abril 2024 / Inéditos

 
[DESNUDO NUDO]

El perro no le teme a su cabeza. ¿Qué harás con la tuya mientras su peso lastra la mañana? ¿Cuántas habrán rodado como manzanas rojas hasta ti para lograr que el día consiga amanecer? Un escalofrío recorre la afilada sintaxis de la degollación, sus palabras que arden salpicando tu cuello.

Podrías imaginar sólo los brazos, sólo un pie entumecido en la ventisca, fragmentación de ti bajo la nieve. ¿En qué partes de ti crece el pronombre? ¿Es arnés o adherencia que rompió las trabillas? ¿Discrepancia truncada ante la nieve? ¿Lo llamarás cadalso? ¿Mordedura?

El perro no le teme a su cabeza. En la niebla o llovizna, en la luz invisible del invierno, acontece a la velocidad con la que mueve la cola. No se pierde en ninguna traducción. Aunque gima, aunque cambie de nombre varias veces, aunque haya sido amputado varias veces, no se pierde en ninguna traducción. Es mientras, es saltando, es el ahora en todos sus tendones, es su cuerpo caliente entre la nieve. Delicado cartílago sangrando que moja las partículas del frío, el áspero retal en la memoria. Como si esta página fuese la superficie aterida y blanquísima en la que tú también ladras tu dolor……………………………………………….……………………………………………….…………..
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………..………………………………………..Ocho pares de músculos en la lengua del perro apresan la avidez, el agua de este charco, la aplastada canción de los molares. Fluye saliva dentro del hocico. Regatos subterráneos nos escriben.

¿Entrarás en lo blanco cuando aúllas su nombre? ¿Jadeando o ahogándote en su nombre? Vuelves sobre ti, ya no ves nada, ahora perteneces a la niebla. Tropezarás con trozos de lenguaje: saltan, se adhieren como astilla que expulsas al toser violentamente. También en la hoja un párpado del perro: no distingues si es letra o animal.

En la niebla, la arqueología del abandono. Una gasolinera estampada contra el paisaje, resistiéndose a desaparecer, como todo se resiste a desaparecer. ¿Y el perro? Lo buscas, gritas, lo estás llamando. Tu voz retumba en vías de servicio, viales de hospital, largos tubos por los que llegan el gas y la sangre, furgonetas que transportan las frases más urgentes. Tropiezas con guijarros y raíces, te hundes hasta la mitad del talud y del cuadro, no puedes respirar bajo el barniz.

Cae tu cabeza golpeándose y se llena de tierra. Cortarla y que silbe la asfixia, que puedas enterrarla contra ti como muro de adobe o de pintura sobre el que sólo asoma el hocico del perro. Precipicio y pigmento de la herida. El animal no teme a su cabeza. Rebusca en el exceso, en la superposición de capas minerales, en este cromatismo atragantado. Después podrás decir reverdecer (repítelo despacio varias veces) porque el perro trae tierra hasta la página, la llena de abrojos y de salpicaduras.

También él sabe decir reverdecer.

Por eso el diente de perro es una flor, el frágil silabeo ante la muerte. Sobre ti, una y otra analogía. Cuando sonríes, muestras los caninos. La felicidad de ese vínculo óseo. Las piezas curvas, perfeccionadas para el desgarro, recordándote que eres animal. ¿Importa si las palabras están guillotinadas? ¿O tu propia cabeza desplomándose? ¿O el viento ladrando si se acerca a las corzas?

En la noche los dientes resplandecen. Muerden con fruición la cara de la luna mientras brillan azadas y manómetros. Saben que todo es alimento de otra cosa y la encía no deja de sangrar, atormentada por el mandato, la contienda. Pero también sonríen, te acompañan. Qué importa si las estrellas no pueden heredarse: un vagabundo las coloca cuidadosamente en su manta para que el perro duerma sin sentir tanto frío. Una parte del muro los protege. Se acurrucan y silban la estación de la noche. En el sueño ambos se abrigan, se acompañan.

Al amanecer, no hay nieve ni raíces ni mural ensombrecido de pintura. Una excavadora retira los últimos lexemas del abandono, los surtidores y un tapial que se está viniendo abajo. En el precipicio de vivir, temes que el vagabundo sea parte de la misma arqueología del abandono. Sólo va a sostenernos esta luz animal. En la asfixia y cadalso, en la técnica mixta de vivir, amanece de pronto la Erythronium dens-canis, flor silvestre, regalo inequívoco y esbelto que se entrega a los nombres que le diste, como tu boca cede a sus caninos. Hierbecita perenne, diente agudo o sangriento que no sangra. Bulbo ebúrneo que arquea su temblor. La belleza nerviosa y pertinaz.

Has de borrarlo todo de esta frase de sombra. Del poema con perro no queda casi nada. Sólo el perro asomándose hasta ti.

 
 
Notas

  1. Desnudo en la desnuda tierra… (Nudus in nuda terra…). Así todo al nacer (repítelo despacio varias veces). Te pregunta Linneo qué harás con las demarcaciones, con su límite o tajo o cicatriz. Como si fuera nudo, púa traviesa.
  2. ¿Y el collar eléctrico, el candado, la soga? ¿Los tantos lenguajes de la amputación? ¿Las jaulas de personas y animales? Escribir es convocar una presencia. Lo sabía Eunice Odio. Cuando ladro no temo al alfabeto.
  3. Perro semihundido. Perro luchando contra la corriente. Al ser llevado de un lugar a otro, de un dueño a otro, ¿cuál pasa a ser su nombre verdadero? ¿Es que acaso hay un nombre verdadero? ¿Lo pudo intuir Goya? Para tenerlo más cerca, lo pintó al lado de sus habitaciones. Como ya no podía oírlo, la vista supliría esa gran grieta. Restañaría la herida que nombró Kojève: “el hombre es una enfermedad mortal del animal”.
  4. Si la sordera se asociara a un color, ¿por qué no al blanco? ¿Hay un pigmento que se corresponde con cada órgano, como un pie corresponde al hueso del estribo? Exclamación exhausta del color. ¿Y si el lenguaje fuera una enfermedad autoinmune?
  5. Todo siempre significa otra cosa. Juan Calzadilla se preguntaba si las palabras diferencian a su dueño con la limpia precisión con que lo hace el olfato del canino. Pero ¿y si no tuvieran dueño? ¿Los caninos tampoco? ¿Ni los de la boca? Del perro no sé hablar, aunque lo intente.
  6. Tierra de toda flor, todo ladrido. En lo breve y lo extenso, la apertura. Que no cese esta respiración mestiza, cruzada, el bulbo que se arquea.
  7. Cualquiera puede tener lágrimas en los ojos cuando escuchan perros ladrar. Porque cuál de él es él. Pero ¿cómo vamos a saberlo, querida Gertrude? ¿Es que hay algún modo de saberlo?
  8. ¿Importa? No, ni siquiera si es nudo. Sólo la sangre no quiere nunca dejar de manar. Ella, que ha fertilizado todos los verbos (esconderse, reverdecer), es la única que se preocupa por la palabra nudo (torniquete, presión, sintaxis muerta). Tanto pesa la polisemia, su barniz. Que todo lo borre esta luz animal.

 
 
 
 
[COCODRILA & CO.]

La cocodrila asciende del enmarañado fondo de la imaginación, ese suelo grumoso que la aloja en lo oscuro. El dulce horror que canta en las mandíbulas.

Un sonido muy leve en la noche cerrada, el pellizco violento de la intranquilidad. Hay lodo entre tus dientes y la lengua. No sabrás decir bien ni su nombre ni el tuyo.

Predadora, igual que lo eres tú. No te permitas enjuiciar su hambre, sus escamas durísimas, su escudo. Ni siquiera en su lágrima invisible, la carnaza caliente que aún se agita.

Baja un hilo rojizo por las piernas, rubí que se salpica en las entrañas como cordón esquivo e invertebrado.

Nada sabes de ella, si puedes decir ella. Las palabras son ese cordón pegajoso que baja por las piernas sin tocar nunca el suelo. Con él formas un lazo corredizo, lo pasas alrededor de su cabeza, oprimes hasta que tus nudillos sangran.

Pero ¿y la cinta adhesiva para envolver su boca, después la tuya? ¿Queda pegado ahí algún resto de hueso, de matorral, de oscuridad asfixiada y limosa? ¿Qué llega desde el fondo a morder el poema?

Te acercas despacio al animal. En su espuma de sangre es ininteligible. Se seca al sol, deja sólo una costra de lenguaje y un ojo dorado que no duerme, lo estricto y lo flexible que se sueldan como en la forma extrema de los imperativos.

No te permitas hablar de sus pupilas, su sensibilidad adaptativa hacia el agua o la luz. No creas que puedes conocerla. Harías listados de partes de su cuerpo, pero ella es todos sus lados y no te necesita. No ha oído hablar del desaire ni del Apocalipsis. Incluso su nombre procede de un error: saltan letras y dientes en su boca pero eres tú quien puede tropezar y caer.

Arrastra el liquen, la osamenta y jadeo, el desamparo, la prolífica canción de cada cría. Todo lo mancha, todo lo acontece. Salta en la cópula, en la ceremonia sobrecogida de la nidificación. En el cuidado extremo por cada una de las crías. Baila y salta en el golpe de cazar.

Cuando escribes te vuelves su carnaza, el cebo tembloroso, lo que grita y pulula en el lenguaje.

Al fondo de tu boca sólo hay lodo. Se mueve allí, despacio, persiguiéndote. También tú estás buscándola en la noche. Asciende del suelo y sus ojos se abren como vocal perfecta y repetida. El círculo que sueña con la luna, el hueco de la víscera encharcada.

No puedes olvidarla ni escapar. No puedes añadir absolutamente nada que le sea necesario. Nadie puede añadirle ni un centímetro. Ni aunque sea volumen y densidad del miedo. Ni aunque lo anfibio siga sorprendiéndote.
      Porque eres y no eres animal.
         Mandíbula en que gime este vocablo.

 
 
Notas

  1. Leonora sería otro de sus nombres. No es casual que dos oes abiertas, como dos ojos sin párpado la miren con atención. Eso tenía que saberlo ella (¿ella cocodrila, ella Leonora?) porque brindó más de ocho metros de largo a una barca del cocodrilo realizada en bronce.

    Tenía que saberlo cuando escribió sus Memorias de abajo porque no hay un arriba posible para los cocodrilos, aunque se diga tantas veces la palabra superficie. Tenía que saberlo cuando anota: “¡Yo no quería otra cosa que ser buena con el mundo entero, y aquí estaba, atada como un animal salvaje!”

    Se apellidaba Carrington. Entendía el idioma de los vivos y muertos, las zonas de paso a lo salvaje.

  2. ¿El apellido de la cocodrila será su nombre científico? Crocodylidae.

    Lo cierto es que no responde en ninguna lengua: crocodilus (lat.), crocodile (ingl.), crocodile (fr.), Krokodil (al.), coccodrillo (it.), cocodrilo (esp.)…

    Ni en las que conservaron la norma culta ni en las que cedieron al salto, a la metátesis, a la -r- recorriendo ese cuerpo verbal también apetecible. Da lo mismo crocodilo o cocodrilo. En lo alto de la escala alimenticia también se es hijo del pavor y la indolencia.

  3. Antes pudo llamarse cocadriz pero hoy está en un cementerio de palabras. ¿Acudirán las demás como a un cementerio de elefantes? ¿Como quien va hasta el Nilo para negarse tres veces, en el dolor rencoroso de la pérdida?
  4. Puede ocurrir que viajes a San Luis Potosí y no te muerda la curiosidad. Pero debería hacerlo. Los lugares no nos pertenecen, tampoco los animales, las palabras vencidas sobre su inalcanzable piel.
  5. ¿Y las crías? ¿A quién le pertenecen? Sólo el uno por ciento de los cocodrilos que nacen llegan a ser adultos. Perpetúan un llamado que entiendes (no entiendes): entregan vida, la forma más sagrada de aquello que está en ti.
  6. Dices saurio y sonríes. Pero decir lagarto abre una herida en tu boca porque buscas el femenino y, una vez más, tropiezas contra el muro. Deberás masticar las palabras más rudas. Muelas de molino necesitarías y no tienes. ¿Alguien brinda un martillo, una piedra, el socavón del muro? Golpeas la pared con la cabeza. No quedaron nudillos suficientes.

 
* Poemas pertenecientes al Libro mediterráneo de los muertos, publicado por Pre-Textos en 2023.
 

 


Autor

María Ángeles Pérez López

/ Valladolid, España, 1967. Poeta. Profesora titular de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Salamanca. Antologías de su poesía han sido editadas en Caracas, Ciudad de México, Quito, Nueva York, Monterrey, Bogotá y Lima; también, de modo bilingüe, en Italia y Portugal. Autora de los libros Carnalidad del frío (2005), Incendio mineral (Premio Nacional de la Crítica, 2022) y Libro mediterráneo de los muertos (Premio Margarita Hierro, 2023), entre otros. Miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, honoraria de la Academia Nicaragüense, Hija Adoptiva de Fontiveros y miembro de la Academia de Juglares de Fontiveros, pueblo natal de san Juan de la Cruz. Es madre de dos hijos. La acompaña la perplejidad.

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