No quiero que sea difícil
el camino que conduce a mí
| Rescates
Conocida, sobre todo, por sus dos novelas: El libro vacío (1958) y Los años falsos (1982), Josefina Vicens (1911-1988) ejerció en su vida muy diversos oficios, entre ellos los de articulista, cronista taurina y guionista de cine. Tiene, además, una obra de teatro y un cuento. Parte de esas “otras escrituras” son reunidas en un tomo reciente, publicado por el Fondo de Cultura Económica, debido, sobre todo, a la recopilación de esos materiales marginales a la redacción de sus novelas que realizó la investigadora universitaria Norma Lojero Vega. El tomo incluye una sección final de poemas; presentamos aquí algunos de ellos.
Los mismos lutos
La muerte, posible en todas las fechas,
falsamente olvidada, tañendo adentro como
una campana que nadie, sino el viento, moviera:
la vida, inexplicable, imperativa, rumorosa,
amada, tan propia en los momentos y tan
ajena en el instante final;
el amor, con su principio para siempre
y su terminación por sí; con su olvido a cuestas,
como un fardo lleno de vacíos, pesado de nada;
la dificultad del perdón;
la elección de un camino entre todos los que
se abren ante la mirada inexperta;
la agonía, hora tras hora, de la inocencia;
la ambición; los números como signos de la
magia fácil;
la conciencia, ese privilegio triste.
Iguales lutos en todos los hombres; los
mismos crespones gastados; iguales esquelas
para anunciar iguales muertes.
Pero tú, el que en verdad se confunde
con el color de la noche y se resguarda en
ella, llevas un luto más: el de tu piel de
tinieblas, perseguida, acosada.
La mano blanca con la que te escribo, y
que te tiendo, se avergüenza de su semejanza
con la que te golpea.
Ese golpe suma a tus lutos esenciales uno más,
que basta para enlutar el mundo del espíritu.
Romance de la hermosa Gloria
Sífilis, villa oriental
donde nació tu belleza
adornada con las galas
más fastuosas de la tierra.
Sífilis, villa bordada
con la luz de las estrellas
patria de nobles y altivos
caballeros de proezas.
La que guarda como estuche
la joya de tu presencia
y se engalana con mirtos
y se alboroza con fiestas.
Hoy relumbran más sus muros
sus torres y fortalezas,
hoy se yerguen más altivas
sus cúpulas y banderas.
Hay bullicio, copla y danza
en las plazas y callejas,
la risa sube hasta el cielo
por invisible escalera.
Hoy cuentas un año más,
si es que los años se cuentan,
cuando la belleza es
inalterable y eterna.
Que busquen los emisarios
por ver si en el mundo encuentran
otra princesa florida
que comparársete pueda.
Y aunque los años transcurran
y las penas se sucedan
y se marchiten los lirios
y palidezcan las perlas
y se agoten los trigales
y los pájaros perezcan
y sobre todos se abata
la vejez y la tristeza.
Se me han ahogado todas las palabras,
ya no podré decirte lo que siento.
Se las llevó el torrente de las aguas,
adivínalas tú en mi pensamiento.
Ya no podía tocar el instrumento que había recreado tantos años.
Pensaba que lo había aceptado pero esa voz no dejaba de sonar.
Una voz dulce, entonada… llena de intención… ¿Por qué no cesaban esos acordes?
Entonces, con condescendencia se ofreció a acompañarla, como quien cuenta un cuento a un niño para que esté contento.
La acompañaba con cuidado, tratando de seguirla… recordando.
Y esa condescendencia se le volvió asombro.
Y ese asombro se le volvió entendimiento.
Y ese entendimiento se le volvió amor.
Supo que aquellas otras pulsaciones que no la abandonaban no eran más viejas… que no habían terminado; que ese instrumento era la vida misma, de la que habían salido tantos cantos, tantos desdenes, tantos amores… que eran sus manos… y quedamente, empezó a cantar esa otra voz, una segunda voz que solamente reforzaba la otra.
Porque esa otra voz era, por encima de todo, la misma, la única voz.
La voz
Tu voz es la Todopoderosa,
es la esfera perfecta en la que guardas
las pequeñas palabras y quejas de los hombres
y las rotundas de los cuatro elementos.
Pueden ser los rugidos o rumores del aire
o la ira o el canto de las aguas
el crujido aterrado del fuego
o el oculto y fértil susurro de la tierra.
De tu garganta alada, de alto vuelo
surgen los trinos constantes de los pájaros libres
y los a veces doloridos, que están en jaulas.
Tomadas de la mano
recorres con Alfonsina Storni
su húmedo sendero hacia la nada.
Con inmensa ternura la sepultas
en una caracola
y a tu regreso informas que ya es feliz.
Solo el sonido es inmortal
él lo sabe y le place subsistir, llenar los ámbitos.
Ahí están, en el aire,
la última palabra del moribundo, el primer llanto del recién nacido
y el ladrido de aquel perrito
al que queríamos tanto.
Pero algunos sonidos
irritados del constante tumulto
se desesperan y huyen.
Y así como las aves escogen su árbol y su rama
los sonidos rebeldes escogen una garganta única
y en ella hacen su nido.
Tu garganta, Raquel Olmo, Raquel Olmedo
es el cálido nido del sonido perfecto.
A tu imagen y semejanza
solo el mar, solo la mar,
las olas, el oleaje.
Su Alteza hermafrodita,
Su Majestad leal
ante la que me inclino reverente.
Hablas constantemente, sin reposo,
en tus diversas lenguas:
el rumor, el murmullo,
el arrullo, el rugido,
pero quien pretenda ser oído por ti,
que te contemple absorto
y que guarde silencio,
el gran silencio humilde, respetuoso,
no la palabra, solo la mirada,
la mirada con lágrimas como las miles y millones
que te conforman.
Eres el llanto de todos los hombres,
mar dolor, mar martirio.
Todos los días, muy temprano
voy a la playa a contemplarte:
con una varita muy delgada, flexible,
pulida de tanto acariciarla,
dibujo en la arena un pentagrama
con la llave de Sol,
con la llave de luna,
con la llave de ensueño,
con la llave de dolor,
con la de los olvidos,
con la de los recuerdos,
con la del desengaño
y la esperanza.
Al final dibujo la llave de mi infancia
tan lejana de ti
pero que tú sin duda debes recordar
porque ya desde niña yo te soñaba
como el hogar perfecto.
Una ola se lleva mi dibujo,
algunas veces recibo tu respuesta:
otra ola, o la misma deja en la arena,
casi entre mis manos, un caracol pequeño
que me llevo al oído para oír tu mensaje.
Con un rumor lejano, balbuciente
me dice lo que anhelo:
que me apresure,
que me estás esperando.
¡Que alguien me oiga!
Estoy llamando desde que nací.
Ni un momento he dejado de agitar
mi blanco pañuelo de presencia.
¡Que alguien me vea,
que alguien se detenga a escucharme!
No quiero nada extraordinario,
sencillamente quiero incorporarme.
No quiero ser; quiero tan solo formar parte.
No quiero señales,
no quiero un número distinto
ni una música original.
No pido el arma del vencedor.
No quiero que mi voz se levante
por encima del balbuceo de los niños
ni el rugido de los animales
ni de las blasfemias y las plegarias de los hombres.
No quiero que sea difícil el camino que conduce a mí.
Quiero un camino cualquiera,
una vereda hecha con las pisadas de los hombres,
de los asnos, de los perros.
Quiero ser fruto vivo de la tierra de todos
y tener raíces comunes
de pequeña planta vulgar.
No quiero ser, en el huerto del mundo,
la manzana premiada.
Quiero ser nada más la manzana
que el niño se roba sin que nadie lo note.
Ya nació el hombre. Ya fue golpeado por el aire del mundo,
por la mano del experto, por el ansioso amor de sus dueños,
por la curiosidad de los demás.
Pasa el tiempo y el hombre goza el privilegio de ser y no serlo todavía.
Poco a poco se descubre: descubre que “se habita”; que tiene un resguardo,
un recinto en él, propio, inalienable, que lo contiene, lo traslada y lo expresa.
Un cuerpo fiel, hasta la muerte fiel. Un compañero de todo el viaje. Compañero no elegido, solo donado, aparecido encima, pero tan adherido a él, que cuando al fin lo descubre y observa, ya está amado, ya ha estado amado por soldadura, por compañía, por años de convivencia inadvertida. Lo observa y todavía reclama algo: un centímetro, una línea, un determinado color. Pero es solo una reclamación ornamental, de lujo. Lo esencial está justo.
El hombre, entonces, hace un inventario, se da la mano y vive.
Pero hay un hombre.
También fue golpeado al nacer, también gozó la inocencia de no saber que lo era,
también descubrió un día su cuerpo e hizo su inventario.
Pero no pudo darse la mano.
No reclama una línea, no pretende otra medida. Pide solo su cuerpo, su traducción fiel, su materia relativa, el eco de la voz principal.
Pide, pide. Después se da cuenta. ¿A quién? Quien tuviera poder para corregir, tendría que haberlo tenido para no errar.
Entonces el hombre queda solo, con el error a cuestas.
Con el error de no sabe quién.
No es. No existe. Fronteras, fronteras y documentos falsos. Y la angustia de ser descubierto a cada intento de ser.
Cierra los ojos y mira hacia adentro. Allí están su medida justa, su estatura, su grave voz.
El hombre espera la noche, cubre los espejos y sueña.

Josefina Vicens / Villahermosa, Tabasco, 1911-Ciudad de México, 1988. Guionista, narradora y poeta cuya breve obra es fundamental para la literatura mexicana contemporánea. Es autora de las ya clásicas novelas El libro vacío (1958) y Los años falsos (1982).