Al otro lado
Al final del amor hay otro amor.
Es apenas de lodo,
como un jarrón o una vasija.
Nadie le canta. Nadie
le pide que se quede.
Le faltan dientes, dedos en la mano,
una mano en un brazo,
un brazo en el costado.
Al final del amor hay otro amor.
Después de una palabra, otra palabra.
Todo parece que termina,
pero en la poca luz que sobra de la noche
tu cuerpo vuelve a ser visible,
tu forma de callar
se adhiere a la estridencia de los pájaros
y la mañana se demora
en una oscuridad que no dice su nombre.
Al final del azul hay rojos impensables,
vestigios de sudor
al otro lado del perfume
y al cabo de otro día y otra noche
un dios caído, manco y desdentado
rogándonos que no lo abandonemos.
Diamantes de segunda mano
La noche siempre nos toma por sorpresa,
pero el misterio de la luz del día
es tal que ni siquiera es un misterio.
—No temas. ¿Qué has visto?
—He visto dioses que suben de la tierra.
El amanecer está escondido
en las últimas horas de la noche.
Sólo queda esperar.
A nadie le viene mal un milagro
de vez en cuando.
Nunca he sabido si la luz
viene a la tierra o sube de la tierra.
Repítelo. No temas. El amanecer
está escondido. Nada es tan extraño
como el día, como este día,
ni siquiera los días de ayer y de mañana,
sujetos por lo menos
a la premonición y la memoria.
Repítelo. No temas. La noche
siempre nos toma por sorpresa.
Lluvia de verano
Mírate nada más: cojeando,
casi arrastrando un cuerpo que, al ser tuyo,
es tan mío que prefiero no verlo.
Mírate así, con los ojos torcidos
y el cabello escabroso,
apareciendo en el reflejo
de un mostrador, de una ventana,
del espejo del baño.
Mírate: no te rasuraste.
No te pasaste ni siquiera
la toalla por los hombros.
La lluvia de verano
te dejó sin excusas, herido y evidente,
incompleto, sin par, descabalado,
desnudo como un hielo y, como el hielo,
fundido porque sí.
Al fin eres
lo que nunca quisiste,
lo que no quiso nadie,
y así te reconozco en un reflejo
y te saludo con torpeza
contra todas las leyes en vigor
que nos fuerzan a odiarnos.
Enrique González Martínez
De niño, supo algo
—pero, a decir verdad, nunca lo supo.
De niño, entendió algo.
Nadie le dijo nada.
No era correcto preguntarle a nadie.
No se atrevió a llorar.
Tenía cinco años,
y cuando ya era un hombre de setenta
dijo haber percibido
“vagos indicios de un intento
de muerte voluntaria”.
Vio “sangre, mucha sangre”
y habló de un “velo de silencio”,
un “pacto de silencio”,
incluso un posterior “culto al silencio”.
Sintió “una gran ausencia inesperada”;
después, “un regreso imprevisto”.
Eligió perdonar. Perdonar y callar.
No dijo a quién se refería,
si bien, cuando habló de su madre,
la recordó celosa, impredecible,
cautiva en una “cárcel tenebrosa”,
y entendió que un “demonio interior” la poseía.

Autor
Luis Vicente de Aguinaga
/ Guadalajara, Jalisco, 1971. Poeta, ensayista y traductor. Recibió el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes y el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta en 2003, así como el Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos en 2005 y la Medalla Wikaráame al Mérito Poético en las Lenguas de América 2019. Qué fue de mí (2017) es su libro de poemas más reciente.