Cómo hacer transvasije: conversación con Andrés Anwandter
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José Ignacio Padilla: Una de las primeras cosas sobre las que te quería preguntar me surgió estos días al revisar tus libros. Es como si hubiera dos líneas, o al menos dos líneas principales, en lo que haces: una que se ve más en los últimos libros, donde hay poemas-poema, donde hay algo discursivo, aunque se presente de forma fragmentaria, problematizada, contradiscursiva; y luego otra en la que estarían las piezas que son más bien de ruido: poesía sonora, cosas visuales, collages, montajes, compilaciones de frases, de palabras. El público no sospecharía rápidamente que existe ese otro lado al leer tu nuevo libro. Es obvio que hay una interconexión, elementos de esa otra línea que estructuran esta poesía más de poemas pero, a primera vista, eso no es tan evidente. ¿Hay dos líneas, muchas más o es una misma línea? ¿Cómo funciona eso?
Andrés Anwandter: O más de dos… Cuando yo empecé a escribir hace veinte, más, casi treinta años, era muy joven y mi primera aproximación a la poesía fue la literatura, es decir, poesía como género literario; y en ese sentido yo entendía la poesía como una forma de escritura. Ni siquiera estaba pensando en la puesta en escena del poema, en otras dimensiones, aunque siempre me interesaba componer un poco con el oído, que sonara bien —pero no estaba pensando en que un poema iba a ser leído en voz alta—. Y, claro, mi primer libro es así, metaliterario; era muy joven, no tiene mucho contenido; se trata de un libro sobre el acto de escribir, cada poema se describe a sí mismo. Y en ese sentido, claro, estaba muy dentro de las letras. Pero también me gusta mucho el arte y siempre pensaba cómo hacer transvasije —tú ves de repente una obra visual y parece que hay más ideas, incluso más poesía ahí que en un poema—. No necesariamente obras visuales que incluyan lenguaje. Conversábamos hace poco con un amigo sobre Alighiero Boetti, un tipo que viene del arte povera —y que toca varias veces la lengua y la palabra—, pero su propuesta, se podría decir, es poética; tiene que ver con hacer cosas en distintos medios; en delegar, por ejemplo, que otros intervengan su obra… Y todo ese tipo de ideas que hace tiempo circulan en el mundo del arte, en la poesía, entendida como del mundo de las letras y, también, como un mundo de hombres de letras, sobre todo, son inaceptables. También la poesía chilena, en el momento en que yo empiezo a escribir, estaba oficialmente compuesta por poemas. Poemas escritos, publicados, impresos.
Pero después del primer libro yo me empecé a abrir hacia otras formas. Y ahí di con esta idea que debiera ser muy evidente porque la palabra “poesía” viene del griego poiesis, que significa creación. La poiesis no tiene que ver con escribir, tiene que ver con hacer y con crear. Y si bien para llamarle poesía ese hacer debiera tener que ver con el lenguaje, no necesariamente es con la palabra escrita. Así que me fui moviendo y abriendo.
Fui a uno de estos colegios alemanes que hay en Latinoamérica, y ahí tuve contacto muy temprano con la poesía concreta alemana; un tipo de poesía que llega mucho, que es muy pedagógica y que, como otras poesías experimentales, es muy útil para jugar en el aula. Entonces empecé a investigar por ese lado. Todavía no era tan común tener computadora en esa época o saber manejar un programa. Entonces, junto a otras personas, amigos, revivimos la historia de lo visual, con letraset, con máquinas de escribir. E investigando por ese lado, después descubro la poesía sonora y ahí empiezo a pensar cómo tener un concepto de poesía que vaya desde la sonora, gutural o semántica, hasta el poema, un poema clásico. Hay que salirse de la idea del género literario. La poesía como una forma de hacer, casi un estilo de vida, que tiene que ver con comportarse creativamente y, de alguna forma, con escuchar, saber escuchar y leer cualquier material, escuchar qué hay en eso, qué se puede transformar o llevar a un poema. Pero, como digo, un poema entendido como una composición, no necesariamente como escritura o literatura o libro.
Ahora, yo disfruto mucho haciendo todo eso, pero también escribiendo poemas, volviendo a esta escena primigenia de estar con el teclado y produciendo algo que va a ser parte de un libro. Solía completar un libro cada cinco años y entremedio me dedicaba a la performance, a todo tipo de actividades, hasta que se me ocurría cómo generar otro libro publicable como literatura. Pero hace diez años me moví de Chile, me fui a vivir a Inglaterra donde no hago mucha vida literaria. Tengo una vida muy doméstica y descubrí que me interesaba el poema como continente, un poco para registrar no una experiencia, sino la vida doméstica, la extrañeza de vivir en una lengua que no es la mía, la necesidad de ocupar el español y quizás también la distancia que te da el estar funcionando en otro idioma y poder ver nuevamente el lenguaje, así, más cotidiano, con extrañeza. Creo que eso es lo que está en los últimos libros que he publicado. En muchos poemas parece que estoy en una cocina. Pero, más que registrar una experiencia en general, se trata de explorar las formas en que esa experiencia suele registrarse y tratar de elaborar poéticamente la extrañeza frente al hecho de que uno tiende a ser o escribir de una cierta forma. Por eso creo que estos poemas no siempre abandonan lo metaliterario, como de estar pensándose en el momento en que se están escribiendo. Muchos parecen basarse en una experiencia pero, en algún momento, tienen un giro que es la experiencia de escribir esa experiencia.
Entonces, si la poesía es hacer, son distintas líneas, pero son todas poesía. En el caso de las listas que mencionabas, o de una obra visual, es difícil llevarlas al libro. ¿Cómo sacarlas, cómo publicarlas?
JIP: Pero sí que hay una matriz común. Cuando uno mira o escucha —quizás se nota más al leer en papel—, nota una ambigüedad que está siempre en tus libros: no queda claro si esas voces que quedan son tuyas o si estás cogiéndolas de otro lugar —porque oíste una frase o algo—. Y también está el procedimiento que usas habitualmente de cortar o encabalgar los versos, las frases, de modo que no queda claro dónde termina o empieza un segmento y que te lleva a un titubeo: ¿cómo leo esto? Decía que hay una matriz común porque esto se relaciona con la combinación y la segmentación, que son más evidentes en prácticas más visuales o sonoras. Y hago la pregunta para llegar a algo que ya tocaste de pasada y sobre lo que quisiera que hablaras más: si el sujeto que aparecía en el libro eras tú o no. Ya empezaste la respuesta; hay una serie de experiencias ahí… Materia gris (2019) es muy melancólico, pero a ti te veo muy contento estos días. ¿Hasta qué punto el libro es un montaje de otras voces? ¿Hasta qué punto pesa más lo metaliterario o la proyección? Todo esto tiene interés más allá de lo biográfico, tiene interés por algo que hablábamos en otro momento: la cuestión de lo lírico. Y es ahí, realmente, adonde quisiera que llegáramos, aunque cueste formularlo con claridad: hay una matriz común en el montaje de voces, propias o ajenas, que lleva a una forma lírica. Hay una forma lírica en tu poesía, en estos libros, mediada por los procedimientos de los que hemos hablado.
AA: Si hubiera que clasificarlos, yo diría que estos son libros de poesía lírica, no épica. Eso con la siguiente reserva: a mí me gusta mucho ese tipo de poesía. Me gusta la poesía que se deja leer como canciones: un libro como un álbum. No me importa si un poema no me dice mucho; basta que me deje un estribillo, alguna imagen, tal como una canción. La escuchas en la radio, te queda no la canción completa sino algún detalle. Y en ese sentido, los libros de poemas breves que se dan al hojeo, que son portátiles, que son conjuntos de pequeñas composiciones más que obras orgánicas con un concepto detrás que unifica… Como suelo escribir como quien tira bosquejos y ve qué sale, tiendo, después de un tiempo, de un par de meses, a tener una cantidad de poemas y, en retrospectiva, uno ve que hay temas, porque reflejan parte de tus intereses o influencias o lecturas. Ahora, ¿qué es lo que yo hago con esos bosquejos? Muchos de estos textos no parten de la necesidad de decir algo sino de haber escuchado algo, alguna frase, o haber leído algo, no necesariamente de literatura sino en el diario, o haber visto algo y tratar de elaborar alrededor de esa imagen, esa frase, ese sonido. Está el problema que menciona César Aira: hay que inventar rasgos circunstanciales.
Mi reserva era la siguiente: que hace casi una década empieza una reevaluación de lo lírico. Y yo creo que en los estudios literarios empieza con Jonathan Culler, cuando hace una charla previa a su retiro y dice: ¿Sabes qué? Realmente la cagamos. Los lingüistas hemos estado preocupados por la novela y aprendimos a leer muy bien la novela y ahí encontramos política, historia… Y dejamos la poesía de lado porque dijimos: bah, esa es una cosa individual, la lírica… Y en el fondo él dice: Bueno, la lingüística moderna parte de quebrarse la cabeza sobre qué pasa en la poesía. Y tira un proyecto futuro: Debiéramos volver —ya estamos aburridos, la novela ya la sabemos leer muy bien, y eso es casi como una industria. Uno puede vivir de enseñar la obra de tal novelista. Y luego saca un libro, un tomo bien voluminoso: Teoría de la lírica, en el que se hace las preguntas que uno siempre se debiera haber hecho. Cuando uno dice lírica, ¿en qué está pensando? En un poema breve, en que quizás hay un sujeto; uno asume que ese sujeto coincide con el autor o la autora del poema, y que está de alguna forma echando mano de su biografía. Pero hay preguntas bien concretas que hacer: si Blake escribe un poema lírico que dice Oh rosa… Qué sé yo, ¿cómo se lee eso? ¿Blake le hablaba a las rosas? ¿Transcribió lo que le dijo alguna vez a una rosa? ¿Se imaginó que…? Y ahí empieza a desarmarse toda esta idea porque, al final, no le estaba hablando a una rosa. O está haciendo que el lector adopte una voz que es totalmente irracional y fuera de lo común. Entonces, entre Culler y Mutlu Konuk Blasing dicen que el poema lírico es un vehículo que te hace adoptar un yo por medio del cual encarnas una voz y un discurso extraordinario, fuera de lo ordinario. Y en ese sentido, insisten mucho, ese yo que habría en la lírica no es un yo biográfico, es un yo público. No es personal. Me interesa ese concepto. Creo que todo esto son artefactos. Aunque yo trafique con contenidos biográficos, a veces míos, a veces de otras personas, el valor de esta poesía no radica en que sean fieles a una experiencia personal, que la describan poéticamente o que estén basados en ella, sino en que logran presentar algo, una composición que se sostiene y que puedes leer o recitar una y otra vez, y cada vez que la lees se produce un evento de lenguaje, una singularidad. Entonces, claro, lírico, pero no según un concepto convencional de lo lírico.
Quizás es difícil decir cuándo se identifica la poesía con lo lírico, pero no es hace mucho tiempo. ¿Siglo XVIII, tal vez? Cuando lo lírico aparece como la manera poética por excelencia. Y de ahí se lee para atrás todo poema que habla desde un individuo como poesía lírica. Pero no sé si Safo hacía esto. Tocaba una cítara y no sé si ella pensaba estoy registrando mi vida o le estoy hablando a una amante. Creo que la poesía inglesa es bien interesante. Hay poetas isabelinos (Andrew Marvell, por ejemplo) que a mí me gustan mucho. Marvell es un tipo que, también, le está hablando a las rosas, a una abeja y, a la vez, su poesía podría ser lírica, pero en rigor está hablando de un acto sexual entre una abeja y una flor. Entonces tú podrías decir: Claro, eso tiene un sujeto que percibe y no es una épica, pero mi concepto de lírica incluye eso. Alguien que no está hablando del sentimiento. Porque también la lírica se asocia a poesía como expresión y expresión de sentimientos personales. Yo creo que acá no hay tanta expresión sino, más bien, construcción de un artefacto de palabras que funciona líricamente. ¿Se podría decir que lo de Quevedo es poesía lírica? ¿O lo de Garcilaso? ¿O que ellos estaban haciendo lo que nosotros, por convención, creemos que hace un poeta lírico?
JIP: Claro. Además allí hay una proyección enorme, hacia atrás, de la idea de sujeto que tenemos ahora. Hay ahí una anacronía, siempre.
Quiero hacer un par de marcas, a ver si sigues por ahí. Primero, para todos los que están presentes: uno de tus libros se titula Banda sonora (2006). Quizás esa sea una imagen muy apropiada para lo que tú haces. A mí me ha sonado siempre como que estos textos son la banda sonora que uno lleva en la cabeza. Digamos que el cassette está puesto en la cabeza y eso está en el borde entre lo personal y lo impersonal.
Quería pedirte que continúes con tu argumento porque, si bien hay material biográfico en tus poemas, hay algunos pequeños obstáculos para el lector: los momentos de ambigüedad y las pausas complicadas de leer. Si uno quiere hacer rápidamente la proyección afectiva y leer en plan biográfico, de pronto hay un bloqueo, un pequeño obstáculo que interrumpe la proyección. No hay inmediatez, hay siempre una mediación.
AA: Hay algo que aprendí de un grupo británico que hacía improvisación —eran discípulos de Cornelius Cardew, un compositor moderno que fue, a su vez, discípulo de Stockhausen—. Ellos hacían algo que se podría llamar música clásica improvisada, pero no con instrumentos clásicos sino con piano, guitarra eléctrica —tocada de una forma en que no se toca la guitarra eléctrica—. Tienen pasajes muy líricos porque el pianista es un eximio intérprete de música contemporánea —Cage, Feldman—, y la regla que tenían era escuchar lo que estaba haciendo el otro y contestarle. Esa contestación podía ser: Te estás poniendo muy dulce, te tiro un… Keith Rowe, uno de los miembros, decía: Cuando uno cae en una forma idiomática, empieza a decir ah, esto suena como jazz… Es el momento de cortarla. Porque la idea es que no se disfrute culturalmente de la música, identificando estilos, sino concentrándose en el sonido, en la experiencia del sonido. Eso me pasa a veces. Digo: Esto está quedando muy dulzón, entonces hay que meterle un poco de prosa, ¿no? Una cosa que usaba mucho, curiosamente, viene de Neruda, del poema más famoso de Neruda, el poema 20, «Puedo escribir los versos…», poema lírico por excelencia, pero si uno lo lee sacándose ese filtro, resulta un poema metaliterario sobre el acto de escribir y, en ese sentido, muy parecido a lo que yo quería hacer en mi primer libro. Dice: «Escribir, por ejemplo». Entonces ahí ya estaba Nicanor Parra —ese por ejemplo es lo menos lírico, rompe todo el romanticismo—. Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada…» Durante un tiempo, cuando me daba de repente la impresión de que algo estaba quedando muy romántico, le ponía un por ejemplo. Como un guiño a Neruda.
Y la otra cosa —bah, lo mismo— es que me gusta mucho cierto arte que surgió detrás de la Cortina de Hierro. El arte de los estados socialistas donde no había todo el material y la cantidad de insumos que tú podrías tener en Occidente. La gente trabajaba con diarios, cualquier cosa, mucho collage. Y me da la impresión, mirando, no sé, compilaciones de arte tipo collage en Polonia, por ejemplo, que es posible que usaran tijeras romas, ¿no? Y que por eso no quedara todo derecho —o que fuera la intención que se viese la costura, no crear un arte ilusorio en el que tú ves un campo abstracto de letras, sino que se notara un pegoteo de pedazos de diarios y que, eventualmente, te fijaras en qué decían esos fragmentos y que la obra tuviera un rendimiento, así, casi en código—. Aquí parece que hay una composición abstracta, pero si ves, todo proviene de una misma noticia, específica —la obra también está hablando de eso—. Me gusta mucho el arte en el que se ve la costura por ahí, en el que se ve el error, la imperfección. Y me gusta porque creo que, curiosamente, es ahí donde aparece la persona o el sujeto; no en lo que este cuenta, en el contenido de la obra. Pienso en William Rowe —gran poeta y lector de la poesía latinoamericana—, quien comenta a propósito de un poeta inglés, Lee Harwood, que muchas veces se deja en blanco cosas en sus poemas. Dice: Yo te quería decir que… y luego, y después comienza a hablar de otra cosa. Esa vacilación o ese error o esa incapacidad de completar el verso te hace entrar en una intimidad con él porque ahí aparece una persona que duda, que no está en completo control de su material y que es tan honesta contigo como para dejarlo así, como para no tratar de embarrarla, de cerrar el poema. Entonces, claro, los espacios o cortes a veces tienen que ver con que se pueda crear una ambigüedad poética, pero también con que por ahí es donde entra el sujeto o, por así decirlo, donde se ve su mano. También pienso en la gente que estudia falsificaciones de obras de arte, los que pueden certificar si una obra es auténtica o no, por lo general se están fijando en eso. Qué sé yo, Leonardo pintaba todo maravilloso pero los dedos los pinta muy mal o las uñas nunca le salen bien. Eso lo sabe alguien que lo estudia muy bien y se va fijando en eso. Si el copista hizo las uñas bien, entonces no es auténtico. Creo que por ahí va el interés, quizás el sujeto —que nos cuesta tanto asumir— está por ahí, en esos blancos. Mi rollo es que hay una intimidad, y ahí entras a conversar con el autor o la autora. No sé si es como lo lee todo el mundo pero esa podría ser la justificación.
JIP: Ahora que mencionaste lo de Neruda —el por ejemplo— me acordé de una charla de Eduardo Milán donde dice que él cree que, en castellano, el primero que hace ese tipo de cosas es Vallejo. Se refiere particularmente a comentarios, paréntesis, observaciones a lo que acaba de decir. No deja de ser la misma operación. Y creo que más o menos va quedando claro, en lo que has dicho, qué es lo que lo hace a un poeta ser contemporáneo. Una de las grandes discusiones siempre va por ahí: qué determina lo contemporáneo.
Hace un momento, en el café, estábamos hablando de esta idea de que el lenguaje no es propiedad del poeta ni de nadie. Se trata de una veta que ahora se está explorando con mucha fuerza y yo creo que eso explica, entre otras cosas, lo rápido que ha crecido la aceptación de la poesía de Mario Montalbetti, que ha tenido un pegón fuerte porque ha dado en un hueco, ha iluminado o señalado esa zona de lo impersonal personal.
AA: No sé si es todavía una moda teórica, pero ya me ha tocado, incluso, cuando fui a una conferencia: La poesía y los commons, los comunes. Es una moda o inquietud porque en buena parte del mundo lo común, lo que no es estatal ni del mercado, lo que nos pertenece por naturaleza y es, mal que mal, el régimen más común y más duradero de usar y habitar la tierra, está amenazado, ¿no? Por poner un ejemplo: en Chile el agua no es común; hay un sistema de derechos de agua que, en la práctica, la privatiza. Quizás en otros servicios uno podría ver la lógica de privatizarlos aunque nunca necesariamente funcionen mejor si la propiedad es privada o estatal; eso no está zanjado y algunas veces me parece que funciona mucho peor. Pero cuando llegamos al agua estamos hablando de algo vital. Y una de las motivaciones de la revuelta que hay en Chile en este momento es que tenemos sequía en casi la mitad del país. Ya no se puede seguir aplicando un sistema en el que solo los que adquirieron a tiempo derechos son propietarios de esa agua porque, en el fondo, el agua es común. No podemos dirimir, ¿sabes? Este tipo que cultiva palta tiene los derechos de antes, entonces ustedes muéranse de sed o dejen morir a sus animales y cultivos.
Pero si ya tenemos un modelo en el que no causa escándalo privatizar el agua, uno diría: ¿Qué pasa con el lenguaje? Ese es uno de los últimos comunes que tenemos, si bien uno podría hablar de una privatización del lenguaje —por ejemplo, en la academia se establecen regiones discursivas que a veces se guardan con mucho celo; a veces uno quiere entrar a una discusión y está inhabilitado porque no tiene el lenguaje—. También el discurso económico opera así, restringiendo el acceso; si uno se mete a esos infiernos que son las secciones de comentarios en los diarios, siempre va a haber alguien que dirá: Tú no sabes de economía. No hables o estudia antes de hablar. Esto no es tuyo, no es tu tema. Te puede afectar directamente pero no sabes de lo que estás hablando. También hay algo así en otras disciplinas. Lo vi el año pasado cuando a alguien se le ocurrió repetir ese experimento de Alan Sokal —hace unos años este tipo escribe un paper lleno de pseudociencia, logra publicarlo en una revista de humanidades, hay una falla en la gente que revisa las publicaciones académicas y ese evento se usa para acusar a buena parte de la filosofía francesa de hablar sin saber—. Al final era a eso a lo que iban: Estos tipos hablan de matemáticas y no saben, no están usando la ciencia como se debe, cállense; la ciencia es nuestra, de los que estudiamos ciencias. El año pasado se repite eso. Y bueno, si ya está claro el punto, ¿por qué había que repetirlo diez años después? Yo escribí algo al respecto. La idea era que surgen nuevos discursos: ya no es Derrida el enemigo sino que es el feminismo, qué sé yo; es de nuevo decirles cállense, ustedes están hablando de cosas que no saben. Entonces hay tendencias así, de privatizar y excluir en el lenguaje.
Creo que una función de la poesía siempre es reafirmar que no, todos tenemos derecho, nadie se puede robar la lengua ni apropiársela, porque la práctica poética tiene que ver con ser un comunero en el lenguaje y hacer lo que te parezca con la lengua y devolverlo para que sea usado por otros y para que sea transformado por otros. Yo creo —o me gustaría que así fuera—, que no es tan importante lo que dice la poesía que yo hago sino lo que es capaz de mostrar. Que no tienes que aprender a escribir poesía bajo ciertas reglas sino que más bien puedes tomar ciertas cosas que escuchaste, juntarlas con otras y, entre eso, mostrar las costuras. Lo que yo quiero decir al lector nuevo es que yo firmo el libro, pero no estoy diciendo esto es mío, sino que es una propuesta: se puede hacer esto. Eso me gustó: eres como un comunero, no un dueño del lenguaje. A pesar de que muchas veces se entiende que la poesía es una especie de uso individual y muy elevado del lenguaje, reservado solo a unos pocos con talento —toda una serie de cualidades superdifíciles de agarrar—. También está lo privatizador en la poesía, pero en mi práctica yo quisiera que se entendiese lo contrario porque no se nos puede olvidar que todos somos creadores, y que esa es una forma de vivir la vida. No solo plegarnos a las reglas que se nos imponen sino también romperlas o ponerlas en cuestión.
Madrid, 14 de noviembre de 2019
José Ignacio Padilla / Lima, Perú, 1975. Se doctoró en Literatura Latinoamericana en Princeton University (2008). Editó la revista more ferarum (1998-2002), además de volúmenes de homenaje a César Moro y Jorge Eduardo Eielson. Ha publicado ensayos de crítica de poesía en revistas como Hueso húmero (de la que es colaborador habitual) y Revista de Crítica Literaria Latinoamericana.