
la mala muerte.
Y sin embargo
mienten, qué jodidos, como dicen ustedes, compañero Loarca:
mientras dure noviembre, con su alimento áspero
de ideas y de intemperie, ocurrirá en nosotros, caminando, el futuro;
mientras no se resuelva
en un secreto abierto
diciembre inexorable.
Compañero Granados, no te vayas, aguarda. Van a caer veintiocho, muchas veces
veintiocho
e incluso tal vez más allá en Zacapa, y un capital confusamente armónico
de cuarenta quetzales
responderá, remontando la noche, que la vida está abierta
y que la muerte, que la muerte está echada. Queda sólo el zumbido
lejano de los tímpanos, queda sólo el rumor de los motores
de un avión que despega, el griterío de espuma
en común sepultura convertido, en multitudinario abismo líquido, en tumba
gigantesca que no callará nunca
su denuncia salada…pero marzo está lejos
todavía: Anda a decirle a Eunice
que se rinda, hermosa desde muerta y más hermosa
que la palabra siempre, anda a decirle ahora
que cierre la devota casa de su familia, que el 13 no es su número
de buena muerte, aunque lo sea de veras, aunque la esté esperando
desde ahora, debajo de la lluvia, para decir su nombre, el nombre
de su duelo personal, de su guerra y su suerte.
Se precipita un denso
tejido de silencios, músicas disonantes
de humedad y diciembre, sobre un océano mudo
para enterrar tu cuerpo: un mar casi concreto, concreto casi
agua, que se anega a sí mismo sin un puerto posible
y no: no sobrevives. Fuiste un muerto sencillo, otro más cuyo nombre
sucede que conozco, el nombre que nació de tus heridas
de veinticinco años.
Termina en ti la muerte
para multiplicarse, para ser en la vida toda de nosotros
y desbordar sus términos acuosos. Ahora estás cumpliendo
sesenta y seis destinos
de caminar al sur, ruta de los centauros, sesenta y seis abismos
de nacer en Chihuahua, muerto de sed
y de deseo, de ganas
de atragantarte a tiros de turbiones, sesenta y seis derrumbes
de estar vivo.
Y sí: En el último verso escribí: “de estar vivo”, como si no supiera
que hace ya cuarenta despedidas a gritos
un huracán de botas te negó la vejez
y te detuvo en esto: Año 66, Ciudad
de Guatemala, fotografía de un joven ya desaparecido
de veinticinco años. Fuiste un muerto
de tantos, nada más, nada menos, otra semilla nuestra
casi anónima, para llenar de selva
el fondo de los piélagos, la vastedad estéril
del mar siempre sonante, otro cartel convulso
cuyo nombre sucede, otro retrato muerto
todavía:
David Aguilar Mora, qué vida fue la tuya, tan de todos.

Autor
Óscar de Pablo
/ Cuernavaca, Morelos, 1979. Poeta. Es autor de varios libros de poesía, entre los que destacan El baile de las condiciones y De la materia en forma de sonido, así como de la novela El hábito de la noche. Este año se publicaron sus volúmenes de divulgación histórica La rojería: Esbozos biográficos de comunistas mexicanos y Las bolcheviques.