La casa, la madre
Las casas no tienen vida,
es la madre quien respira,
¿se oye hablar, en verdad,
vive, siente?
Los muebles crujen misterios,
una lámpara en la noche,
la madre es quien cavila.
¿En qué lugar de la mente
de la casa vive ella?
La comida no es el alimento
de la casa, de los hijos,
es ella quien rehúye nutricia.
¿Qué forma debe adquirir
la madre dentro de la casa?
Calor de hogar, de nido
las voces de la casa respiran
también en los objetos.
¿Los hijos dan vida a la casa,
a la madre, a las cosas ínfimas?
El cordón umbilical une a la madre
con los platos, las copas,
los sillones de los abrazos.
¿Por qué los hijos son de la madre,
no de la casa que los ata?
La casa, la madre, los hijos
y el padre están cubiertos
de estrellas, plantas, piedras.
¿Qué significado tiene
ese universo ahí afuera?
Por momentos toma colores,
crayones, cuadros, la comida;
la madre buscó en su oscuridad
para aclarar de la casa el alma.
¿Qué color tiene la mente
de la madre para cada hijo?
El padre es por la madre
de la casa, el aliento amplio
para los hijos y la tribu toda.
¿Qué es, entonces, de los hijos,
el padre y la madre sin la casa?
Letanía del sauce
Aquí vive un sauce llorón
que ha inventado un río,
el jardín quiere renacer
a las seis de la tarde
cuando los habitantes
pisan la casa vacía.
Aquí abunda el abrigo de un vergel
rosas, madreselvas y un tero
que inaugura en paso y duda
nuevo comienzo.
Partido en tres colores
vibrante late el cielo,
aroma de abuelos evoca el jazmín,
estoicas las tunas rompen
la perfección del agua.
Aquí el mundo es perfecto,
tiene la dulzura curva
de las pestañas de una niña,
la enredadera ya no vive
enamorada del muro,
la quietud y el silencio
bailan melodía antigua,
las almas temblorosas
de las plantas secas
recuerdan caricias de agua,
la huerta otras manos
sueñan y esperan.
Aquí algo tenue baja
marejada y redil,
es de tarde lo saben
los relojes, las ramas.
Los recién llegados salen
renacidos, podría decirse
en ronda, a celebrar
la caída del día.
Van camino de la corriente
ellos mismos son el río.
Boceto de una mañana
Por la ventana cae el universo
de un poeta gota a gota,
ese otro mundo podría arcillarse
hoy también ante mis ojos.
No es que el hornero sepa
de nuestras coincidencias
de la pequeñez, del esfuerzo
—laboriosa la tarea de reamanecer.
No es que yo sea quien traiga la suerte,
pero armo el nido como quien dice
amasar el pan. La menta del frente esparce
el aroma que es ahora la mañana.
Le hemos ganado al sol que es
adelantarse. Él nos mira,
tanto como se muestra,
y el hornero y yo sentimos
estéril el remolino del triunfo.
El propio río
La niña entre juncos y camalotes
no sabe que es observada,
la luz sobre toda ella
nítida amplifica
anchura de parto.
En su centro el mundo
espolea en sus rayos
lo que espía la infancia,
un beso de largo aliento y retorno.
La niña de los camalotales
es árbol de agua,
espejos sus raíces,
todo un cosmos surge:
su mirada lo siembra.
La niña entre los juncos va sin lastre,
pisa fuerte, su magia lo muestra:
la libertad que le otorgan los colores
tiene un brillo antiguo
de muy sencillo linaje;
no lo sabe hoy —quizá nunca—
en ella el río
se arremolina,
renace.
Retrato de familia
Punto ciego, nadie nos ve
ni sale a nuestro auxilio
a detener el tiempo;
ella en la punta de la mesa,
mi mirada fija sobre sus manos
y el viejo mantel.
Me mira,
tiene los ojos insondables,
los de un regreso.
Su voz con igual determinación
baja la guardia y conoce
nueva ternura: “Con esa horquilla puesta así
del lado izquierdo
me recuerdas a la primera
vez que te peiné”.
Obrador de madres
Desciende,
es la rama, el tronco,
la semilla del árbol,
la tierra se purifica.
Intensa sale desde sí, mamá
y dice: “Nos volvemos niños”.
Yo siento que llevo a dios
sobre las espaldas
con un silencio intacto
venido desde antes de nacer,
que percibo en el cuerpo
cuando ella ahora exclama
ser una niña y yo
no quiero, lo juro, no puedo
ser la madre de dios.
El ciclo de las flores
Dejar de ser hija para ser madre
no siempre es tarea sencilla,
empieza en los detalles:
hacer una trenza, por ella va
algo que vive, sembrar flores
en las cabezas de los niños
y ser jardinera; no madre,
no hija, olvidar los nombres
¿se han visto al amanecer
margaritas decirse
girasoles atardeciendo?
La siempreviva del monte
sabe, o no, que es y crece.
Dejar de ser hija para ser madre
no siempre es necesario
—ni se consigue—
los hijos se yerguen elegidos
para crecer la rama.
Hay madres hijas, aprenden
de las nubes de cuya materia
se sueltan copos
que nacieron volando.

Autor
Carolina Zamudio
/ Curuzú, Argentina, 1973. Poeta, periodista y ensayista. Creadora y directora de la Fundación Cultural Esteros, de Esteros. Revista literaria y del Encuentro Internacional de Poesía del mismo nombre. Autora de los libros Seguir al viento (2013), La oscuridad de lo que brilla (2015/2023), Doble fondo XII (2016), Rituales del azar (2017), Teoría sobre la belleza (2017), La timidez de los árboles (2018) y Yaugurú (2022), El propio río (2020), El ángel editor (2022), Vértice (2020) y Las certezas son del sol (2021).