abril 2024 / Ensayos, Inéditos

Glosas. Cuatro poetas argentinos actuales

 

 
Mensajería privada

El número solicitado no corresponde a un abonado en servicio. Es el quinto intento de una batalla por recuperar la palabra del otro, aunque fuese un monosílabo, algo, para que se diga dónde queda el sitio que imaginamos compartir por prepotencia de refugio.
Ahora que todo pasó y tardará en regresar, el mundo es el pasado inmediato de un mal sueño sin sonido.

La insistencia en sostener el silencio, a esta altura, se parece al desprecio; el que desde la apariencia del desdén se presenta como un sitio informe de contacto que deja mudo de respuesta a quienes nos preguntamos, como Chatwin, ¿qué hago yo aquí?

La situación es la misma en muchos lugares, pero quizá particularmente catastrófica en un país tan acreedor de las imágenes. El cúmulo de ellas generan la pérdida de realidad.

No somos productores primarios de identidad, sino que la buscamos por otros medios. Nos quitaron la posibilidad de crearla por sí misma.

En eso estamos. La revolución que viene será sortear la incapacidad de hablarnos y comprender qué lenguaje corresponde a cada interrogante lanzado al azar.
Es la única manera de terminar un plano.

Limitarse a pintarlo todo de negro.
Todo el miserable pueblo pintado de negro.

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Mario Arteca
(La Plata, 1960)

 
¿Cómo puedo dar cuenta de lo mucho que me pasa con este poema? O de por qué me pasa, porque la cosa va por varios planos diferentes (estético, ideológico, profesional, intelectual, etc.), así que me limito a una cuestión sola: lucidez. “Acumulación de lenguaje que se frustra como comunicación”, escribió, agudo, Diego L. García, acerca de la poesía de Mario Arteca. La forma elegida —ese montaje discontinuo de tramos de discurso diversos, a la manera tal vez de un monólogo interior, basado en hacerse cargo de que hay mucho que reclama ser dicho para lanzarse, entonces, a decirlo incompletamente, por indicios o aproximaciones imprecisas— es la que permite (no tan paradójicamente, me parece) que adquiera la escritura una extraordinaria capacidad de poner en palabra lo verdadero. ¿Verdadero? La sensación de que cada tramo tiene un potente sustento es el emergente de algo que fue condensándose en el silencio y carga una intención; responde a una experiencia, a una relación viva del sujeto del poema con las cosas que le incumben y lo cuestionan: “un artefacto estético anterior a la escritura, que se vuelve pasmo, impresión, después extrañeza”, definió Arteca. Que la materia verbal, no a pesar sino a través de su apariencia informativa sagazmente trabajada, pueda de algún modo asumir qué es lo que realmente está en juego, nos guste o no. Asumir y revelárselo a sí mismo. ¿Algo político? Sí. Por más abusivo que suene, no puedo no usar ese adjetivo, o no tenerlo muy en cuenta. Y existencial (esa pregunta eterna: ¿qué hace uno con su vida?). Y —no encuentro otra manera de nombrarlo— filosófico, si eso implica un afán insobornable de develación, captación de relaciones, no dejar de preguntarse por el hueso cierto de lo que existe y nos excede, no mucho más que para vislumbrarlo —lo que ya es mucho.

 
 
 

 
Marea de mi corazón
déjame ir
en las ligustrinas
como un insecto o como la
misma ligustrina en el rumor
en el rasante
vuelo de las
golondrinas alrededor
de los aleros en la música
minimal donde se hunde
mi vecino mientras tapiza
con golpecitos los respaldos
de las sillas en el sol
rasgado por la brisa
no ser lo otro
lo que mira. Desligarme
del ser hacia aquel
estar mayestático de
la dicha. Alfombra
de orquídeas diminutas
sobre el pasto florecen
antes que la máquina
cortadora de césped
las arrase ¿aprendieron?
Corolas violáceas
enjoyadas que emergen
en cinco días de sus tallos
aprendieron la brevedad?
de la vida sin ser
lo otro que del origen
nos aparta

Diana Bellessi
(Savalla, 1946)

 
“Desligarme/ del ser hacia aquel/ estar mayestático de/ la dicha”. O “aprendieron la brevedad?/ de la vida sin ser/ lo otro que del origen/ nos aparta”. “Poesía del pensamiento”, uno podría decir: cuatro versos que a uno lo obligan a poner a trabajar la mente en torno de un “qué hay ahí”, “qué es lo que eso me propone interrogarme, a qué elemental sabiduría me está llevando a acceder”. De un modo u otro, más o menos explícitamente, todo el poema apunta a algo así, pero lo que más me importa no es ese rasgo sino lo que tiene de “orticiano”: nadie como Diana Bellessi, me parece, se acerca tanto en eso a Juan L. Ortiz o, con mayor exactitud, a esa celebración amorosa y casi absorta de lo realmente existente, sobre todo de lo más “insignificante”, lo que está ahí, de modo que se haga del encuentro con esa existencia algo como una revelación cuyas reverberaciones acrecientan lo que hay de vivo en uno. Reverencia, religiosidad, milagro, son las palabras que se me vienen, siempre con tanto riesgo de ser interpretadas de cualquier modo, pero ahí las dejo: tienen que ver con lo que me pasa respecto a esta poesía y la de Ortiz me pasa. Con la diferencia de que la de los poemas de Bellessi es una mirada más femenina (menos totalizante o ambiciosa, para decirlo brutalmente, si es que hubiera algo de eso en Ortiz), y su estilo y respiración son más actuales; vinculan esa experiencia a un “ahora” cotidiano y plebeyo en el que podemos reconocernos: máquina cortadora de césped, música minimal, el vecino, la pregunta “¿aprendieron?” Y, no menos, el tono de oración musitada, el pedido a un “algo” que está fuera de las seguridades del yo (“Marea de mi corazón déjame ir”), por el que, de entrada nomás, el poema lo pone a uno en actitud de atención, despojamiento y recepción. Entrar en otra onda; ser, al menos por un rato, otro, o dejar de ser el otro en que nos refugiamos para aguantar el programa de estar existiendo. Ah, y especialmente: ternura. Tan poco habitual en lo que se escribe. Como un acceso a la disponibilidad, un placer del alma. Mucho tiene que ver el tono, la entonación, la voz siempre baja, sin que eso le quite firmeza ni, por supuesto, flexibilidad. Lo conversacional, lo musitado como dicho para uno mismo y el ritmo exacto que ello requiere: el poema fluye, sostenido en una naturalidad que él mismo inventa para que lo vivamos como un murmullo de nuestra propia mente.

 
 
 

 
Trobar leu

No le des tanta vuelta, la ciudad
también monta su poema,
y no te espera; por ejemplo,
este comercio al borde
de la quiebra y el grupito
de gendarmes en su puerta,
y el cartel:

ESTAMOS LIQUIDANDO

Marcelo Díaz
(Bahía Blanca, 1965)

 
Algo así como si William Carlos Williams escribiera en castellano y en la Argentina actual. Lo que ocurre, lo que está ahí, potente por su solo estar, y lo que de ese estar nos concierne, porque al fin y al cabo estamos todos más o menos dentro de lo que se llama “la especie humana” (aun más, aunque no únicamente, cuando compartimos una época y un lugar), expuesto sin dramatismo ni énfasis: que sea el “estar” o el “estar ocurriendo” inapelable el que se diga a través de la escueta presentación, en la que cada frase y palabra tiene un lugar y una función muy precisos (no hace falta agregar nada, no hay comentario que “diga” más que lo que se ve o lo que el texto hace ver). Pero también lo que “eso que ocurre” suscita en una mente tan atenta a la ineludible realidad de lo que ocurre, como dispuesta a las preguntas “por qué”, “para qué”, “qué me está diciendo esto”, “cómo se vive”, que podrían ser propias de la filosofía pero en este caso son de la poesía. Algo parecido a las correspondencias baudelaireanas: la realidad “habla” en su lenguaje de darse ante los ojos, y bien puede que eso que se ve sea, visto de ese modo, un poema montado por la ciudad (que a su manera es el país, y el mundo, y el tiempo que nos toca vivir), si hay ojos y cerebros capaces de encontrar esa resonancia. No estamos ante un haiku de Bashō o de Issa, sin embargo: no solamente se presenta algo, no se manifiesta; también algo se dice, en el sentido de declarar, afirmar. Como con el so much depends de Williams, la visión pura, completa en sí misma, resonante, viene prologada, en onda coloquial rioplatense, por “no le des tanta vuelta”. Y un anuncio: “la ciudad/ también monta su poema,/ y no te espera”. ¿Una teoría de las maneras de relacionarse con el entorno urbano, de cómo vivir o al menos ver? ¿Una redefinición de “lo poético”? Lo subjetivo y lo objetivo, cada uno en lo suyo, dialogan, se potencian mutuamente, como para que la sencillez del trobar leu sea una muy cargada. Todo eso en las apenas ocho breves líneas de un poema de Marcelo Díaz.

 
 
 

 
36

Habrá que masticar al mundo y así agotar toda 
obsesión o cómo hacer versos y masticar
piedras y elementos de origen. Nuevamente, la 
materia es fuente, lenguaje y horizonte que reclama. 
No basta con aquello que las palabras significan, sino 
con lo que callan. La falta de forma busca su ser, su estrépito.
La tarea delimita caminos que encierran 
este enjambre de la poesía y su imposibilidad.

En torno a las palabras de enlace, a las cuevas 
displicentes del verso, habrá que vallejear 
en empeño diligente todo denuedo y cruce mutuo.

Persistencia y derredor en la tregua, tantear el 
complot vencedor cuando se dice. Si verbo y hambre 
no vivencian en yunta, la imposibilidad del lenguaje 
gana o parece reducir la emergencia estruendosa 
gramatical, semigramatical o agramatical. 
Persistencia y derredor en la tregua, tantear el 
complot vencedor cuando se dice.

Habla seca, inconclusa. O ese lugar erial en el 
lenguaje donde toda segunda lectura denota y 
reconstruye esquemas indicadores y niveles en 
recluso de ser.

Si la escritura o el mensaje escrito fingen decir, la 
poesía, así, no tendrá ni tiempo ni espacio propio, 
sino componentes sintácticos que se engendran en 
base de rótulos. Esta complejidad y su nivelación 
sanea y reubica nuevos diálogos, descolla sueños, 
cobija sacrificios y reformula componentes de 
producción en profundos signos antagónicos.

Entonces, la página en blanco continuará siéndolo. 
En demasía, a rabiar, en un raudal de palabras al pedo 
como rasgos hartos ya de cualidades y opciones 
sonoras en la refriega.

Dificultad. Conflicto. Esto es lo que suplementa todo hecho poético.

Lucas Peralta
(Avellaneda, 1977)

 
Quienes detestan (no sin razón, a veces) esa poesía cuyo tema es la poesía, están avisados: de eso precisamente se trata —y con qué dedicación y hasta encarnizamiento, se mete en ese berenjenal— la obra de Lucas Peralta. Es que hay casos en que el discurso poético puede encarar como hace falta, o como algunos sienten que hace falta, el candente revoltijo de cuestiones que la poesía suscita a quienes se ven comprometidos por lo que la escritura tiene de desafío, de apertura de rumbos y de vínculos tácitos a todas las cuestiones que el vivir humano pone en juego —particularmente en el caso de Peralta, pero no exclusivamente (todo remite a todo), las políticas—. Poesía lanzada a reflexionar aunque poéticamente, es decir, a través de la puesta en escena de las palabras en movimiento, su materialidad en juego tanto como su apuesta a “decir”, nunca resuelta del todo y siempre irrenunciable. Poesía que piensa y da a pensar o reclama pensamiento, si “pensar” es más un moverse que un arribar a resultados. Quiero decir: a través del cuestionamiento de la escritura, de la de la poesía misma ante todo, lo que hace Peralta lleva a cuestionarse los modos de estar en el mundo, en disputa siempre, no apto para desentendidos ni para espíritus puros ni para que basten las buenas intenciones o la claridad ideológica en la aventura de encararlo. Todo fluyendo, todo en una sucesión temporal que no da respiro. No sé de nada semejante al arrojo integral de esta escritura, una de las que están demostrando en Argentina que jamás puede cerrarse la rimbaudiana búsqueda de otras posibilidades para el trabajo con la palabra, y por medio de las palabras, que tampoco hay fin alguno de la historia en este rubro.


Autor

Daniel Freidemberg

/ Resistencia, Argentina, 1945. Poeta, crítico literario y ensayista. Entre otros libros de poemas, ha publicado Blues del que vuelve solo a casa (1973), Diario en la crisis (1986), Lo espeso real (1996), En la resaca (2007), Sonidos de una fiesta ajena (2012), Abril (2016), Días después del diluvio (2018), Arte dificultosa (2020) y Un hilo naranja (2021). Co-fundó la revista Diario de Poesía en 1986 e integró su Consejo de Dirección hasta 2005. En 2014 recibió el Premio La Rosa de Cobre a la trayectoria poética, otorgado por la Biblioteca Nacional de la Argentina.

abril 2024