octubre 2023 / Ensayos

Interrupción y continuidad del silencio. Apuntes sobre la vida y la poesía de Charles Simic

 

 

Sólo la poesía puede medir
la distancia entre nosotros y el Otro

Charles Simic

Según Cioran, el silencio es tan antiguo
como el ser, quizá aún más antiguo.
Se refiere al silencio antes de que hubiera tiempo.
Es el único dios en el que creo

Charles Simic

 

Hay un sentido vertical del viaje que llamamos vida. Acudimos a la expresión para comunicarnos. Y aunque somos seres superficiales, terrestres, atados a cinco sentidos y a la idea del tiempo, muchas veces encontramos las palabras en un ascenso o descenso interior y, por lo tanto, invisible. No debe apenarnos la ignorancia de ser para nosotros mismos, constantemente, un territorio inexplorado. Llevamos siglos lidiando con esto. Construyendo no sólo destinos, también transportes para intercambiar experiencias físicas y espirituales. Leer poesía es elegir en el catálogo ser turista abisal. Leer a Charles Simic (Serbia, 1938-Estados Unidos, 2023) es viajar en un tren nocturno. Trayectoria impredecible aunque, hay que decirlo, segura. Insomne. Un viaje que no admite pasaportes ni certezas porque, a bordo y de un vagón a otro del asombro, lo que menos importa es quién eres, sino a dónde te lleva la búsqueda de la libertad. Una búsqueda que no niega el humor oscuro de una noche que aún no sabemos cuándo acaba.

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No recuerdo el día que descubrí la poesía de Simic. Tampoco el primer poema suyo que traduje. El 18 de abril de 2017, a medianoche, guardé en mi computadora una versión del poema “Cuchillo”. Es la pista más cercana. Antes de decidirme a traducir El libro de los dioses y los demonios (1991), cuya versión estoy por terminar, mi criterio era elegir los poemas que más me gustaban:

Si lo que quieres
es un poema,
toma un cuchillo;
Una estrella de soledad,
ascenderá y se posará en tu mano.

Me atrajeron en un inicio aquellos textos breves y enigmáticos, de una sencillez extraña. Lo mismo hablaban de una bala o de una sandía que de cuervos o cuchillos. En ellos, la oscuridad era una constante. “El cuchillo alumbra el camino”, dice Simic en los versos que anteceden a los arriba citados. Me tambaleo en mis recuerdos, pero esa luz me guía.

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El silencio de lo que no logramos recordar.
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Leer es interrumpir al silencio. Lo ideal es hacerlo por placer, pero lo hacemos también por desesperación. Se lee poesía por elección. Como una forma de escuchar a otrxs. Como quien enciende una radio prohibida en la oscuridad de un silencio impuesto y se siente libre al mover el dial en busca de señales. Sí. El poema nos permite sintonizar una estación capaz de informarnos sobre una realidad extraoficial. El poema es un espía de vuelta.

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Marco Antonio Murillo, amigo yucateco de generación en la FLM, me prestó un día Alquimia de tendajón (1996). Tal vez ahí conocí a Simic, ¿o hablamos de que ambos lo conocíamos y por eso me prestó su libro? No estoy segura. Olvidé también lo que el serbio hizo en ese homenaje a Joseph Cornell. Recuerdo que no entendí el libro en aquel momento, y lo que es peor: no me gustó. Años después, en la librería xalapeña Los Argonautas, del difunto Marduck Obrador Cuesta, compré un libro editado en Nueva York sobre Cornell, lleno de imágenes de su obra y explicaciones sobre su arte. No me sorprende que inspirara a Simic a escribir un libro. Es fascinante. ¿Debería releerlo? No lo sé. Lo que viene a cuento recordar son las tardes y noches que pasé leyendo y traduciendo a Simic, Sylvia Plath y Ted Hughes, entre otrxs, en la antigua casa ubicada en la calle Liverpool. Un año antes, todavía en Xalapa, había descubierto a James Tate. Lo entrevistaron para “The Art of Poetry” del Paris Review. Me enganché. Como a Simic, lo leí y lo traduje.

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Hallado en la página 212 del libro de memorias de Simic, Una mosca en la sopa (2010): “Los poemas son instantáneas de otras personas en las que nos reconocemos a nosotros mismos”.

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El silencio anterior a la escritura de un poema o un ensayo. Su duración variable.
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A media guerra, un niño enciende la radio por la noche. Un país ocupado se reduce a una habitación a oscuras, a un corazón de apenas unos cuantos años acelerado en busca de otras voces. Ocurre en 1943 y ese niño es Charles Simic. No hay ruido en Belgrado. El poeta manifiesta su gusto por lo prohibido. Se muestra insumiso ante el silencio. Hace hablar a la noche y aguza el oído, sin comprender del todo los significados terribles que traería su acción de ser descubierta.

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A mí no me gusta la poesía, dicen muchos con orgullo como quien dice apaga esa radio, está descompuesta.

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En un sentido, Charles Simic fue un inadaptado. Su pasado bélico no lo abandonó al huir de las guerras de Hitler y de la ocupación estalinista del Este de Europa: la miseria, la crudeza industrial y la violencia capitalista también las encontró en Estados Unidos bajo formas que no por menos explosivas dejaban de ser inhumanas. Para poder mirar ese nuevo país que lo recibió, sin cerrar los ojos por orden de la gratitud, Simic evitó caer en la idolatría de los referentes yanquis. Eligió el inglés para escribir sus poemas pero no lo hizo por falso patriotismo. Tampoco por renunciar a su cultura de origen; basta leer sus libros de poesía para encontrar anécdotas y referencias a su país natal y a su gente. Acaso lo hizo por neutralidad: quería ser leído y practicar ese idioma que ahora era su mundo. Al convivir con múltiples inmigrantes con aspiraciones intelectuales no le quedó más remedio que sospechar del interés que tenían por “superar a los nativos en su amor por Henry James y todo lo que representa” (Simic, 2015, p. 21). A él, a diferencia de otros, el miedo de no pertenecer no lo dejó caer en la tentación de fingir un renacimiento solo para ser el hijo favorito.

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Todx poeta es inmigrante. Le da por buscar refugio en mundos imaginarios que está dispuestx a reflejar.

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Simic, amigo de chicos malos desde los cinco años, fue marginal en un círculo de marginales. Muchos con un índice de “maldad” superior. Podríamos decir que, más que malo, era un chico bueno sin prejuicios o una moralidad marcada. En lo que estaban de acuerdo él y sus amigos era en cuestionar y desafiar las reglas. En América, el poeta logró llegar a la universidad y con el paso de los años se convirtió en un tipo respetable; su pasado problemático quedó oculto a la vista. Pero nunca dejó de abrir la boca. Sí, algunas veces se quedó callado porque convenía a sus circunstancias, pero por lo menos en la escritura practicó su desobediencia una y otra vez. De adolescente en Europa, sus maestros le auguraban un futuro de fracasos. La vida le permitió desobedecer. Viajó a una América que le permitió transformar su suerte y sus sueños.

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Simic huye de las voces de sus padres peleando. Busca. El silencio que propicia el insomnio. El silencio de los libros que abrió en la biblioteca de Newberry. El silencio de pensar el por qué y el para qué de escribir poesía. El silencio previo a la destrucción de doscientas páginas de poemas. El silencio de las noches oscuras y lluviosas multiplicándose. El silencio sepulcral. El silencio siempre interrumpido.

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El color de la guerra es el gris. Unas vacaciones entre los escombros: la crema y nata de lo mejor y peor del espíritu de la humanidad. Solidaridad y envilecimiento. Los niños en la década de los cuarenta del siglo pasado acuden a la crueldad por mímesis. Como Simic confirma en sus memorias: si no es el sufrimiento, es su simulación. Los niños juegan a la guerra en medio del gris, del frío, de la lluvia. Un otoño mental. Años después, en 1954, el poeta encuentra en la capital de Francia el mismo color de la posguerra: “¡Siempre gris, siempre lloviznando!” (Simic, 2010, p. 70). Lo que en Belgrado era cotidiano, se le revela extraño en París: la pobreza, el hambre, lo ridículo de las ropas que tiene que usar. Pero su familia y él se aventuran. Deciden pasear y hacer malabares con sus recursos. A su pequeño cuarto de hotel, a su condición de extranjeros, oponen la libertad propia del flâneur: “La idea era llegar a conocer la ciudad entera, y lo logramos” (Simic, 2010, p. 72).

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Quien escribe ensayo, vaga. Es decir, explora. Se pierde a favor de la sorpresa. Elijo vagar por las palabras de Simic como por las calles de una ciudad invisible. Se parece a Belgrado, a París, a varias ciudades de Estados Unidos. Sin embargo, no existe. Como escritora, intento traducir los sentidos de una serie de postales provenientes de ese lugar. No. De ese No-Lugar llamado Charles Simic. Él mismo dedicó parte de su vida a traducir la realidad. Pasó de un país a otro, de una ciudad a otra, de una lengua a otra y además tradujo al inglés a otras voces que, a diferencia de él, se limitaron a escribir en su lengua materna. La ciudad que recorro al leer Una mosca en la sopa (2010) y El monstruo ama su laberinto (2015) es una traducción de los espacios interiores y exteriores que Simic recorrió. En ella soy una desconocida. Apasionada por un yo ajeno: el de un poeta al que los espejos le mostraron el valor de aprender a desconocerse a sí mismo.

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Como amante de las calles, Simic es un amante de las cosas.
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El excéntrico silencio de las ciudades que pierden color en la espera, en la sospecha, otorgan a personas como Simic la posibilidad de explorar a solas sitios sin gente. En Belgrado, durante su infancia, acaba por conocer “todas las esquinas y escaparates de la ciudad” (Simic, 2010, p. 63). La historia se repite en París cuando tenía 15 años.

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Si la vida del pasado es una vieja película, sus negativos están intervenidos.
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Un ensayo que sea una serie de retratos de Simic tomados al leerlo. Una serie de polaroids donde las muecas sean la norma: el sarcasmo silencioso de una sonrisa entre líneas.

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La lección que le dejó la guerra a Simic fue aceptar, antes que la comodidad, la incertidumbre. Como extranjero la pregunta “¿quién eres?”, en boca de burócratas, acabó por revelarle una gran broma: la de la identidad. Pudo ver con humor el peligro de estar a un acento o a un trámite de no ser bienvenido en cualquier sitio. Sobrevivir era, a fin de cuentas, absurdo en un estado con aspiraciones policiacas. ¿Quiénes podemos ser en un lugar donde nuestras decisiones no cuentan? En las memorias de Simic él es quien no decide, un personaje secundario. Seguimos viviendo en dicho estado y en muchos países las condiciones son más que adversas. A veces pensar, sentir y desear bastan para descubrir nuestra condición de extranjeros. El silencio impuesto a nuestras acciones de libertad. A veces la poesía y sus juegos, como en la infancia, bastan para dejarnos ser enigmas. La interrupción del silencio abre otras ventanas.

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Chicago le brindó a Simic la imagen necesaria para sentirse como en casa: la de una América contradictoria. Al observar con detenimiento las dinámicas del lugar comprendió, pese a su fuerte atracción por el sueño americano, que la pesadilla de la que creyó escapar era universal. La pobreza, la fealdad, la injusticia le dieron la bienvenida tras el desembarco en el puerto de Nueva York aquél 10 de agosto de 1954.

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El silencio de los libros leídos a escondidas en la librería Doubleday, ubicada en la Quinta Avenida, donde Simic trabajó. El silencio envidia. El silencio fascinación de su juventud y presencia todavía anónima cuando asistía a los recitales, descifrando su destino en una esquina cualquiera al fondo de uno de tantos cafés neoyorkinos.

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El imán del humor me llevó a Tate y a Simic. Escritores diferentes pero cercanos. Ambos crean una combinación literaria fuera de lo común: poesía con humor. Ambos rescatan anécdotas, cuentan historias sobre el sinsentido de la vida y a veces fantasean. Tate elige tomar su distancia y, lejos del protagonismo, crea una colección de personajes ridículos, tragicómicos. Simic, a diferencia de él, usa un yo evocador de atmósferas, reflexiones y aventuras solitarias o compartidas. Ambos se burlan de la falsa erudición. Cada uno, en su noche oscura, escribe contra la seriedad de la experiencia. A mi parecer, Simic es más reservado. Una sonrisa sarcástica, torcida. Tate es más explosivo. Una risa burlona y astuta. Leyendo Una mosca en la sopa (2010), pienso que esto podría deberse a las distintas infancias y adolescencias que les tocó vivir. La guerra hizo que Simic se enfrentara al silencio de una forma que Tate, hasta donde sé, no conoció. Aturdido, en un ambiente de violencias, cercado por el miedo, jugó su soledad temprana en silencio por lo que, al crecer y escribir poemas, su expresión —aunque insólita— también es sobria.

La literatura de Simic es un silencio estrafalario. Pese a truequear pólvora que encontraba en la calle con otros niños después de los bombardeos en Belgrado, sólo por matar el tiempo, el humor de sus poemas no es explosivo en un sentido de risa expansiva —como sí lo es en algunos poemas el de Tate (“Un sonido como trueno lejano”, “Los animistas”, “El hombre del incienso”, por citar poemas incluidos en Río perdido, libro de 2003 que también traduje)—. Diferencias aparte, existe entre los dos una afinidad considerable. Se burlan como hacen los grandes cómicos: su pasión por la condición humana logran expresarla en una trama. Esa es su forma de filosofar, y el poema, su medio de expresión. Ambos nos cuentan historias donde la vida es como es: contradictoria, inexacta, incierta. Lo demás es para los moralistas, para los que se aferran a una verdad sospechosa:

Lo que comparten todos los reformadores y los constructores de utopías es el miedo hacia lo cómico. Tienen razón. La risa socava la disciplina y conduce a la anarquía. El humor es antiutópico. Había más verdad en los chistes que contaban los soviéticos que en todos los libros que se han escrito sobre la URSS (Simic, 2015, p. 86).
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Días después de la escritura del fragmento anterior, paseando por el laberinto del monstruo (los cuadernos que Simic publicó en la colección Umbrales de la editorial Vaso Roto en 2015, en traducción de Jordi Doce) encuentro la siguiente anotación: “Dicho por Tate: ‘Es una historia trágica, por eso es tan divertida’”.

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Todo tiene solución, menos la suerte.
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Crecer, para el poeta, será advertir la farsa: Es mejor ser nadie. No tomarse del todo en serio la tragedia, elegir el humor y a través de él cuestionar lo establecido. Es así como encuentra, en su condición de inadaptado, su identidad. Como Frankie, la protagonista infantil de la novela Frankie y la boda (1946) de Carson McCullers, Simic “sería un fenómeno”. En el circo del mundo. En el circo del poema. Desentonar a veces es un destino. Peligroso en tiempos bélicos. Y aun con todo lo terrible que hay en ser y sentirse extranjero, a muchos, como el mismo Simic, los acompaña la suerte.

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El silencio del domingo al amanecer. El silencio que rodea a Simic cuando se inclina sobre el papel y escribe: “creo que en mis sueños la gente camina con pasos apagados, porque no se escucha ningún ruido” (Simic, 2010, p. 144).

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Leer las memorias de Simic es divertido. La parte dedicada a hablar sobre su proceso creativo a través de los años es de una humildad deliciosa. El poeta como un payaso en el camerino, frente al espejo, desmaquillándose mientras nos cuenta su mejor chiste, el que intenta explicar por qué decidió sacarle brillo al lenguaje sin miedo a hacer el ridículo. Ese atrevimiento es el que lleva al escritor a interrumpir con palabras, una y otra vez, al silencio. Todo aquél que como Simic ha tenido el deseo de ser un “gran poeta”, corre el riesgo de no desconfiar de sus arrebatos poéticos, de lo que genera un ego mimado. Varios cometen el error de creer que todo lo que sale de su pluma es publicable. A Simic le gusta no sólo admitir sus errores; también se burla cuando nos cuenta cómo “a las noches de dicha creativa les sucedían días de náuseas” (Simic, 2010, p. 153). La relectura le reveló el absurdo de ciertas “iluminaciones”. Esos ensayos fallidos le mostraron el valor de la operación inversa: devolver al silencio aquellas palabras que una vez lo interrumpieron:

He tirado a la basura cientos de poemas a lo largo de mi vida, cuatro capítulos de una novela, el primer acto de una obra de teatro y unas cincuenta páginas de un libro sobre Joseph Cornell. Escribir poesía es el mayor de los placeres, pero también lo es hacer borrón y cuenta nueva (Simic, 2010, p. 153).
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Intoxicado de filosofía por las noches, Simic pasó su juventud rodeado de una ciudad “cada vez más silenciosa” (Simic, 2010, p. 231).

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En el insomnio cultivó toda su vida una relación con el silencio, a veces por necesidad y a veces por placer. Su oficio literario lo condujo a experiencias de inmersiva soledad, a silencios donde el ser se abisma: como Salvador Elizondo en “El grafógrafo” o Xavier Villaurrutia en sus nocturnos, Charles Simic confiesa: “Me veía contemplarme. Una experiencia muy rara” (Simic, 2010, p. 231).

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El silencio dichoso de un teléfono en una cabina francesa de policía que no suena, la felicidad de que “NUNCA PASE NADA” (Simic, 2010, p. 198). El silencio de los meses sin sexo y, por lo tanto, sin amor en Toul y Luneville durante el desempeño militar del poeta en Francia.

El silencio anterior de Simic limpiando letrinas a bordo de un buque de transporte de la segunda guerra mundial, mientras cruza el atlántico y se dirige a Alemania en compañía de 4000 soldados mareados.

El silencio de comer hasta sentirse como cerdo: manifiesto en la cacerola inmensa donde la tía Ivanka Bajalovic guisó alubias “para un regimiento”, o en la serie de pastelerías que Simic visitó con un amigo el 9 de mayo de 1950, cuando cumplía 12 años.

El silencio compartido.

El silencio de media familia borracha, entre ellos Simic, después de escuchar a uno de sus mayores recordar cómo, durante la guerra, se hicieron la vida imposible entre ellos a pesar de ser familia, porque no era suficiente tener a ocho bandos distintos lanzando bombas.

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La escritura prueba que el silencio deja huellas.

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La palabra eternidad aparece varias veces en los cuadernos de Simic. También los trenes cruzan en múltiples ocasiones las páginas de su laberinto y de sus memorias. Bajo el influjo de estas repeticiones, vino a mi mente un anagrama de “eternidad” y una metáfora que surge al unir ambas apariciones: el tiempo del poema es un tren de día que continúa su camino hacia rumbos desconocidos. Nos queremos subir a ese tren. Abajo está el horror de la Historia. Los cadáveres de una guerra oscura iniciada hace siglos. Necesitamos, en pocas palabras, un destino poético que se oponga a ese tiempo destructor cuidado por carceleros endemoniados.

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El silencio emotivo y reflexivo de Simic al sintonizar una emisora que reproduce vinilos de gospel mientras conduce “por una carretera del Oeste de Virginia”, que le ayuda a pensar en la diferencia entre el dios manifiesto en un coro y el dios “que se presenta o que no se presenta a los solitarios” (Simic, 2010, p. 220).

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Hace varios años escribí una frase que luego publiqué en mi cuenta de Twitter. Fue una de esas chispas que surgen a solas: las instantáneas del pensamiento. Para mi sorpresa, existe afinidad entre ella y algunas notas sobre lo divino escritas por Charles Simic que aparecen en las últimas páginas de sus memorias. Yo quería llegar, como tantas veces, a una conclusión sobre un hecho dramático cualquiera y, luego de un rato, saltó la chispa y escribí mentalmente: Lo más cercano a la verdad es la contradicción. No lo voy a negar, sentí alivio. Para qué darle tantas vueltas a las cosas. Eso debió sentir Simic al notar que, a pesar de no creer en dios, era un supersticioso. Él y yo, dos cabezas, contradicciones andantes. Había que ver lo absurdo, no evadirlo. ¿Iba a dejar que eso le quitara el sueño? Tal vez, pero no el sentido del humor.

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El principal mandamiento, por lo que Simic expresa en sus opiniones sobre religión, es no creer en nada pero crear.

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Un silencio: la luz del insomnio.
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El problema del místico y del poeta lírico: crear un puente que una, a través del lenguaje, la intemporalidad de los instantes de la conciencia con lo comunicable. Hacer de la presencia un tiempo no opresivo.

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Simic, al asumirse como un personaje secundario, saluda al lector de tú a tú. Ni su sufrimiento, ni su soledad, ni siquiera su conocimiento es superior al de sus semejantes. El problema es compartido. El sueño, pese a la singularidad del estilo, también. Si Simic fue un místico —¿y quién puede afirmar lo contrario?— aceptó como parte de su proceso poético la inmadurez.

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Pero ¿el poeta puede ser un místico inmaduro? Adorador de imágenes. Prófugo de la poesía. Prisionero del tiempo. Interrumpe el silencio porque no confía en la Historia ni en la humanidad. El poeta cree en el caos, pero deja que su yo asome al caleidoscopio del alma. Esa contemplación, en el caso de Simic, lo vuelve devoto de la memoria. En cierto sentido, el poeta es razonablemente peligroso. Su iluminación es sencilla: en el poema descubrimos distintos modos de relación entre palabras y cosas. La vida no es sólo los límites que nos imponen, las reglas que nos obligan a seguir. El poeta, siendo un personaje secundario, abre la boca. Ése es su atrevimiento. Sabe que frente a la creación atribuida a dios —la noche estrellada, el mar en calma, un amanecer contemplando la nieve—, las palabras fallan. Pero él habla a los suyos, los de su especie. Los que son capaces de sostener un libro y entrar en ese “solo instante” del que habla la mística: intemporal, de igualdad fraterna, donde tiene lugar cierta comunión inexplicable.

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La poesía nos dice    hay silencios que no deben continuar.

 

 

Bibliografía:

Simic, Charles. (2010). Una mosca en la sopa. Memorias. Barcelona: Vaso Roto Ediciones.

Simic, Charles. (2015). El monstruo ama su laberinto. Cuadernos. España: Vaso Roto Ediciones.

 


octubre 2023