Mariano Peyrou, El mar hospital es el mar aeropuerto, Espasa Poesía, Barcelona, 2023, 80 pp.

“El mejor autorretrato que conozco es de un/ pintor que mira un huevo y pinta un ave”, escribe Mariano Peyrou (Buenos Aires, Argentina, 1971) pensando en René Magritte. Creo que esta imagen condensa los fundamentos de su trabajo estético, tanto como aquella otra puede servir para entender la importancia de lo no visible en el pintor surrealista. El mar hospital es el mar aeropuerto puede leerse como una antología de poemas sobre el exilio, pero, sobre todo nos deja intuir de qué forma lo invisible atraviesa toda la poética de Peyrou. Un libro extraordinario que asombra por su homogeneidad pese a reunir poemas escritos a lo largo de varios años. Este autorretrato de una vida de exilio donde el yo se disloca de forma permanente, sirve también para intuir que para Peyrou la escritura es el arte de pensar, como decía Magritte de la pintura.
Pretendo una reseña pero me voy del centro. Y aunque esto pudiera molestar a quien intente acercarse a mis palabras para desentrañar la necesidad de este libro, pienso que no hay mejor forma de hablar de la obra de Peyrou que rodeándola, dejándose llevar por los desvíos que propone constantemente su poesía. Su trabajo, dice, es defender lo que parece inútil: “Yo defiendo lo leve/ Es mi trabajo”, y abre puertas a una percepción desconocida del lenguaje, donde lo tangible, aquello que consideramos cierto, es la brecha que permite la existencia de una cosa que no está pero que posibilita lo que sí. Y en ese bulbo raquídeo que conecta lo material con lo sensible aparecen la duda, el desvío y la contradicción: “¿Y si fuera el día la mentira, y estuviera/ en la serenidad la distorsión,/ en casa el enemigo?” Parte de ese desvío tiene que ver con la enajenación, imprescindible para todo acto valioso de escritura. “Mi cuerpo está fuera de mí”, leemos. En Peyrou la enajenación o extrañeza no sólo es distancia con el cuerpo sino también lengua que se dobla, lenguaje que pierde tono para rebuscar en lo oscuro de las cosas. Y en esa distancia que crece entre el yo y el mundo la expatriación se ubica en el centro de la experiencia vital y poética.
En este libro los poemas trazan un mapa sobre la experiencia exiliar, tanto desde el punto de vista del cuerpo como desde el punto de vista del espíritu (léase aquí como el lenguaje). En esa extrañeza se construye una nueva relación con el mundo, donde se siembra desde la herida: “la patria de un escritor es su malestar con la lengua”, escribe Peyrou. Y vamos a conectar esto con otro de los elementos más significativos de su obra: el desplazamiento del yo a la identidad plural. “Detrás de todos está el uno”, escribe. Pero, como ya lo dije al hablar de sus Diciembres iniciales (Pre-Textos), insisto en que la otredad para Peyrou es una voz coral que no viene de fuera sino de dentro, quizá más cerca de Whitman que de Rimbaud, y lo dicen bien estos versos: “Mirar desde fuera o, mejor dicho, desde dentro con ojos de fuera”. Ese desplazamiento horizontal configura la identidad exiliar y determina también el paso del yo por el lenguaje. ¿Qué ofrece esta experiencia de novedoso para la poesía de su tiempo? Esta pregunta me parece importante y voy a ahondar en ella desde varias miradas externas a la poesía de Peyrou, porque hay vasos comunicantes entre poetas que viven y escriben desde esta extrañeza migrante.
Olga Orozco escribe: “El tiempo se hizo muro y no puedo volver”. Una idea común, ésta del yo dislocado, entre exiliados y expatriados. Valeria Correa Fiz escribe “Duele en los tendones el saber/ que no hay/ adonde regresar”, en un poema que termina: “no hay cuerpo que aguante esa distancia”. La poética migrante todavía no ha sido tomada lo suficientemente en serio; no se trata de pensar el exilio como una experiencia personal que influye en la escritura sino en el exilio como una experiencia estricta del lenguaje. Lo digo y pienso en lo que escriben Andrés Fisher y Benito del Pliego en el prólogo de Caballo en el umbral, antología que reúne la obra poética de José Viñals, al referirse al hecho de que aún no se ha producido un debate en torno a los puntos de contacto entre inmigración y poesía: “Visibilidad borrosa, intermitencia son conceptos que podrían utilizarse para entender el modo en que la sociedad española mira (pero no siempre ve) a los inmigrantes”, leemos. Esa visibilidad borrosa es lenguaje que cruza los límites del propio lenguaje, poesía que crece llegando a los rincones inhóspitos de la lengua. Ese libro, como toda la obra de Viñals, podría orientarnos en una comprensión de la experiencia del lenguaje, cuando no es herida personal sino herida de la lengua —es decir, la forma manifiesta del escritor en guerra con su lengua—. “Es lo que se imagina lo que corta, lame más hondo”, escribe Peyrou. El empeño de Peyrou por nombrar lo que no está es una constante, provocada posiblemente por la nostalgia por lo no vivido. Cuando el yo es partido y las vidas posibles (ya imposibles) dan paso a otras vidas muy distintas, se inaugura una nueva melancolía: no de lo perdido sino de lo soñado y roto para siempre. La patria que se pierde es también la patria imaginada. Y la poesía sirve como espacio para activar el pensamiento de la orfandad a través de la conquista del lenguaje. Arturo Borra: “La poesía en exilio carece de refugio y está condenada a errar”; el poeta piensa el exilio como la imposibilidad de tener una patria y confirma que este tipo de escritura supone “no estar en el lugar común en que se vive”. Este desplazamiento posibilita una obra distinta, siempre en movimiento, siempre en guerra con las formas y también siempre libre. Y en la noche lo falso será verdad y todas las posibilidades veremos ampliadas a través de la lupa del lenguaje. Eso también nos lo enseñó Viñals, que escribe: “Ha cruzado una bandada de cuervos. ¿En qué latitud estoy?/ Mi aguja imantada dice que en el norte, mi instinto perruno/ dice que en el sur. Vendrá la noche y todo me será revelado, hasta los vocablos cardinales”. Al leer a Peyrou todas estas voces se amplifican, en ese vínculo común del que escribe desde un lugar que está dentro y fuera, fronterizo pero también en el centro de la experiencia. Como mínimo necesitamos una honda conversación sobre los aportes que esta poesía migrante supone para el pensamiento poético contemporáneo. Quien me lee podrá notar que he nombrado sólo a poetas migrantes de Argentina. No es casualidad. Esta nostalgia del futuro en nosotros es previa al viaje y podría considerarse nuestra principal herencia. Venimos de los barcos y ese carácter mestizo y melancólico es uno de los puntales de nuestra idiosincrasia. En la poesía de Peyrou esta herencia se manifiesta no sólo cuando escribe sobre el exilio, pero quizás adquiera aquí su potencial más hondo.
El futuro y su conjetura ocupan un lugar vertebral en la obra de Peyrou. “El futuro tira/ con tanta fuerza como el pasado/ y no es menor su carga de melancolía”. En ese futuro hipotético está la voz principal de este libro y tal vez de toda su obra poética, porque toda inquietud sobre el lenguaje es pregunta en torno al porvenir. Lo que pudo ser y no fue. Esa vida rota que pudo ser distinta. Las preguntas sobre la experiencia y, también, sobre el lenguaje. La construcción ficcional de una historia paralela. La creación de una mitología del desarraigo que traza un camino desde el presente hacia el pasado para acceder al futuro: “aprovechar estos y otros azares para mirar atrás,/ porque es la única dirección en la que se ve algo/ digno de contarse”. Y del pasado lo que le interesa al poeta no es lo que se ha perdido, sino lo que existe en forma de fábula en la memoria. Lo único verdadero, porque “lo único imposible es el ahora”, escribe. Y luego: “lo que está presente es otro presente, el presente que no es”. Partiendo de ese cruce temporal la voz poética se alza para construir un nuevo espacio, una casa que contenga esa extrañeza pero, sobre todo, que la ponga en palabras. Asumiendo dicha experiencia como un acto de amor. Creo que esto sirve: “Amar es una apuesta por otro punto de partida”.
“La poesía es siempre un lenguaje ajeno”. Vuelvo a estos versos y a esa idea de Peyrou de que existe cierta distancia con lo que se escribe, como si el poeta fuera y no el que habita en esas palabras y como si las palabras pudieran ser de otro. Nuevamente: los otros. Tan presente ese mirar ajeno en este libro. “¿Cómo será ser otro?” se pregunta con Hopkins, y piensa en las similitudes entre ser exiliado y ser escritor. Esa experiencia que transforma los rostros conocidos y vuelve extraña la casa que se llena de miedos. Leemos “algunos de los que no viajan conmigo tienen miedo” y más adelante dirá “alguna de esas luces fue mi casa”. El otro, los otros y el lenguaje inhabitable vuelven constantemente en la poesía de Peyrou. Tenemos una patria que es lengua partida, rota, donde las preguntas sobre el decir no acaban nunca. Todo ello viene a decirnos esta maravillosa antología del exilio que, aunque se construye de escenas muy íntimas, nos ofrece un relato comunitario. Quizá por esto: “Eso que vuela es lo que me vuelve otro”. Si podemos pensar que Magritte no está en su cuadro La clarividencia, porque no es artista ni huevo ni pájaro sino un otro que observa con perplejidad desde fuera de escena, también seremos capaces de intuir que Peyrou está y no está en este libro. Y, sin embargo, cuánta intimidad, cuánta dulzura, cuánta palabra invocada desde lo sensible y lo íntimo. Un libro fascinante, una plegaria para quienes estamos lejos de una casa que se aleja en la bruma de la memoria.
Autor
Tes Nehuén
/ Argentina, 1983. Poeta y periodista literaria. Creadora del blog Bestia Lectora, donde realiza reseñas de libros y entrevistas a escritoras y escritores. También colabora en los sitios Cuento Volador, Galerna Estudio y Poemas del Alma. Todos los pájaros que vimos (2022) es su libro más reciente de poemas.