Habla, mar
La lengua de los días
abre grietas en el pecho.
Se derraman en ti, en mí,
los nombres del dolor y sus misterios.
Palpas el aire
y amanece un escándalo de aves.
Respiro junto a ti.
Te respiro
y te guardo en mí,
y te lloro
y soy la tempestad
que callas.
Un roce deforma el corazón
y todo lo empozado
se vuelve latido,
marejada.
Beso tu puño
y abraso tu inocencia;
el oro renegrido de los látigos,
la pira del árbol de la vida.
Para abrir las puertas del paraíso
beso tu puño,
abrazo tu inocencia,
la lengua de los días me derrama.
Agua lustral
I
Ahora que mi carne se ha quemado,
regresa el mar hacia la buganvilia.
Allí, en la misa glotona de los zanates,
me acunaba hasta quedar dormido
y entonces la casa agazapaba su furor de iceberg.
Una tarde entendí el evangelio de mi sangre:
Amor, festín de heridas.
Mis padres,
ardientes monolitos,
celebraron su comunión de lutos
y nacimos potros enfebrecidos por la paz del plomo.
La casa se expandió como fosa común
y nada,
ni el velo del ocaso,
ni el barullo glotón de los zanates
sirvió para acunar nuestros sueños.
Desollados desde la raíz
por la savia de la vida
que todo pudre y fecunda en su hermosura,
bebimos del corazón ahogado en las tormentas,
del río y la noche reventando en nuestros cuerpos.
Quebrado como parte de un coro prisionero,
oré al agua teñida por los almendros rojos.
Allí, en el silencio fiel de la calle,
bebí de la algazara de las aves y me inicié en su rito.
El ansía frente al alba y la noche,
la ardiente bienvenida a las estaciones,
la voz del celo, del frenesí, del miedo.
Nació en mí el vértigo de otras voces
y escribí mi nombre
y los nombres de la noche
antes vedados a mi puño.
Luego escribí la adoración al Rey de bastos,
el estruendo de sus arpas y una súplica,
una herida que escapa al clamor de mi voz
y que encuentra su cauce en estos márgenes.
Extraviado,
asolé los rincones de mi lengua de muertos,
hablé con lo profundo,
lo herido,
lo puro de esta sangre
y lo llevé de mis labios a los labios del mar.
Mar,
me entregaste las bellezas del vuelo,
el frenesí de la caída
y a mi hambre de amor sólo le quedas tú.
II
La noche avanza.
Mientras brego por llegar a la otra orilla
sigo el eco del tiempo sin comienzo,
caudal de aves que extiende su manto más allá del vacío.
En este desarreglo de todo lo sentido
no dicté ni una sola palabra.
No fui yo quien inventó la carne.
Fui arrastrado por mi propio cadáver,
escriba de tormentas,
almendro en fuego,
llama del amor purificado.
III
Llega el final de la noche y ardo.
Bebo la luz del río de lastimeros nombres,
luz que entrega el olvido y la memoria,
luz que dibuja mi reino al fondo de esta máscara.
Deambulo
Soy la ciudad líquida de Oriente
Soy todas las palabras y ninguna
Uno de los alucinados por la vida
Paria de mis instintos
del destino y todo lo adorado,
soy quien va por la noche eterna y sin estrellas
que revienta y se hunde en el silencio.
Soy un astro degollado que va al río,
a la primera lluvia,
al mar que recomienza.
Aquí,
en el vientre del temporal,
hablo y la sangre me revela.
Me pudro con fervor
en esta raíz que es lodo
espina
oleaje que me borra

Autor
Fernando Alarriba
/ Mazatlán, Sinaloa, 1983. Poeta. Licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara. Tiene una especialización en Gestión Cultural y Políticas Culturales de parte de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Autor del libro de poemas Loto (2013). Su obra se ha publicado en numerosas antologías y revistas.